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Amor a Grecia

¿Alguien puede imaginar la filosofía europea actual sin Platón y Aristóteles o nuestra literatura sin Homero y Píndaro?

De acuerdo: Grecia nos debe a los europeos (a mí no me debe nada, que conste) no sé cuántos miles de millones de euros, pero ¿cuánto les debe Europa a los griegos? ¿Alguien en el Parlamento de Bruselas, o en el Banco Central Europeo, o en cualquiera de los Gobiernos de los países que integran Europa, se ha parado a pensar un momento en la deuda que los europeos tenemos con Grecia desde tiempo inmemorial y sin saldar?

Dejando a un lado la mitología, origen y fundamento de la religión cristiana, ¿alguien puede imaginar la filosofía europea actual sin Platón y Aristóteles, nuestra literatura sin Homero y Píndaro, nuestro teatro sin Aristófanes, Sófocles y Esquilo, nuestras matemáticas y geometría sin Pitágoras, nuestra historia sin Heródoto y Tucídides, nuestro pensamiento político sin Pericles, nuestro arte y nuestra arquitectura sin la existencia hace siglos en Grecia de gente como Mirón, Fidias, Praxíteles, Apolodoro o Lisipo? Ya sé que suena muy antiguo, pero sin la existencia de la Griega clásica y de la cultura que nos legó Europa no sería como es por más que esto les importe un rábano a los burócratas europeos, que lo único que quieren es cobrar. Es más, reflexiones como las que anteceden les moverán a la risa o, como mucho, a la compasión, no de los griegos, sino del que se atreve a plantearla como yo.

Pero uno no está tan descaminado. En La vida de Brian, la película de Monthy Python que demostró que se puede reír uno incluso de lo sagrado sin ofender, hay un momento en el que el líder político de la célula judía que lucha contra los romanos se pregunta retóricamente qué han aportado éstos a los judíos para poder estarles agradecidos. “Los puentes”, exclama uno de los miembros de la célula, interrumpiéndolo. “Vale”, acepta el interrumpido siguiendo con su discurso: “Y, aparte de los puentes, ¿debemos algo a los romanos?”. “Los acueductos”, contesta el otro. “De acuerdo”, vuelve a aceptar, visiblemente molesto, el líder de la célula judía, “pero, aparte de los puentes y los acueductos, qué les debemos a los romanos?”. “Las calzadas”. “¡Vale!… ¿Y, aparte de los puentes, los acueductos y las calzadas?”. “El circo”. La escena —lo recordarán— concluye con el inventario del legado romano a la humanidad (el derecho, las termas, los panteones, etcétera), que serviría también para los griegos.

Pero no parece que Angela Merkel, ni Mario Draghi, ni ningún líder europeo, esté por la labor de reconocerles ninguna deuda que no sea la suya, a pagar por las buenas o por las malas, como en el banco. Y que den gracias de que no les quiten el Partenón.

Este artículo de opinión ha sido escrito por Julio Llamazares el 29 de junio de 2015 en: www.elpais.com

«Filósofos en cartel: irracionalidades del presente»

«Y así la ciudad nuestra y vuestra vivirá a la luz del día y no entre sueños, como viven ahora la mayor parte de ellas por obra de quienes luchan unos con otros por vanas sombras o se disputan el mando como si éste fuera algún gran bien. Mas la verdad es, creo yo, lo siguiente: la ciudad en que estén menos ansiosos por ser gobernantes quienes hayan de serlo, ésa ha de ser forzosamente la que viva mejor y con menos disensiones que ninguna; y la que tenga otra clase de gobernantes, de modo distinto.
-Efectivamente -dijo.
-¿Crees, pues, que nos desobedecerán los pupilos cuando oigan esto y se negarán a compartir por turno los trabajos de la comunidad viviendo el mucho tiempo restante todos juntos y en el mundo de lo puro?
-Imposible -dijo-. Pues son hombres justos a quienes ordenaremos cosas justas. Pero no hay duda de que cada uno de ellos irá al gobierno como a algo inevitable al revés que quienes ahora gobiernan en las distintas ciudades.
-Así es, compañero -dije yo-. Si encuentras modo de proporcionar a los que han de mandar una vida mejor que la del gobernante, es posible que llegues a tener una ciudad bien gobernada, pues ésta será la única en que manden los verdaderos ricos, que no lo son en oro, sino en lo que hay que poseer en abundancia para ser feliz: una vida buena y juiciosa. Pero donde son mendigos y hambrientos de bienes personales los que van a la política creyendo que es de ahí de donde hay que sacar las riquezas, allí no ocurrirá así. Porque cuando el mando se convierte en objeto de luchas, esa misma guerra doméstica e intestina los pierde tanto a ellos como al resto de la ciudad».

