Artículo publicado por Manuel Cruz en El País, 19/03/2013.
Ahí va una definición de urgencia de filósofo: «filósofo es alguien a quien todo el tiempo le andan formulando la misma pregunta ‘¿para qué sirve la filosofía?’». La definición, claro está, podría ser más afinada e incorporar matices que perfilaran mejor la idea, aunque fuera a costa de su contundencia. Así, también se podría enunciar esto mismo —intentando el difícil ejercicio de mirar de reojo al mismo tiempo a Jorge Luis Borges y a Thomas S. Kuhn— con más palabras: «filósofo es alguien tenido por tal en su sociedad, que, en cuanto alcanza un determinado nivel de notoriedad pública y/o visibilidad, empieza a recibir sistemáticamente la pregunta ‘¿para qué sirve la filosofía?’». Nada sustancial cambiaría en la versión extendida, fuera de que, tal vez, haría algo más comprensible el contenido de lo que se estaba intentando expresar.
Posiblemente no constituya una definición de una gran potencia heurística, esto es, posiblemente no sirva para avanzar en el conocimiento, descubrir aspectos insospechados de los asuntos que nos conciernen o proporcionar soluciones de ningún tipo a nuestros problemas más importantes, pero sí posee un cierto valor descriptivo, como lo prueba el simple hecho de que sin duda los profesionales de esto se reconocerán en la experiencia de haber sido reiteradamente preguntados en el sentido indicado. Y ya se sabe que con una buena descripción tenemos buena parte de nuestras dificultades teóricas resueltas o, por lo menos, bien encaminadas hacia su resolución.
Constatemos por lo pronto que, a pesar de su apariencia, la pregunta (en cualquiera de sus dos versiones) está lejos de ser obvia o trivial. Ni al más bisoño de los periodistas se le ocurre preguntarle al físico nuclear para qué sirve la física, al médico para qué sirve la medicina o al arquitecto para qué sirve la arquitectura. Y si alguien objetara que los ejemplos seleccionados son tendenciosos (y, en la misma medida, irrelevantes) porque en esos casos la aplicación práctica de tales saberes resulta absolutamente evidente, podríamos replicar aportando ejemplos del ámbito de las humanidades que parecen apuntar en la misma dirección. No se le acostumbra a preguntar al historiador para qué sirve la historia, al novelista para qué sirven las novelas o al músico para qué sirve la música.
Pero no nos quedemos en la mera perplejidad y ensayemos alguna hipótesis, aunque sea modesta, para intentar avanzar un poco. Podría ser que, en realidad, lo que estuviera significando la pertinaz pregunta no fuera tanto lo que manifiestamente declara como lo que subyace y no termina de enunciar, que quizá se parece más a esto otro: ¿qué hemos de hacer con la filosofía? Porque, con independencia de que, por ejemplo, el artista a menudo se soliviante y se rebele contra el uso (mercantil, especulativo, ornamental o como símbolo de prestigio) que la sociedad de consumo hace de sus obras, lo cierto es que ésta parece que sabe qué hacer con ellas (de ahí que no se le interrogue al autor por dicha cuestión), mientras que la pregunta por la que empezábamos este papel parece indicar lo contrario respecto a los filósofos.
Ahora bien, que nuestra sociedad no sepa muy bien qué hacer con la filosofía en absoluto constituye una prueba de que no quepa hacer nada con ella, sino más bien de nuestra falta de destreza al respecto. O, formulando el asunto algo menos en general, el hecho de que nuestra sociedad sea incapaz de considerar de interés ninguna actividad que no esté directamente relacionada con la producción de beneficio económico revela una severísima limitación conceptual, un radical empobrecimiento de los imaginarios colectivos hegemónicos, empobrecimiento que probablemente nadie expresó con mayor certeza que Antonio Machado en sus Proverbios y Cantares al escribir que «todo necio confunde valor y precio».
