Artículo de Augusto Klappenbach en Público, 23/10/2013.
El gobierno de centro izquierda de los Países Bajos, hablando por boca de su rey, y seguramente con la anuencia de sus socios europeos, ha declarado solemnemente lo que ya todos sospechábamos: el fin del Estado de bienestar. Sus palabras fueron: “El Estado de bienestar del siglo XX se ha terminado. En su lugar surge una ´sociedad participativa´ en la que las personas deben asumir la responsabilidad sobre su propio futuro y crear sus propias redes de seguridad social y financiera. Particularmente en la seguridad social y en los que necesiten cuidados de larga duración. La gente quiere hacer sus propias elecciones, organizar sus propias vidas y cuidar unos de otros”. Traducido (y no precisamente del holandés): “La gestión de la seguridad social, la sanidad, la educación, las pensiones y la atención a la discapacidad debe confiarse a empresas privadas; que cada uno de los ciudadanos pague por los servicios que necesita.”
Lo curioso de la declaración radica en el lenguaje utilizado: a la privatización de los servicios sociales se la llama “sociedad participativa”. Es decir, que la participación de los ciudadanos en la vida pública no consiste en que cada uno aporte en proporción a sus ingresos para atender las necesidades de la sociedad en la que vive sino en que cada uno pague lo suyo. Sin duda, se pueden discutir las ventajas e inconvenientes de cada uno de los dos modelos. Pero, si de participación se trata, parece que el primer modelo, el del llamado “estado de bienestar”, es más “participativo” que aquel en el cual cada ciudadano debe buscarse la vida por su cuenta. Y sorprende también su afirmación de que “la gente quiere hacer sus propias elecciones”: en primer lugar porque se supone que siempre lo han hecho en un país democrático, pero además porque el cambio de modelo que anuncian no ha sido consultado con la gente sino que ha sido impuesto por poderes que nada tienen que ver con la democracia.
Creo que la Filosofía tiene algo que decir (no todo, por supuesto) sobre este tema, ya que estas declaraciones presuponen una determinada manera de entender la libertad. El lenguaje que utiliza el rey sugiere que la libertad del ciudadano es un asunto privado: la libertad se entiende como una posesión de cada persona, es decir, como una cualidad del sujeto individual. De ahí la famosa frase: “mi libertad termina donde empieza la libertad de los demás”. Es decir, que cuanto menor sea la libertad de los demás, más podrá extenderse la mía. Se trata de la concepción clásica del neoliberalismo cuyo supuesto ideológico consiste en la competitividad entre las libertades, que tiene su expresión más clara en el llamado “darwinismo social”: la estructura de la sociedad debe copiar el proceso natural de la evolución con su ley de supervivencia de los más aptos.
Otra concepción posible consiste en considerar la libertad como una cualidad de la sociedad misma. Desde este punto de vista, será libre la sociedad que permita la autonomía de sus miembros, de modo que se eviten las relaciones de dominación entre ellos. El Estado tiene como misión principal asegurar que cada ciudadano pueda ejercer sus derechos sin que otros ciudadanos (o el mismo Estado) los limiten aprovechando sus medios económicos o su poder político. Por ejemplo, el derecho a la sanidad, la educación, la asistencia social, la libre expresión de sus ideas. No se trata, por supuesto, de que el Estado pretenda organizar las elecciones de los ciudadanos sobre su propia vida, como parece sugerir la frase del rey, sino de que ellos confíen libremente al Estado –como representante de la sociedad- la misión de asegurar a todos la posibilidad de ejercer sus derechos. El llamado “Estado de bienestar”, pese a sus limitaciones y carencias, implica una concepción de la libertad de este segundo tipo, basada en la sociedad misma y no en el individuo abstracto, entendiendo que la gestión pública asegura mejor que la privada la igualdad de derechos para todos.
Puede entenderse la discusión entre las ventajas de una organización de la sociedad basada en principios neoliberales o socialistas, pero resulta incomprensible la afirmación de que la libertad del ciudadano se asegura mejor cuando elige el modelo de que “cada uno pague lo suyo” que cuando confía libremente al Estado la gestión de los servicios sociales básicos financiados según la renta de cada ciudadano. Y sobre todo, lo que resulta intolerable de este mensaje real es la suposición gratuita de que los ciudadanos prefieren la forma individualista de sociedad. ¿En qué consulta pública se basa esta afirmación, sobre todo en un país que ha estado entre los que desarrollaron históricamente el Estado de bienestar? ¿Con qué derecho se afirma que la privatización que se postula permite al ciudadano “hacer sus propias elecciones, organizar sus propias vidas y cuidar unos de otros” mejor que cuando tales tareas se confiaban mayoritariamente a la gestión pública? ¿Será el holandés más libre confiando a empresas privadas “la seguridad social y los cuidados de larga duración”?
Hace tiempo que se viene denunciando la incompatibilidad entre la democracia y el capitalismo actual. El fin del estado de bienestar es la muestra más clara de un cambio de modelo impuesto a la sociedad sin que haya mediado ninguna consulta a los ciudadanos. Lo único que hay que agradecer al rey de Holanda es haberlo dicho claramente.
Augusto Klappenbach es escritor y filósofo.