Fragmento de La República de Platón, Libro VII

Cultura, filosofía, letras y política

Señalados por los ciudadanos como uno de sus principales problemas o necesitados de caras conocidas y respetadas para saltar a la arena política, la mayor parte de los partidos los de siempre y los nuevos buscan candidatos fuera de sus estructuras para dotarse de un valor clave en estos momentos: el prestigio. Dos premios Planeta, una catedrático de Metafísica, un reconocido poeta, un famoso actor de cine y teatro, una prestigiosa exjueza… son algunos de los perfiles que adornan a estos nuevos candidatos a los que los partidos recurren buscando rostros que no estén contaminados por la política.

Ése es el denominador común a Ángel Gabilondo, Luis García Montero, Manuela Carmena, Fernando Delgado, Ángeles Caso o Juanjo Puigcorbé, exponentes de ese soplo de aire fresco que llega a la política en un 2015 en el que el panorama electoral es más incierto que nunca. Con ellos han reverdecido aquellos laureles de una política en blanco y negro que muchos añoran y que sembró los parlamentos de ilustrados.
La cúpula de Podemos también procede de la universidad en la que un día y otro, y otro y después otro más impartió cátedra José Luis Sampedro. Humanista por excelencia, filósofo de excepción, economista, y literato, Sampedro también pisó el Senado al formar parte del selecto club que se denominó Agrupación Independiente, compuesto por 13 senadores electos por designación real durante el proceso constituyente entre 1977 y 1979.

Tradición
Bonita tradición perdida, y es que en dicha alineación de 13 también figuraron nombres como el de un discípulo aventajado de Ortega y Gasset, Julián Marías; el del escritor Víctor de la Serna o el padre de toda esta colmena, Camilo José Cela. Nobel, Príncipe de Asturias y Cervantes, estos tres galardones definen la trayectoria de un Cela que nadie sabe qué pensaría actualmente al ver que la dotación destinada a la cultura se ve obligada a encajar los golpes de los presupuestos generales año a año.

Los presupuestos y muchas cosas más estuvieron en manos de Manuel Azaña, que además de presidente de la II República Española, fue presidente del Gobierno en los años previos a la Guerra Civil y escritor. Faceta que quizá no muchos conozcan: además de llenar plazas de toros en sus mítines como reflejan los libros de Historia de los institutos recibió en 1926 el Premio Nacional de Literatura. SuMarianela le encumbró y su compromiso con la sociedad de su tiempo le llevó a ser elegido por Madrid como representante en las Cortes a principios del siglo XX, cuando impulsó junto al primer Pablo Iglesias de la política nacional una coalición republicana de corte socialista.

Con el paso de los años, el partido que fundó el propio Iglesias también ha albergado a numerosos representantes de la cultura y las letras en su guarnición parlamentaria y ministerial, como es el caso de la cineasta Ángeles González Sinde o el escritor César Antonio Molina, al frente de la cartera de Cultura con José Luis Rodríguez Zapatero, al igual que Jorge Semprún, escritor y guionista, en idéntico cargo con Felipe González. Del mismo signo político aún recuerdan muchos madrileños al Viejo Profesor, apodo por el que era conocido Enrique Tierno Galván, alcalde de Madrid en los primeros años de la democracia, ensayista, también hombre de letras y de fuerte temperamento en los pasillos del Consistorio de la capital.

Y si en el recuerdo del Ayuntamiento madrileño quedó grabado Tierno Galván, en el Congreso aún echan en falta la contundencia de un cantautor y poeta que recorrió, con una mochila y poco más, España, para conocer a sus gentes y defenderlas después desde el atril de la cámara baja. Cómo no, la descripción se corresponde con el nombre y el apellido de José Antonio Labordeta, quien con un sonoro «a la mierda, joder» se enfrentó a la bancada popular dejando una frase para la historia del hemiciclo.