Planteo la cosa de manera tan general porque si vemos, por mencionar una cuestión bien específica, las reformas previstas por el Ministerio de Educación en la futura LOMCE (más conocida como ley Wert), reformas que debilitan severamente la presencia de la filosofía en los planes de estudio de secundaria, comprobaremos que forma parte de la misma ofensiva que en otros ámbitos, como el de la sanidad, está dando lugar a efectos directamente escandalosos en muchos casos. ¿O es que se le ocurre a alguien mejor representante de la necedad a la que aludía el gran poeta sevillano que el ministro de Finanzas japonés Taro Aso, quien, en una reunión del comité nacional de reformas de la seguridad social de su país, llegó a animar a los ancianos que padecen enfermedades que requieren costosos tratamientos a darse prisa en morir? (aunque, por cierto, no se termina de ver por qué razón no hubiera debido, siendo consecuente con la argumentación, animar también en idéntico sentido a cualesquiera enfermos incurables, fuera cual fuera su edad).
Que no distraiga la dureza del ejemplo: a fin de cuentas, son muchos los que hoy en día se sirven de la misma lógica que la del ministro japonés, aunque consigan pasar más desapercibidos por utilizarla a otra escala. Pero no razonan de manera realmente diferente, pongamos por caso, todos los responsables sanitarios de nuestro país que están convencidos de que es más importante cuadrar las cuentas que velar por la salud de los ciudadanos. O que opinan, regresando al tema que nos ocupa, que seguir hablando de la necesidad de educar ciudadanos libres y críticos, de transmitir adecuadamente la herencia recibida o de cuidar del legado cultural del que somos hijos constituye una pérdida de tiempo, mera cháchara irrelevante frente a la urgente necesidad de adecuación al mercado de trabajo, que es lo único que parece importarles.
Es cierto, no hay por qué ocultarlo, que la propia filosofía lleva toda su historia preguntándose por la naturaleza del quehacer filosófico, hasta el punto que, recuperando —levemente desplazada—- la consideración inicial, ha llegado a ser definida como ese discurso que se caracteriza por preguntarse permanentemente por su propio ser. Pero quienes interpretaran semejante pertinacia en la pregunta como un indicio de la esterilidad de lo filosófico en cuanto tal, extrayendo la conclusión de que un saber que ni siquiera es capaz de definirse a sí mismo no se encuentra en condiciones de preguntarse por nada más allá de sus propios límites, errarían por completo. Porque el hecho de que a lo largo de su historia los filósofos no hayan proporcionado siempre idéntica respuesta nos está indicando que en la presunta permanente pregunta resuena el tiempo en el que se plantea.
No se trata de entrar ahora a debatir si existen las cuestiones eternas, inamovibles, aquéllas que, por evocar al clásico, los hombres se plantearán siempre a pesar de saber que no tienen respuesta. Se trata más bien de señalar que la grandeza de la filosofía no pasa por estar por encima de la historia, sino por hacerse cargo de ella. El vértigo que nos produce constatar que pensadores de los que nos separan más de veinte siglos se asombraban ante parecidas cosas ante las que nos seguimos asombrando nosotros hoy no indica que ellos sobrevolaran su propio tiempo o que anticiparan, casi proféticamente, nuestras preocupaciones actuales, sino que nos hace saber del profundo calado de aquello que activaba su pensamiento.
Miremos la cosa, en fin, desde este lado: que la filosofía sea capaz de preguntarse con radicalidad incluso por su propio ser es una clara muestra de que la esencia última de su actividad es ponerlo todo —absolutamente todo— en cuestión. Es para eso —con otras palabras, para ser capaz de recelar incluso de la pregunta, solo en apariencia inocente, por la utilidad— para lo que sirve la filosofía. Probablemente resida aquí la clave para entender la sustancia del permanente acoso a que se ve sometida. Pregúntense quién puede considerar que conviene poner en sordina un discurso como el filosófico, que no deja nada sin cuestionar, y tendrán la respuesta. ¿Me sigue, ministro?
Manuel Cruz es catedrático de Filosofia Contemporánea en la Universidad de Barcelona. Acaba de publicar el libro Filósofo de guardia (RBA).