Artículo publicado por Antonio Muñoz Molina en El País, 31/07/2013.
Con el barullo continuo de los titulares sobre la corrupción y sobre la impunidad de casi todos los que la cometen es posible que pase inadvertida la desaparición de la asignatura de ética en el plan de reforma de la enseñanza que ha presentado el Gobierno. Una ventaja de esta época sombría es que la desvergüenza de los que mandan se ha vuelto tan absoluta que ya no hacen falta especiales sutilezas para adivinar los propósitos de sus actos, y ni los más incautos corren peligro de engañarse sobre ellos. A los que mandan y a los que aspiran a mandar en España, o en los territorios que en el futuro próximo logren venturosamente liberarse de ella, que exista una asignatura dedicada al estudio de la rectitud en los comportamientos privados y públicos les debe de parecer tan cómico como la idea de que los corruptos vayan a la cárcel, o de que los pobres tengan el mismo derecho a la educación que los ricos, o de que la salud sea un bien tan valioso y tan primordial para la dignidad humana que no se la puede degradar sometiéndola a las leyes del beneficio privado.
En otras épocas, las personas de inclinaciones progresistas gastaban tremendas energías intelectuales en adiestrarse en la sospecha, en buscarle las vueltas sucias a las estrategias del poder, queriendo desenmascarar los intereses ocultos que actuaban detrás de apariencias intachables. Todo ese esfuerzo se ha vuelto superfluo. No hay nada que desenmascarar porque nadie pierde el tiempo ya en disimulos superfluos. Ladrones confesos de miles de millones de euros salen a la calle por esa otra célebre puerta por la que decían antes que escapaban al castigo los chorizos de medio pelo. Y si son condenados tampoco hay que alarmarse: vendrá un indulto oportuno, un tercer grado benévolo, porque en la cárcel sólo se quedan los pobres. Y nunca faltarán leales que reciban al ladrón liberado como un mártir de la causa, o de la patria. La llegada del verano no ha menguado el flujo de la desvergüenza pública. Patriotas catalanes con una nómina de ladrones en sus filas ponían cara de integridad herida al exigir responsabilidades por los suyos al partido del Gobierno central. Los mismos que bloqueaban la aparición del presidente del Gobierno en el Parlamento español exigían investigaciones parlamentarias sobre la corrupción en el Parlamento andaluz. Dice Pascal que la noción de verdad o justicia cambia según el lado del río fronterizo en el que uno se encuentre. Los corruptos de un lado señalan acusadoramente a los ladrones del otro, y ya ni se fijan en que en el calor teatral de sus aspavientos todos muestran por igual semejantes vergüenzas.
Ya todo está a la vista. El ex ministro de Industria se coloca estupendamente en una de las opulentas empresas a las que benefició con ejemplar descaro cuando ejercía su cargo. Los mismos políticos madrileños que dedicaron sus mandatos a sabotear la sanidad pública cobran sin disimulo de las empresas que saquearán los despojos de la privatización. Nada menos que el presidente del Tribunal Constitucional es militante de cuota del partido que lo ha nombrado. Y no creo que haya en Europa otro ejemplo de un gobierno que dedica sus esfuerzos coordinados a desproteger el patrimonio y destruir precisamente aquellas riquezas educativas, empresariales, culturales y científicas que más podrían ayudarnos a corregir los errores económicos que nos han llevado al desastre. El sonriente ministro de Educación presenta una reforma que agravará la ignorancia, y que al reducir casi hasta la extinción las humanidades, señaladamente la ética y la historia de la filosofía, servirá para que cada vez haya menos ciudadanos críticos y más súbditos. Reduciendo ayudas al estudio y al mismo tiempo exigiendo másteres de pago se privatiza de hecho la enseñanza universitaria y se establecen diferencias en gran medida irreparables entre quienes carecen de medios y quienes pueden costearse las credenciales carísimas que facilitan el acceso a buenos puestos de trabajo. Las autoridades culturales y económicas se alían con éxito para estrangular del todo el teatro y el cine y perjudicar en lo posible una de las pocas industrias internacionales y competitivas que tenemos, que es la editorial. Y paso a paso se asfixia nada menos que uno de los logros más incontestables, más fértiles, más vitales de la democracia, el tejido de la investigación científica, que junto al patrimonio histórico y las industrias educativas y culturales —incluido el valor económico de la enseñanza del español— era lo más sólido y lo más prometedor que teníamos, nuestra mejor esperanza de una economía que no se basara tan calamitosamente como hasta ahora en la especulación inmobiliaria, y el turismo de masas.
Todo ha estado mucho más claro este mes de julio, y lo estará más aún cada día, cada semana que pase. Gracias a las serviciales normas del Gobierno las compañías eléctricas no tendrán ni siquiera que preocuparse de la modestísima competencia que les harían esas personas cándidas empeñadas en instalarse unos paneles solares en el tejado o un molino eólico en el jardín. Quien paga manda. Se abandona a las librerías a su suerte y se suprimen las compras de libros y las suscripciones a revistas en las bibliotecas públicas, pero el presidente de la Comunidad de Madrid inaugura con pompa el almacén de Amazon. Instituciones científicas que han tardado décadas en alcanzar su pleno rendimiento irán a la ruina por los recortes del Gobierno, pero rebajas fiscales de centenares de millones de fondos públicos subvencionarán los casinos y los prostíbulos de Eurovegas.
Y las transmisiones en directo de encierros y las multitudes internacionales de borrachos de los sanfermines aseguran el éxito global de la ya célebre marca España: probablemente en ningún otro país es más barato beber alcohol hasta perder el conocimiento, quemarse al sol y practicar el vandalismo. Casi cada día de julio, en la prensa extranjera, aparecían fotos de nuestro país: caras de acusados de corrupción saliendo de los juzgados, toros y juerguistas amontonados en Pamplona. Que viva España.
Para esto hemos quedado. Los que puedan pagárselo aprenderán idiomas sin acento y obtendrán títulos en universidades y escuelas de negocios que les aseguren su posición de privilegio. Los que tengan talento pero carezcan de medios deberán aguantarse o irse. Gracias a la desprotección de los pocos tramos de costa todavía no arrasados más pronto o más temprano volverá a haber algunos empleos en la construcción, y, al menos mientras no acaben las convulsiones en los países musulmanes del Mediterráneo, seguirá habiendo trabajo temporal y no cualificado en la hostelería turística. Una nueva economía del conocimiento empezará a florecer pronto en las afueras de Alcorcón, en un ámbito laboral libre de molestias sindicales y hasta de leyes contra el tabaco: albañiles, camareros, croupieres, animadoras y guardas de seguridad de clubes de alterne, porteros de discoteca.
La verdad es que a ninguno de ellos le hará falta haber estudiado ética, ni historia de la filosofía. Ni literatura, ni física, ni geografía, ni ortografía…
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