Artículo de Rafael Argullol en El País, 01/09/2013.
Abuna di Bishemaya: así suena el inicio del Padre Nuestro en arameo, el supuesto idioma de Jesús. Puede escucharse, cantado por voces bellísimas, en Malula, una pequeña población de 5.000 habitantes, situada a unos 50 kilómetros al norte de Damasco. Malula, al borde de un estrecho desfiladero en un paisaje que insinúa el desierto sirio, es uno de los pocos lugares del mundo en los que se conserva, como lengua viva, el arameo. Sus habitantes, la mayoría cristianos pero también musulmanes, se muestran orgullosos de esta circunstancia y del prestigio de su pueblo en la historia religiosa: allí se conserva el sepulcro de la santa Tecla, mártir de los primeros tiempos, y se dice que el mismísimo san Pablo pasó por allí, no sé si camino de Damasco. El guía que me lo contó, y me enseñó la magnífica iglesia ortodoxa de San Jorge, no lo sabía con exactitud, pero no por eso estaba menos orgulloso de la historia. Era musulmán y se mostraba muy satisfecho por el hecho de que la Navidad y el Viernes Santo, las fechas más señaladas del cristianismo, fueran fiestas nacionales en su país. Lo veía como una muestra de la tolerancia religiosa del pueblo sirio.
En otro viaje por Siria, y por boca de otro guía, se me quiso comunicar la misma sensación, aunque con los protagonistas invertidos. El guía era cristiano y la visita, al mausoleo de un santo musulmán: el gran místico, nacido en Murcia el año 1165, Ibn Arabi. Recuerdo perfectamente la gélida mañana invernal con la nieve cubriendo las callejuelas empinadas que llevaban al mausoleo. El guía me describió el periplo vital y la experiencia espiritual de Ibn Arabi, resaltando en cada momento la confluencia entre componentes religiosos de diversa procedencia. No era un guía oficial, de esos que a menudo llevan el discurso bien aprendido, sino un hombre apasionado, intelectualmente libre, que admiraba la obra creada por Ibn Arabi y era capaz de integrarla a la perfección en la historia de la cultura. También, como el guía de Malula, estaba contento por el grado de tolerancia de sus compatriotas.
Estos días, en los que Siria ocupa el centro de la crónica negra mundial, lo primero que me viene a la cabeza cuando pienso en mis viajes por ese país es la cantidad de hombres apasionados por la cultura recibida. Ahora, al volver la vista atrás, tengo la impresión de que siempre había a mi lado un interlocutor idóneo para explicarme lo que yo no sabía, pero deseaba saber. Un taxista de Alepo, por ejemplo, parecía exquisitamente preparado para hacer el relato sobre la misteriosa evacuación de las ciudades bizantinas al norte de Siria. Cuando le pregunté a un gran traductor del español, ismailita de religión, sobre los hashashin, la secta seguidora del Viejo de la Montaña, también ismailita, que tanto gustaba a Rimbaud —por ser consumidora de hachís y haber dado origen a la palabra asesino—, en lugar de incomodarse, por citarle a unos correligionarios violentos, me lo contó todo acerca de la fortaleza de Alamud y otras fortalezas inexpugnables para los cruzados. Incluso, en el máximo refinamiento de las creencias, me topé con un seguidor del zoroastrismo, religión que yo creía extinguida y que, según mi interlocutor, tenía todavía un puñado de adeptos. Eran unos pocos miles, los suficientes, sin embargo, para dar testimonio de un movimiento espiritual cuyas raíces se remontaban a 25 siglos atrás.
Quizá la quintaesencia de esos interlocutores exquisitos fue un profesor de historia de la Universidad de Damasco, con el que coincidí en un coloquio celebrado en el Museo Nacional y que me acompañó en una visita a sus riquísimas colecciones. A través de sus explicaciones me sumergí en 5.000 años de civilización, hasta el anclaje mesopotámico. No era difícil llegar a la conclusión de que allí, en las piedras milenarias, se encontraba dibujado el origen y el destino de la entera humanidad, a través de sus múltiples creaciones y destrucciones, de su afán de violencia y de belleza. He pensado en él a menudo, en esos días aciagos, porque, si los acontecimientos se precipitan definitivamente, nada va a impedir que el Museo Nacional de Damasco corra, en el inmediato futuro, la misma suerte que su homólogo en Bagdad, devastado y expoliado durante la invasión americana, y cuyas piezas robadas pueden encontrarse fácilmente, al parecer, en los circuitos de los traficantes de antigüedades.
