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Onfray: La filosofía como escultura de sí mismo

Con total naturalidad, este filósofo francés habla de las experiencias vitales que han dado forma a su pensamiento. Bien sabe que si la filosofía no es capaz de dar respuesta a los acontecimientos que nos han marcado, de nada sirve. Pero lo más importante aún queda por decir, ya que ella no solo nos ayuda a digerir lo real, a darle sentido, sino que además debe ser, a través de lo aprendido, la herramienta con la que transformar el mundo que habitamos. Este es el hilo conductor de la filosofía de Michel Onfray, su leitmotiv, y será mejor no perderlo de vista.

Ni someter ni ser sometido
¿Cuáles son las experiencias vitales que determinaron el carácter de su filosofía? La primera la narra en La fuerza de existir (2006), en el epígrafe Autorretrato de un niño. Allí cuenta que su pueblo natal es Chambois y que hasta los 10 años aquel espacio que lo vio nacer fue el paraíso, ya que el campo le dio la libertad que ningún niño de ciudad conoce. Pero pronto, aquel día soleado que era su infancia se oscurece. Hijo de campesinos, el dinero empieza a faltar y sus padres deciden mandarlo a Giel, un orfanato dirigido por salesianos que hace las veces de internado para niños de familias sin recursos. Describirá ese momento con una frase demoledora: «Fallecí a la edad de 10 años, una bella tarde de otoño, bajo una luz que daban ganas de vivir eternamente». Giel cumplió con todo lo que la palabra orfanato promete. Su pedagogía se resumía en dos principios: violencia física y violencia psicológica. En aquel lúgubre lugar, Onfray pasó cuatro años de su vida entre golpes, humillaciones, culpas generadas y bajo el peso de una jerarquía cuyo único fin era el de generar criaturas sumisas. Pero algo les salió mal a aquellos salesianos, algo que entró por una puerta única: los libros. Onfray se hizo con una pequeña biblioteca y cada noche trepaba por la escalera de la lectura logrando ver más allá de esa terrible institución. Así, aprendió que había otros mundos, otras vidas y, lo que es más importante, construyó una interioridad que ya nadie jamás podría arrebatarle. Pero Giel le dio algo más, un principio vital que define tanto su forma de vida como aquello que busca con su pensamiento: la rebeldía. Una rebeldía que se resume en la fórmula “ni someter ni ser sometido”.

Saber decir “no”
La segunda experiencia vital decisiva la cuenta en Política del rebelde (1997). Tenía 16 años y su padre le había conseguido un trabajo en la fábrica de quesos que coronaba el pueblo. Un lugar dotado de un halo realmente poderoso: o trabajabas ahí o no trabajabas. Su dueño era un tal Monsieur Paul, y es fácil imaginar el complejo de superioridad que inundaba sus venas: las vidas de todos sus vecinos, su presente, su futuro, le pertenecían por completo. Onfray acepta el trabajo y el 1 de julio 1975 entra por primera vez en las tripas de un animal que antes solo conocía por los olores y los ruidos con los que regaba todo pueblo. La experiencia no pudo ser más decisiva, ya que conoció de primera mano el poder de toda fábrica: el cuerpo y el espíritu quedan por completo moldeados por la función realizada en la cadena de producción. Cada hombre se convierte en una pieza más del engranaje y el tiempo libre solo sirve para curar el cansancio. Con el fin del verano acaba también la condena, pero la libertad durará poco, porque a los 18 años se ve obligado a regresar a la fábrica. Ahora bien, esos dos años de paréntesis no han pasado en balde: Onfray ha comenzado sus tratos con la filosofía, y lo ha hecho por algo bien sencillo; ella habla, a través de pensadores como Marx, Nietzsche, Stirner, Bakunin, Proudhon o Kropotkin, del dolor de que tu vida no te pertenezca. Con semejantes socios, era imposible que la vuelta a aquella fábrica acabara bien… En mitad del trabajo, Onfray se llena de rabia y, después de discutir con el capataz, se va por la puerta. Lo más curioso será la reacción de Monsieur Paul, el dueño de la fábrica, ya que después de escuchar el relato de lo acontecido, decide llamar a Onfray y ofrecerle un ascenso: quiere convertirle en capataz. Para cualquier otra persona de aquel pueblo la oferta sería más que tentadora, pero no para nuestro filósofo, que le escupe un “no” contundente. De aquel recuerdo, Onfray escribe en su Política del rebelde (1997): «Lo que jamás olvidaré, lo que llevaré conmigo a la tumba y nunca dejará de trabajarme el alma, es la mirada de quienes asistían a la escena ese día en que me despedí. Una mezcla de envidia y desesperación, un deseo de expresar lo que no podían permitirse el lujo de decir. Al escribir hoy este libro que desde entonces llevo en mí, pienso en los ojos vacíos de quienes no pueden entregar su mandil».

