Artículo de Miguel García-Baró y Olga Belmonte García en El Mundo, 08/10/2013.
«Para oponer a lo absurdo y su violencia una libertad interior, hay que haber recibido una educación» (Emmanuel Levinas).
Hace un par de años, en la civilizada sociedad chilena, el último gran terremoto dio paso inmediatamente a una ola de saqueos; hace 15 días, las tormentas que asolaban México desencadenaron un fenómeno de la misma clase; hace poco tiempo, con ocasión de otra catástrofe en la India, en Italia, en Rusia, en Nigeria… Miremos a donde miremos, y aunque siempre se puedan recordar también excepciones notabilísimas, este mundo, en el que los niveles de alfabetización, escolarización y capacitación profesional son mucho más altos que en cualquier otra época histórica, sigue mostrándonos que, en cuanto se levanta el imperio público de las leyes, la humanidad prescinde, en general, de los comportamientos morales, salta por encima de los valores convencionales y prueba clamorosamente que el esfuerzo por la auténtica cultura está, después de tantos siglos, apenas en mantillas. Hay un fondo de barbarie siempre buscando el anillo que vuelve invisible, como en el viejo cuento que relata Heródoto, para poder gozar sin problemas de lo que no es lícito habitualmente. ¿Cómo no vamos a sentirnos preocupados y desafiados por esta constatación tan triste todos los que trabajamos en la enseñanza? ¿Es que también para nosotros los contenidos de lo que tratamos de trasmitir son sólo adornos superficiales de la barbarie y, a lo más, técnicas de supervivencia de muy varios estilos?
Y cuando no podemos dejarnos de hacer estas preguntas que cuestionan el fondo mismo de aquello que hemos convertido en parte esencial de nuestra vida, llega el momento de que se abra en España el debate parlamentario de una ley educativa. Nos es imposible asumir de forma callada y resignada que la Filosofía vaya a desaparecer casi por completo de la formación de los jóvenes españoles. No podemos continuar nuestra labor de todos los días sin escribir esta necrológica indignada. ¿Es que no se es consciente de hasta qué punto es peligroso «saber hacer», sin tener ni la menor idea de por qué o para quién hacemos lo que hacemos?
La adquisición de competencias profesionales, el crecimiento económico y la competitividad son importantes, sin duda, pero para la agenda política, y no tanto para un sistema educativo. Ésas no pueden ser las metas, las únicas metas, de la segunda enseñanza. La educación en primaria y secundaria debe formar personas, no profesionales. La sociedad será más justa y solidaria en la medida en que nuestros alumnos aprendan a ponerse en el lugar del otro y a construir algo en común. Más importante que la capacidad de competir, es la capacidad de reconocer la dignidad del compañero. A la vez que se adquieren las habilidades de una profesión, es imprescindible reflexionar sobre el lugar que esa profesión ocupa en el conjunto de la existencia de una persona, y también es imprescindible hacerse alguna idea no mala de la importancia de nuestro trabajo vocacional dentro de la estructura de la sociedad. Por cierto, éste es exactamente el problema que se discute de manera ingeniosísima, paradójica, dando de veras que pensar, en el más antiguo texto completo que conservamos de la filosofía clásica griega: el breve diálogo platónico que llamamos Hipias menor. (¿No será que la filosofía no es tan inútil, después de todo?).
En la LOMCE se da por supuesto que el alumno es capaz de reconocer sus propias metas y que la enseñanza básica le ayudará a alcanzarlas. Pero en estos niveles de enseñanza, el alumno no se dispone a cumplir con éxito sus objetivos, sino a buscarlos y a reconocerlos como propios. Hay que formar personas que sean capaces de proponerse metas en la vida y reconocer su vocación a medida que avanzan en su proceso educativo.
Resulta paradójico que la Ley recurra a la Constitución para justificarse a sí misma con estas palabras: el objeto de la educación es «el pleno desarrollo de la personalidad humana en el respeto a los principios democráticos de convivencia y a los derechos y libertades fundamentales». ¡Para poder respetar tales principios hay que conocerlos antes!
Sin esta formación, que ya es filosófica, los alumnos no tendrán una visión plena de lo que son los principios democráticos; no sabrán qué son realmente los derechos humanos (más allá del significado de las palabras que los enuncian), ni comprenderán en qué consiste ser libre (o dejar de serlo) en una sociedad democrática. Porque las palabras derecho, libertad, democracia, respeto o convivencia formen parte de nuestro vocabulario, no tenemos asegurada en absoluto la plena comprensión de lo que realmente significan y de lo que supone vivir de acuerdo con ellas.
Estamos muy equivocados si pensamos que la educación puede ser una bandera política. La división ideológica del país no se superará hasta que no logremos diseñar un sistema educativo capaz de unir, y no de separar. Se comete un grave error cuando se utiliza la formación filosófica como herramienta política. La filosofía no es de derechas ni de izquierdas, sino que es la base para que una persona pueda libremente optar por una concepción de la realidad u otra, por una ideología u otra. Pensar, reflexionar, comprender la realidad que vivimos es algo necesario, con independencia de cuál sea después nuestra opción política, y también con independencia de cuál sea nuestra particular vocación profesional.