No he visto que nada de todo eso se considere medianamente importante al considerar la situación en Siria, un país que es un volcán político y militar, pero también una filigrana espiritual cuya alteración puede tener terribles consecuencias. En todo este periodo de sangrienta guerra civil la información sobre aquel país ha sido, por lo general, desoladoramente superficial y maniquea. Nadie, por lo visto, se atreve a introducir el punto de vista de la complejidad que, no obstante, sería el único que nos podría ofrecer una real aproximación a la realidad siria. Aunque no haya dudas sobre el carácter dictatorial, y cruel, del régimen de El Asad, sí deberían tenerse dudas profundas sobre el carácter democrático de los denominados rebeldes, un conglomerado que, según se va descubriendo, reúne fuerzas con las ideas completamente contrarias entre sí. Junto a demócratas convencidos los medios de comunicación llaman rebeldes a los que, de tener el poder, no tardarían en fusilar a los demócratas convencidos. Y lo peor es que, al fondo, se tambalea aquel paisaje de tolerancia espiritual que era, y es, el orgullo de tantos sirios. El Asad debería caer, o ser derribado, sí, pero, de imponerse el fundamentalismo de algunas de las facciones en lucha, ¿podemos pensar qué pasará con los cristianos de Malula, con los ismailitas, con los zoroástricos, con los drusos, o, sencillamente con los chíes y suníes? El problema de las intervenciones armadas desde el exterior es que, como se comprobó en Afganistán e Irak, lo complejo es observado como simple, al menos ante la opinión pública, ya de por sí educada, por los medios de comunicación, en la simplicidad. El cirujano se presenta como salvador y, junto al tumor, arrasa todo el organismo.
Cada guerra se justifica con nuevos vocablos. En la terminología de los partidarios de la intervención en Siria el vocablo de moda es responsable: una intervención “justa, legal y responsable”. Es una cuestión de palabras. Para saber si es justa deberíamos calibrar cuál es el tribunal que dictamina la justicia, y la legalidad internacional, de momento, reside en Naciones Unidas, una institución obsoleta, es cierto, pero la única que obstaculiza algo la imposición de la ley del más fuerte. La intervención “humanitaria”, aireada en guerras anteriores, ha sido sustituida por intervención “responsable”. Sin embargo, también aquí se hace difícil saber cuál es el demiurgo que otorga la responsabilidad para que un país intervenga en otro. Acabar con la dictadura de El Asad parece muy atractivo, pero ¿y lo otro?
Paradójicamente, en la era de la información absoluta, la opacidad también es absoluta. Debo confesar que, en los últimos dos años, he seguido con mucha atención las noticias procedentes de Siria sin lograr formarme una idea medianamente coherente de lo que ocurre. De manera creciente he tenido la penosa impresión de que, como sucede en todos los asuntos, la información libre está muy mermada, supeditada casi a una propaganda que impide entrar en matices. Cuando, precisamente, es el matiz el que nos introduce en la diversidad de mundos que se oculta tras una noticia. Nunca ha habido tanta libertad para informar y nunca ha habido tan poca transparencia, pese a los esfuerzos de muchos que escriben en canales alternativos.
Me disgusta no poder tener una idea nítida de lo que actualmente acontece en Siria. De modo que sigo confiando en las sensaciones que me transmitieron, durante los viajes, mis interlocutores sirios, hombres apasionados con la cultura y orgullosos con la tolerancia. Esperemos, por ellos y por nosotros, que, en medio del torbellino destructor, que ya se ha cobrado 100.000 vidas, el patrimonio del espíritu no se convierta en mero botín de guerra.
Rafael Argullol es escritor.