Labordeta, Sampedro, Cela o Tierno Galván, el apellido da igual, sólo son ejemplos de ilustrados comprometidos con una sociedad la suya en la que dejaron huella y que ahora, en momentos difíciles, entregan el testigo a otros que también han decidido dejar a un lado la comodidad de sus vidas para remangarse y bajar al barro. Perdón, a la política.

Este artículo ha sido escrito por Raúl Bellerín y Enrique Delgado en: www.laopiniondemurcia.es

Manuel Cruz: «La historia demuestra que todo es contingente»

Es un filósofo atípico. Es frecuente encontrar su nombre en los medios de comunicación y no aborda la disciplina desde un punto de vista academicista y poco terrenal. Manuel Cruz (Barcelona, 1951) estuvo esta semana al foro Enciende la Tierra, organizado por la Fundación CajaCanarias, hablando de los efectos de la globalización en la razón y de los espacios que aún le quedan al ciudadano para ejercer el pensamiento crítico.

-¿Recuerda en qué momento decidió que iba a estudiar Filosofía?

“Decidí estudiar Filosofía hace mucho tiempo. Eran años distintos a los de ahora. No era normal que los hijos de familias trabajadoras llegaran a la Universidad y, cuando ello ocurría, los padres esperaban que eso significara que el hijo pudiera acceder a una profesión que valiera la pena desde el punto de vista del mercado de trabajo. Una carrera de Humanidades parecía condenar a la enseñanza y, de alguna manera, en la clase trabajadora parecía que eso era desaprovechar la inversión. Pero al final los padres siempre acaban queriendo que los hijos estudien aquello que les haga más felices, y como era evidente que a mí lo que más me satisfacía era la filosofía, pues les acabó pareciendo bien”.

-¿Qué es lo mejor que le ha dado la filosofía?

“Me ha permitido una relación con la realidad más intensa. La filosofía te permite entender mejor la realidad, el mundo, y, por tanto, la propia vida. No en el sentido de que a través de la filosofía te des cuenta de que todo tiene sentido. No. Pero te permite darte cuenta de que a veces las cosas no tienen el sentido que parecía, y otras veces, aquellas cosas que parecía que tenían sentido, no tienen ninguno”.

-Siempre se dice que los ignorantes son más felices. Entonces, la filosofía ¿nos hace más infelices?

“No lo creo. Hay una anécdota que se le atribuye al filósofo Hilary Putnam que me parece válida para contestar. Él decía que si a la gente le ofrecieran, como en Matrix, dos pastillas -una roja y otra azul- y le dijeran que si te tomas la pastilla azul no te enterarás de lo que pasa, pero serás muy feliz, y que si te tomas la roja, te enterarás de todo lo que pasa, pero no se te garantiza la felicidad, los seres humanos prefieren tomar la pastilla roja. Cuando uno apuesta por pensar, por la inteligencia, por la racionalidad, por el sentido, lo hace porque considera que son valores en sí mismos. Que luego, además, aporten o no la felicidad… Eso ya no lo sé. Supongo que entendemos la felicidad como un cierto bienestar y no estoy seguro de que el bienestar inconsciente sea en sentido propio felicidad”.

-Se habla de la tarea de pensar. ¿Pensar es una tarea?

“Sí, pensar es una tarea. Tengo la sensación de que disponemos de una energía limitada y tenemos que decidir a qué la dedicamos, en qué la aplicamos. Hay gente a la que no le queda más remedio que dedicar esa energía a otras tareas, como es la propia supervivencia. Para mucha gente pensar no puede ser la prioridad. Por eso es más obligatorio que los que podemos dedicarnos a ello lo hagamos. No se le puede pedir a alguien que se tiene que levantar a las cuatro de la mañana para ir a la otra punta de la isla a trabajar que, además, disfrute pensando. Me parecería una frivolidad por mi parte pretenderlo”.

