Artículo de Ulrich Beck en El País, 30/08/2013.
El escándalo de la red de escuchas Prisma ha abierto un nuevo capítulo en la sociedad del riesgo mundial. En los decenios pasados hemos conocido una serie de riesgos globales: el cambio climático, el riesgo nuclear, el financiero, el terrorismo… y ahora el riesgo digital global que amenaza a la libertad. Todos estos riesgos (con excepción del terrorismo) en cierto modo forman parte del desarrollo tecnológico, pero también cristalizaban temores que se habían expresado durante la fase de modernización de estas nuevas tecnologías. Sin embargo, ahora se produce un acontecimiento en el que un riesgo se constituye de golpe en un problema mundial, como ocurre en la amenaza para la libertad que han puesto en evidencia las revelaciones de Edward Snowden. Estamos ante una lógica del riesgo completamente distinta.
En el caso del riesgo nuclear, los accidentes de Chernóbil y de Fukushima han suscitado un debate público. En el caso del riesgo para la libertad, por el contrario, lo decisivo no fue el caso catastrófico, puesto que aquí la catástrofe sería la hegemonía del control impuesta en el nivel global, es decir: en realidad, la desaparición del riesgo tal como lo entiende la hegemonía informativa impuesta. Dicho de otro modo: la catástrofe habría ocurrido, pero nadie se habría dado cuenta. Eso supone una completa inversión de la situación, que puede verse de otro modo: al principio, todos los riesgos globales compartían varias características. Todos revelaban en las experiencias cotidianas la interdependencia global. Todos son, en un sentido especial, globales, esto es: no se basan en accidentes espacial, temporal y socialmente delimitados, sino en catástrofes que carecen de límites en cualquiera de estas dimensiones. Y todos son efectos colaterales de los éxitos de la modernización, que, a su vez, ponen retrospectivamente en cuestión las instituciones de modernización existentes. En el caso del riesgo para la libertad, lo que se pone en tela de juicio son las posibilidades de control de los propios Estados nacionales democráticos; en los demás casos, los cálculos de probabilidad, la protección de las compañías de seguros, etcétera.
También tenemos que vérnoslas con una inflación de las catástrofes que se ciernen sobre nosotros, en la que cada nueva catástrofe amenaza con degradar a la siguiente: el riesgo financiero eclipsa el riesgo climático. El riesgo del terrorismo eclipsa los riesgos digitales para la libertad. Esto último es, por lo demás, uno de los obstáculos centrales que impiden reconocer públicamente y convertir en objeto de acción pública ese riesgo para la libertad.
Es verdad que ese reconocimiento se está produciendo ahora, pero aún es muy frágil. Si se busca un actor poderoso que tenga auténtico interés en que se tome conciencia pública de ese riesgo y, por consiguiente, mueva a adoptar acciones políticas, lo primero que nos viene a la cabeza es el Estado democrático. Pero eso sería poner el lobo a guardar las ovejas. Es precisamente el Estado, en cooperación con las grandes corporaciones digitales, el que ha levantado ese poder hegemónico para optimizar su interés esencial, que es la seguridad nacional e internacional. Pero esto podría suponer un paso histórico que nos apartara del pluralismo de los Estados nacionales en dirección a un Estado digital mundial libre de cualquier control.
El segundo actor que podría movilizarse es el propio ciudadano. Al fin y al cabo, los usuarios de los nuevos medios de comunicación digital se han convertido en una especie de cyborgs. Utilizan esos medios como órganos sensoriales, forman parte de su forma de actuar en el mundo. La generación de Facebook vive en esos medios y sacrifica al hacerlo gran parte de su libertad individual y de su esfera privada.