Es cierto que a lo largo de los años no se han hecho bien las cosas, pues nosotros mismos, como profesores, hemos caído en la tentación de politizar nuestras enseñanzas, pero la filosofía proporciona también la medicina para evitarlo. El hecho de que haya malos médicos no hace que consideremos que la medicina no tiene sentido y deba desaparecer. Quizá no hayamos sido los mejores maestros, pero eso no significa que deba desaparecer la Filosofía. Tenemos la tarea de situar la filosofía en el lugar que le corresponde, por encima de nuestras propias mediocridades. Enseñemos a pensar a los alumnos, sin decirles qué es lo que tienen que pensar; ayudémosles a plantearse las preguntas a las que necesitan enfrentarse, sin imponerles las respuestas, sino ayudándolos a buscarlas.
Nuestra intención no es demonizar la tecnología, despreciar el plurilingüismo o la profesionalización en sí mismos. Tratamos de mostrar la necesidad de humanizarlos: por sí solos pueden contribuir al bien de la humanidad, pero también a su envilecimiento. Es fundamental que nuestro sistema educativo esté pensado desde su raíz para poner la técnica al servicio de lo humano. Para ello los alumnos deberán tener espacios en los que aprender a ser autónomos en su relación con las nuevas tecnologías y el mundo en el que viven. La formación filosófica es esencial en este camino hacia la autonomía personal.
Nuestros alumnos se encuentran cada día, en cada gesto, con las nuevas tecnologías; pero no se encuentran con las preguntas que pueden dar un vuelco a sus vidas, no se encuentran en la calle los diálogos que pueden abrirles nuevas perspectivas.
Para descubrir el ámbito de lo enigmático (más allá de las respuestas de la ciencia y las facilidades de la técnica), hay que aprender filosofía como contenido y como método de reflexión, y no reducir la filosofía a un elemento transversal de la enseñanza. Es necesario que la filosofía tenga vida en el aula, en las enseñanzas de los profesores y en el diálogo con los compañeros. Y aprender a pensar pasa por conocer cómo han pensado los que nos preceden. De la misma forma que la química o la física no se asimilan si se reducen a temas transversales, los contenidos de la filosofía no pueden aprenderse si no se tiene una materia destinada a impartirlos. Pero con esta nueva Ley no podremos enseñar más filosofía en las aulas de secundaria.
«Todas las ideologías y sus triunfos temporales acaban con su época. Sólo la idea de la libertad espiritual, idea de todas las ideas, que por ello no se rinde ante ninguna otra, resurge eternamente, porque es eterna como el espíritu. Si exteriormente y durante un tiempo se le quita la palabra, se refugia en lo más profundo de las conciencias, inalcanzable para cualquier opresión. Por eso es inútil que los gobernantes crean que han vencido al espíritu libre por haberle sellado los labios, pues con cada hombre nace una nueva conciencia y siempre habrá alguien que recordará la obligación espiritual de retomar la vieja lucha por los inalienables derechos del humanismo y de la tolerancia» (Stefan Zweig).
Miguel García-Baró y Olga Belmonte García son profesores en la Universidad Pontificia Comillas.
Excelente Miguel y Olga.
Creo obligado puntualizar, no obstante, que cuando critican «la formación filosófica como herramienta política» o ideológica, debe ser obvio que refieren a la política institucional de partidos e intereses sectoriales -es decir a la politiquería por desgracia dominante-, y no a la gestión colectiva de la vida social con vistas a la emancipación y el bien común -que es lo propio de la política o lo político bien entendido.
Pues es claro que «plantear preguntas sin imponer respuestas», «poner la técnica al servicio de lo humano» o postular como fin educativo la «autonomía personal» es todo un programa de paideia política cuya ideología sostiene la insoslayable dignidad de todo ser humano, y al que siempre se han opuesto -y por desgracia impuesto- los contrarios intereses particulares de cada época y lugar.
El momento actual, desde luego, no es una excepción de este inevitable conflicto, donde como señala Zweig, nunca está dicha la última palabra.
Como profesora de Filosofia de Enseñanza Secundaria de la Enseñanza Publica que soy os felicito por este articulo, el cual suscribo en toda su extension y profundidad. GRACIAS por representar con vuestras palabras el sentir de muchos profesionales que, como vosotros, no se resignan sin mas, a ver desaparecer la reflexion filosofica de las aulas por una ley que ignora lo mas importante y humano que tenemos: la formacion espiritual en libertad y dialogo conjuntamente.
¡Bellísimo artículo…! Digo «bellísimo» porque expresa lo emocional que suponen los principios básicos o Valores cuando son integrados por las personas. Se trata de la esencia de lo humano en cuanto son los mismos «valores» que permiten y hacen posible la empatía y la convivencia…Es el unico camino, la verdad…
Estoy doblemente emocionada: por un lado, por las ideas mismas del artículo y por otro, por ser el coautor Miguel García Baró mi admirado, respetado e inolvidable profesor en mis años de estudiante en la Facultad de Filosofía de la UCM (años 90′).
Enhorabuena por el artículo a los dos