-La crisis ha hecho que nos escandalicemos más por la corrupción y que, al mismo tiempo, se generalice el “sálvese quien pueda”. ¿Hemos elevado nuestro nivel de exigencia ética o lo hemos reducido?

“La crisis ha implicado lecciones aceleradas de capitalismo para mucha gente. La sociedad capitalista siempre ha sido competitiva. La diferencia es que en la época de vacas gordas los navajeos son para ascender, y si no llegas hasta arriba del todo, al menos llegas a la mitad. Cuando llega la crisis la mentalidad sigue siendo la misma, pero ahora no es una competición por llegar el primero, sino para no caer el primero. Así y todo, durante la crisis también han surgido comportamientos no contaminados, han aparecido elementos de solidaridad. Las sociedades mediterráneas han sobrellevado la mala situación gracias a distintas formas de apoyo, basadas sobre todo en las relaciones familiares. Hay muchas familias donde más de tres personas viven de la pensión del abuelo y muchos hijos siguen viviendo en casa de sus padres porque no encuentran trabajo. Deberíamos apreciar estas formas de solidaridad; a veces no les damos la importancia que tienen. Las personas que las practican no son conscientes de estar haciendo algo excepcional. Pero significa que la mentalidad neoliberal no lo ha empapado todo”.

-La indignación de los españoles ¿ha sido emocional o racional?

“La indignación ha sido fundamentalmente emocional. No es una crítica, pero es que no ha tenido una gran elaboración política. No es una característica española, ha sido común a toda Europa. Hay un empobrecimiento generalizado de la política, de los discursos, y eso se traslada también a la indignación”.

-El discurso de la casta ¿infantiliza a la ciudadanía?

“El discurso de la casta está empobrecimiento extraordinariamente la política. Con él se hace una simplificación desmesurada de la realidad y no se clarifica. Hay muchas ciudades pequeñas o pueblos donde existen fuerzas políticas no mayoritarias, militantes concretos, que trabajan abnegadamente sin buscar perpetuarse en el poder y que no tienen reconocimiento. Y de repente se han encontrado con que hay encuestas que dicen que su formación pertenece a la casta y, por lo tanto, su trabajo no tiene valor. En cambio, entra gente nueva, que no ha hecho nada, y que sí tiene reconocimiento simplemente porque forma parte de la marca. Este efecto no es positivo. Pero hay otra cosa peor: el lenguaje de la casta es un lenguaje que disuelve las diferencias clásicas y básicas entre las fuerzas políticas. Ahora se dice que la casta no es de derechas ni de izquierdas. Durante mucho tiempo este discurso era solo de la derecha. Me sorprende que sea la izquierda quien esté usando ahora ese lenguaje”.

Manuel Cruz

-¿Nos hemos creído que lo nuevo es bueno solo por ser nuevo? Ocurre en política, pero también en la búsqueda de empleo: la experiencia no parece ya un valor…

“Lo nuevo no tiene por qué ser bueno. Puede serlo, igual que lo antiguo puede ser bueno, pero también malo. Hay que analizar cada situación en sí misma. No me preocupa que Hillary Clinton tenga 68 años. Me importaría si estuviera enferma y eso pudiera influir en su capacidad al frente del gobierno. Si se tuviera que enfrentar, por ejemplo, a Sarah Palin, del Tea Party, que tiene 20 años menos, ¿implicaría que ella es mejor solo por ser más joven? Este discurso no me sirve. A lo viejo, y no me refiero solo desde el punto de vista de la edad, le cuesta percibir cuánto de nuevo hay en lo nuevo, le cuesta reconocer lo nuevo. En realidad no hay nada nuevo que sea absolutamente nuevo, solo parcialmente nuevo. Y lo nuevo, sin embargo, está convencido de que es inaugural. Hace un par de años leí una carta al director en El País en la que una chica escribía sobre su generación. La calificaba como totalmente nueva. Yo suelo leérsela a mis alumnos y a continuación les demuestro cómo lo que ella dijo ya lo había dicho un filósofo francés 30 años antes. Objetivamente no es nuevo, solo subjetivamente. No debemos dejarnos arrastrar los eslóganes de lo nuevo. Si la regeneración política es necesaria habrá que regenerar la política, pero veo en muchos discursos y en muchos de los presuntos nuevos políticos actitudes que no son nuevas; las veo y pienso: “esto ya lo he visto”. Yo no soy analista político, pero lo que está ocurriendo ahora, que un partido emergente le haga una opa hostil al resto y estos acaben subiéndose al carro ganador, eso ya ocurrió en los años 80 cuando apareció el PSOE. Esto ya lo vimos. No digo que la historia se repita, pero sí digo con fuerza que nada es absolutamente nuevo. La novedad siempre es parcial”.