Maestro de rebeldía
El aguijón de la filosofía ya había entrado en la piel de Onfray, que decide estudiarla. De su época universitaria él no cuenta nada, por lo menos en sus libros, tal vez porque lo que lo que interesa es lo que vino después: termina la carrera, saca la oposición, comienza a dar clases en el Lycée de Caen y al duodécimo año dimite de su puesto. La razón es doble: en primer lugar, Onfray ya ha publicado varios libros que están funcionando bien, con lo que eso significa a nivel económico, pero, sobre todo, está cansado de todo lo que es y rodea al engranaje educativo: una burocracia laberíntica, una pedagogía caduca basada en la mera repetición y unos planes de estudios en los que al profesor se le deja muy claro qué se enseña y qué no. Pero antes de irse del instituto, Onfray dejará un regalito: su Antimanual de filosofía (2001). Un libro plagado de preguntas incómodas: “¿Por qué vuestro instituto está construido como una cárcel?”, “¿Es el que cobra el salario mínimo el esclavo moderno?”, “¿Por qué no os masturbáis en el patio del instituto?”, “¿Es absolutamente necesario mentir para ser Presidente?”, “¿Has probado ya la carne humana?…”. Todo un recital de interrogantes, de dispositivos, que lo que buscan es activar en el alumno esa rebeldía que en Giel intentaban extirpar por todos los medios.

Democratizar el conocimiento

Con el fin de sus años de profesor de instituto no termina la actividad docente de Onfray, ya que el mismo año que se va, en 2002, logra algo que parecía del todo imposible: abrir la Universidad Popular de Caen, un espacio intermedio entre el elitismo de la Universidad y la improvisación de los cafés filosóficos. Pero, sobre todo, un lugar que ayude a democratizar el conocimiento, es decir, a hacer que sea accesible al mayor número de personas. Para ello, Onfray propone una triple fórmula: gratuidad, libertad de asistencia y eliminación de exámenes.
Los que crean que Caen está demasiado lejos, que lo que allí ocurre no puede llegar hasta nosotros, están equivocados, ya que el contenido de las clases que Onfray imparte cada año en esa Universidad Popular está disponible en un proyecto realmente ambicioso: una contrahistoria de la Filosofía. La idea: recuperar líneas marginales del pensamiento, autores cuyas ideas han sido silenciadas u obviadas por ser peligrosas, por ir contra lo establecido. De momento, Onfray va por el volumen número ocho. Cinco ya han sido ya traducidos al español: La sabiduría de la antigüedad (2006); Los cristianos hedonistas (2006); Los libertinos barrocos (2007) y Los ultras de las luces (2007). ¿Algunos de los filósofos que desfilan por sus páginas? Diógenes, ese ateniense que apodado “el Perro” arremetía contra todo lo establecido, contra la ley y contra las buenas costumbres; Montaigne, el padre de un texto –los Ensayos– en el que el cristianismo y el hedonismo se funden mostrando un todo libre de radicalismo, abierto al diálogo y, por mucho que cueste creerlo, al placer que el cuerpo puede proporcionar; Cyrano de Bergerac, un espadachín temido, hombre de pluma afilada, enemigo de la Iglesia y –en palabras de Onfray– un perfecto seguidor de Dionisio; D’Holbach y su apuesta por una Ilustración en la que, de una vez por todas, se saque a Dios de la escena… La lista de pensadores recuperados por Onfray es larga, pues trata de dejar a los menos posibles fuera de sus páginas.

Honestidad intelectual
Michel Onfray ha logrado algo que en estos tiempos se ve poco entre los filósofos: pensar para vivir y vivir acorde a cómo se piensa. En este punto reside la fuerza y el atractivo tanto de su obra como de su personalidad. Porque si cada uno de sus libros señala un tramo del camino a recorrer, sus actos muestran a un hombre que cumple con la palabra escrita, que con una fuerza extraordinaria avanza siguiendo la hoja de ruta, y esta es la mayor prueba –en realidad la única– que un filósofo puede dar de honestidad intelectual. Con Onfray se podrá o no estar de acuerdo, pero desde luego, es un ejemplo único de lo que la filosofía, cuando esta se vive, cuando esta se siente, es capaz de ofrecer. De hijo de campesinos a fundador de una Universidad Popular que persigue democratizar el conocimiento. Testimonios como el de Michel Onfray son indispensables para que no se olvide el valor de la filosofía, para que ella pueda continuar –y con buena salud– una vida que ya tiene 2.500 años.