¿Qué instancias de control quedarían? En Alemania, por ejemplo, la Constitución. Su artículo 10 consagra la inviolabilidad del correo y las telecomunicaciones en una frase que se lee como si procediera de un mundo perdido. En Europa tenemos órganos de control ejemplares, toda una serie de instituciones que intentan imponer los derechos fundamentales contra estos poderes superiores, entre las que se cuentan el Tribunal Europeo de Justicia, las agencias de protección de los datos personales o los Parlamentos. Pero todas estas instituciones, y esa es la paradoja, fracasan precisamente cuando funcionan. Porque los medios que tienen a su disposición están limitados a los Estados nacionales, mientras que aquí nos enfrentamos a procesos globales. Lo mismo puede aplicarse a los demás riesgos globales; las respuestas nacionales y los instrumentos institucionales de los que disponemos no son acordes a los riesgos de la sociedad del riesgo mundial.
Suena muy pesimista. Pese a ello, hay que ir un paso más allá y plantearse si nosotros, como científicos sociales, hombres corrientes y usuarios de estos instrumentos de información digital, ya nos hemos dotado de conceptos adecuados para describir cuán profunda y fundamentalmente se han transformado la sociedad y la política. Creo que carecemos aún de categorías, mapas y brújula para este Nuevo Mundo.
Pongamos un ejemplo, para ilustrar el riesgo que amenaza a la libertad. Hablamos sin cesar de que está surgiendo un nuevo imperio digital. Pero ninguno de los imperios históricos que conocemos tiene los rasgos que caracterizan al actual imperio digital. Este imperio se basa en señas de identidad de la modernidad que no hemos pensado a fondo. No se basa en el poder militar, ni posee la capacidad para una integración político-cultural a distancia. Pero sí dispone de posibilidades de control de una amplitud y profundidad capaz de evidenciar todas las preferencias y debilidades individuales: todos nos volvemos de cristal, transparentes. Y a esto se añade además una ambivalencia esencial: disponemos de inmensas posibilidades de control, pero al mismo tiempo estos controles digitales son de una vulnerabilidad inimaginable. Ningún poder militar ni revolución amenazan al imperio del control, sino un único y valeroso individuo: Snowden, un treintañero experto en seguridad, es capaz de hacer que se tambalee, y además lo logra volviendo al propio sistema de información contra sí mismo. Es decir, en este sistema aparentemente hiperperfecto de control, existe una posibilidad de resistencia del individuo que jamás hubo en ningún otro imperio. El ciudadano corriente dispone, en contraste con Snowden, de un conocimiento mucho más limitado de la estructura y el poder de ese supuesto imperio. Pero eso no se aplica a la generación joven, que como un Cristóbal Colón irrumpe en ese Nuevo Mundo y hace de las redes sociales una prolongación de su propio cuerpo comunicativo.
Y aquí se evidencia una consecuencia esencial. El riesgo de una vulneración de los derechos a la libertad se valora de forma diferente a la vulneración de derechos relativos a la salud, como la que se deriva del cambio climático. La vulneración de la libertad no duele, no se nota, no se experimenta como una enfermedad, una inundación o una carencia de oportunidades laborales. La libertad muere sin que las personas sean heridas físicamente. En todos los sistemas políticos, la promesa de seguridad constituye el verdadero meollo del poder del Estado y de la legitimación del Estado, mientras que la libertad siempre es o parece ser un valor de segundo rango.
¿Qué se puede hacer? Yo propongo que formulemos algo así como un humanismo digital. Debemos convertir el derecho fundamental a la protección de los datos y a la libertad digital en un derecho humano global e intentar hacer valer este derecho al igual que el resto de los derechos humanos, en contra de las resistencias. De lo que se carece es de una instancia internacional capaz de imponer estas reivindicaciones. En ese aspecto, el riesgo para la libertad no se distingue del riesgo que supone el cambio climático. No hay ningún actor en el plano internacional capaz de afrontarlos. Pero la inquietud es internacional; el riesgo global tiene una capacidad de movilización enorme. Se trataría de aunar y encauzar políticamente esa inquietud que en grados diversos corre a través de los movimientos sociales y partidos políticos de distintos países. Precisamos una invención transnacional de la política y la democracia que posibilite revivir y hacer valer los derechos democráticos fundamentales en contra del dominio de esos monopolios del control completamente emancipados.
Ulrich Beck es profesor en la London School of Economics y en la Universidad de Harvard.
Traducción de Jesús Alborés Rey.