-¿La inmediatez, que sí parece ser algo nuevo, nos está haciendo más estúpidos?

“Hoy todo cambia a tal velocidad que la gente no sabe a qué aferrarse. Y esto sí es nuevo y sí es malo. Esta rapidez se ve en la política. Antes, cuando un partido sacaba mayoría absoluta, los ciudadanos decían: ahora tenemos PP o PSOE para ocho años, porque sabían que el gobierno tenía margen para superar una legislatura aunque perdiera apoyos por el camino. Este lenguaje ya no se puede usar en Europa. Mira lo que ha ocurrido con el Pasok, en Grecia, que es un partido histórico. Hoy, un partido puede desaparecer del Parlamento en una legislatura. A la gente le da la sensación de que todo es muy acelerado y que es muy complicado defender las cosas. Hoy ni siquiera se puede hablar del votante de toda la vida. Ese concepto también ha ido desapareciendo. Pero es comprensible. A veces parece que se le está exigiendo al votante más que al propio partido. Pongo un ejemplo: la defensa de la renta básica de Podemos. Sus votantes empezaron a defender la medida y de repente ellos dijeron que solo era una propuesta para las elecciones europeas, no para las nacionales. Exiges que los votantes sean reflexivos pero luego los supuestos líderes no lo son”.

-A pesar de esa velocidad e inestabilidad, tenemos la sensación de que el mundo es como es y que no se puede cambiar. ¿Es culpa del capitalismo?

“Al hombre lo que más le cuesta es percibir el carácter contingente de la historia. La historia demuestra que todo es contingente. Cuando vivíamos en el franquismo la gente estaba convencida de que en este país no iba a haber democracia nunca, y llevamos ya 40 años. No se pueden hacer afirmaciones tan rotundas sobre la imposibilidad del cambio. Ahora pensamos que el único camino posible es la democracia, pero ¿realmente hay tanto apoyo a la democracia? El país que actualmente es la locomotora del planeta tiene una economía capitalista, pero en política no es nada liberal. Me refiero a China. Hay que ser extremadamente prudentes. Hannah Arendt, en uno de sus escritos, contaba una anécdota que le pasó a un rey francés -no me acuerdo qué Luis era-, que al ver protestas en la calle le preguntó a su sirviente si había una revuelta. Él le contestó: “No, no es una revuelta, es una revolución”. La historia siempre puede dar más vueltas”.

-Ángel Gabilondo ha vuelto a dar el salto a la política. Fue ministro de Educación y ahora se presenta con el PSOE en la Comunidad de Madrid. ¿Necesitamos más filósofos en política?

“No soy objetivo al hablar de Ángel Gabilondo, porque es alguien a quien tengo un grandísimo afecto y aprecio intelectual. En realidad, él, de alguna manera, ya ha respondido a esta pregunta. El otro día contestó a una cuestión parecida de la siguiente forma: ¿A qué profesión tiene que pertenecer un político? ¿Por qué un registrador de la propiedad, como es Mariano Rajoy, está más capacitado que un filósofo para ser presidente del Gobierno? ¿A José María Aznar ser técnico de Hacienda le dio una visión del mundo más global que le permitió establecer pactos internacionales como el de la guerra del Golfo? En términos generales, introducir en la vida pública voces que de alguna manera buscan más reflexión, es bueno. Los políticos hoy no reflexionan, solo dan respuestas ortopédicas, de argumentario. No se atreven a pensar”.

-Ha estudiado en profundidad la obra de Hannah Arendt. ¿Qué es lo más vigente de su pensamiento?

“Su reflexión filosófica sobre la naturaleza política, sobre los intereses que mueven a la política. La verdad es que Arendt resiste muy bien al tiempo, tanto sus textos más abstractos como sus textos más pegados a la coyuntura. Sus escritos sobre el pasado y el futuro de la educación, que escribió en los años 60, son muy útiles 50 años después”.