Este artículo ha sido escrito por Gonzalo Muñoz Barallobre en: www.filosofiahoy.es

«Apología de lo cotidiano»

La publicación de un trabajo de filosofía de creación, no de una glosa de historia de la filosofía, ni un manual de divulgación o un estudio académico de interpretación sobre una corriente, escuela o autor, es algo tan poco frecuente en catalán y castellano que ya adquiere los visos de noticiable. Y si la obra en cuestión se transforma en un éxito que ya va por la segunda edición, agotada su primera tirada de 4.500 ejemplares (éxito relativo, por supuesto, pero innegable teniendo en cuenta que los lectores naturales de filosofía quizá sean aún más escasos que los de poesía), entonces estamos frente a todo un verdadero fenómeno.

Ese fenómeno se llama La resistencia íntima. Ensayo de una filosofía de la proximidad (Quaderns Crema y Acantilado en catalán y castellano respectivamente) del profesor de la Universitat de Barcelona Josep Maria Esquirol, autor de El respeto o la mirada atenta (2006) y El respirar de los días (2009), entre otros títulos. Una obra que se aparta tanto obviamente de la popular autoayuda«porque uno de sus objetivos es denunciar los discursos banales sobre la felicidad y la superación», explica Esquirol, como del sesudo e indigesto estudio académico. «Después de 30 años en las aulas, utilizar la jerga filosófica era lo más fácil, pero de lo que se trataba era de expresar una idea de fondo con el lenguaje comprensible de la experiencia», dice el filósofo acerca de la asequibilidad de la obra, quizá la gran clave de su éxito en librerías.

Lo cierto es que las ideas de Esquirol son ya de por sí seductoras porque apuntan a la recuperación o más bien a la interrogación de lo propio de la condición humana en el frío, monocorde y cada vez más nihilista mundo tecnificado que nos rodea. Y su tesis de partida completa o corrige las premisas existencialistas. «En la filosofía contemporánea, en buena parte deudora de Heidegger y Sartre, se impone la concepción de la existencia como decisión y proyecto, a través de un movimiento de expansión. Me parece una idea muy rica, pero parcial. Y en cambio muy cercano a la experiencia de la vida es el movimiento de recogimiento y amparo. Para poder proyectarse al exterior, primero hay que estar en el espacio protegido de proximidad de la casa», explica Esquirol.

Del mismo modo que se vio obligado a desarticular «el par conceptual de vida cotidiana y existencia inauténtica», tan común entre ciertas apropiaciones divulgativas, «para recuperar la hondísima riqueza de la experiencia cotidiana que nos pasa desapercibida», dice el pensador que hace sin ambages «una apología de la cotidianidad». Para Esquirol «la condición de resistente responde a nuestra manera de ser, de estar en el mundo, que quizá necesite ser intensificada en nuestro contexto existencial de disgregación y erosión del sentido, para pensar la resistencia tanto en términos políticos y temporales como también ontológicos», señala.

La resistencia de la que habla Esquirol es la de lo humano, frente a la muerte o derrumbe del humanismo moderno que postula Sloterdijk. «Resistencia a la disgregación que no es tanto una crítica a la tecnificación del mundo, como una denuncia de la demanda de actualidad, que nos pierde y confunde. Resistir es ser uno mismo», aclara. Y el segundo factor de disgregación que «lleva a la pérdida del hombre y de lo humano», advierte, «es la banalización del lenguaje, incluso en su registro científico y técnico, pero vacío y desconectado del sentido profundo de nuestra experiencia de la vida».

Su concepción del lenguaje es en parte deudora de Habermas, que lo define como emancipación. «Cuando me dirijo a alguien, lo quiero como interlocutor, no como esclavo, dice Habermas. Yo intento una variación sobre esa idea muy rica sobre la intención del lenguaje como amparo, en un diálogo con Lévinas, a quien considero un compañero de viaje. El lenguaje revela, en fórmulas tan sencillas como el saludo, el cuidado y la solicitud para con el otro, para con el prójimo», explica. Quizá en este último sustantivo se encuentra la llave de su filosofía de la resistencia íntima, porque la «intimidad» por la que aboga «es sinónimo de proximidad, de la cercanía afectiva, que no tiene que ver con la distancia física, sino con el espacio experiencial del afecto, con la idea de prójimo y el rostro del otro», concluye.

Este artículo ha sido publicado por Matías Néspolo en: www.elmundo.es