Artículo publicado por Saray Encinoso en: www.diariodeavisos.com

La (in)justicia de la ley

Son tiempos convulsos. Periódicos y boletines de noticias alertan sin tregua sobre los peligros de la debacle financiera. Los ciudadanos, preocupados además por el creciente desempleo, se ven abocados a elaborar planes de ahorro cada vez más ajustados que conducen al descenso del gasto y a la prudencia excesiva. En este contexto –plagado de desahucios, subidas fiscales, corrupción insultante, y movilización social–, se acude al Estado para defender las libertades y derechos adquiridos en las últimas décadas. Sin embargo, los ciudadanos no siempre encuentran el respaldo esperado en las leyes, y denuncian que la Justicia, con mayúscula, ha pasado a estar de parte de los más poderosos; así hacen suyo uno de los pensamientos fundamentales que Aristóteles expuso en el Libro I de la Política: “Algunos convierten todas las facultades en crematísticas, como si ese fuera su fin, y fuera necesario que todo respondiera a ese fin”.

Ciudadanía es participación
También fue Aristóteles quien se refirió a la ciudadanía como aquella condición que daba la oportunidad de “participar en la función deliberativa o judicial”. Es decir, los individuos que componen una polis no reciben el título de ciudadano por habitar un mismo lugar, ni por estar sujetos a los mismos deberes o disfrutar de los mismos derechos, sino por participar en el poder. De esta forma, la “vida buena” y las acciones virtuosas –conceptos que tan en profundidad estudió el estagirita– no consisten en la conservación de una mera estructura o en el respeto formal a una serie de reglas, sino en la apuesta por un modo de vida enfrentado con los planes que los diferentes grupos sociales, por separado, intentan imponer a la ciudad como fin supremo. Y es que en aquella Grecia de Aristóteles también rastreamos ciertos abusos que tan familiares resultan: “A causa de las ventajas que se obtienen de los cargos públicos y del poder –aseguraba–, los hombres quieren mandar continuamente, como si el poder procurase siempre la salud a los gobernantes”.
Debido a este último peligro, es necesario que exista un órgano que juzgue sobre lo conveniente y justo entre unos y otros. Pero avisa Aristóteles, “la mayoría son malos jueces acerca de las cosas propias”, pues juzgan mal lo que se refiere a sí mismos. En cualquier caso, la ciudad no debe ser una comunidad destinada exclusivamente a impedir las injusticias entre individuos o para facilitar el intercambio económico –si bien son aspectos necesarios–, sino para “vivir bien, con el fin de una vida perfecta y autárquica”. En definitiva, una ciudad deja de serlo cuando pierde una misma creencia en lo que es bueno para todos, no solo para una parte de sus habitantes.

¿Moralizar desde el tribunal?
Una de las cuestiones más debatidas a lo largo de la historia del Derecho, la Filosofía y la Sociología, es la de si el Estado debe encargarse no solo de impartir justicia, sino también de infundir moralidad. Hace algunos siglos se consideraba que la mayor parte de los delitos tenían por causa los excesos de las pasiones, pero el paradigma cambia progresivamente y, en la actualidad, en las sociedades occidentales los crímenes se comenten sobre todo en nombre de la necesidad.
El Derecho, como se entiende hoy día, es un sistema normativo cuya función fundamental es la de organizar la sociedad de acuerdo con determinadas normas de convivencia. Por ello, los tribunales no deberían funcionar como púlpitos (al menos, no conscientemente), sino como dispensadores objetivos de justicia. Sin embargo, las normas jurídicas no son las únicas a las que nos vemos sometidos: también podemos distinguir las del trato social (a las que Kant englobó bajo el nombre de “pragmática”) y, más allá, la moral. En la Introducción a la Filosofía del Derecho de Gregorio Peces-Barba, se lee: “La distinción entre Derecho y Moral no debe dificultar el esfuerzo por constatar las conexiones entre ambas normatividades en la cultura moderna, ni la lucha por la incorporación de criterios razonables de moralidad en el Derecho, ni tampoco la crítica desde criterios de moralidad al Derecho válido”.
A pesar de que una buena teoría es importante, esta no siempre se traduce en una buena práctica. Así, podemos preguntarnos qué sucede cuando determinados formaciones no judiciales (plataformas sociales, sindicatos, asociaciones benéficas, etc.) denuncian la injusticia de alguna ley o su dudosa o incorrecta aplicación. Además, hay que tener en cuenta que el Derecho cuenta con una ventaja fáctica sobre el resto de las normas: tiene de su lado el poder de la coacción, aprobado, hay que recordarlo, por los ciudadanos.
Es interesante plantear que, para Kant, el Derecho queda cumplido de manera satisfactoria por la legalidad misma, solo con la obediencia externa a la norma, por mucho que en nuestro fuero interno estemos en desacuerdo. Por otro lado, damos con el orden moral, que sí exigiría una adhesión interna al propio deber, aunque para alguien como Elías Díaz, profesor y filósofo del Derecho, también en este “lo deseable es lograr esa adhesión interior a la norma, disminuyéndose así las posibilidades de incumplimiento”.

La justicia como necesidad

En su Invitación a la filosofía, el filósofo francés André Comte-Sponville se pregunta si es posible que alguien no considere (absolutamente convencido) que la justicia es preferible a la injusticia. Para este pensador, moral y política no se oponen, “pero que la moral no basta para lograr la justicia, es una evidencia que demuestra que moral y política tampoco pueden confundirse”. Así, la pregunta es: ¿cómo elaborar, a través de un ejercicio ciudadano y político prudente y responsable, un catálogo justo de leyes?
El propio Kant, en el apéndice a Sobre la paz perpetua, no duda en afirmar que la auténtica política no debería dar un paso sin haber rendido antes pleitesía a la moral, “y aunque la política es por sí misma un arte difícil, no lo es, en absoluto, la unión de la política con la moral”. Se muestra más tajante unas líneas después: “El derecho de los hombres debe mantenerse como cosa sagrada”, por muchos que fueran los sacrificios que tuviera que hacer el poder dominante para mantener tal sacralidad. En última instancia, la política debe obedecer al Derecho… siempre que este, como deseaba Kant, estuviera basado en la moralidad, y por tanto, en el deber.
Estas concepciones más o menos puristas chocan contra aquellas que parecen imponerse, o que nos imponen, en la actualidad. Desde partidos políticos y organismos europeos y mundiales se apela a la “solidaridad” de los ciudadanos para respetar leyes que perjudican notoriamente a las capas menos favorecidas de la sociedad. El poder económico, al que Aristóteles tantos reparos puso –en el Libro I de la Política– cuando se convierte en un puro afán de enriquecimiento material, parece haber tomado las riendas de los códigos legales. Los tribunales de justicia, proclamados independientes de cualquier facción política, financiera o social, se ven de este modo contaminados por la aplicación de leyes injustas, hasta el punto de que los propios jueces no pueden más que justificarse, paradójicamente, explicando que tan solo “aplican la ley”.

Derecho a desobedecer
Pero también encontramos voces críticas, como la del fallecido filósofo del Derecho Felipe González Vicén, quien no dudó en afirmar que “mientras que no hay un fundamento ético para obedecer al Derecho, sí hay un fundamento ético absoluto para su desobediencia”. En una línea que se puede denominar kantiana radical, González Vicén aseguraba que no hay razón ética para seguir una ley que no es constitutivamente moral. En la misma senda, Luther King aseguraba que “quien infringe una ley porque su conciencia la considera injusta, y acepta voluntariamente una pena de prisión, a fin de que se levante la conciencia social contra esa injusticia, hace gala de un respeto superior por el derecho”.
Tal vez hubiera que comenzar por hacer un ejercicio socrático y preguntarse qué es una ley, qué es la justicia y qué la moral, y tras haber obtenido respuestas, reabrir el debate sobre la-justicia-de-la-ley. Un debate que, por su importancia, siempre ha de estar abierto y en que debe ocupar un papel predominante la filosofía, en su faceta de reflexión crítica sobre el presente.

Reportaje publicado en: www.filosofiahoy.es

Autor: Carlos J. González Serrano