Artículo de Fernando Vallespín en El País, 23/12/2013.
- Hoy comenzamos a tener la sospecha de que mientras retozamos dichosos en el ciberespacio hemos entrado sin saberlo en una nueva jaula de hierro, bien vigilada y sujeta a un escrutinio anónimo.
- Alimentamos con regocijo la Red y otros toman buena nota de las preferencias que cándidamente les damos.
- La gran pregunta es si la liberación que promete Internet puede acabar convertida en su contrario.
Desde la plaza Roja de Moscú, al otro lado del río que atraviesa la ciudad, se podía ver hace años una pequeña central eléctrica de la época de la revolución bolchevique. Sobre ella figuraba un gran letrero que transmitía un mensaje inquietante: “Socialismo es el poder de los sóviets y la electrificación”. La frase era de Lenin y aludía al inextricable vínculo existente entre aquella forma de socialismo y su dependencia del tipo de energía imprescindible para emprender la industrialización. Al final, como todos sabemos, el instrumento que se predicaba para hacer posible el paraíso en la tierra acabó por engullir la promesa de la emancipación marxista.
Desde la perspectiva del ciberoptimismo político, hoy podríamos pensar en una divisa similar: “Democracia es el poder del pueblo y la digitalización”. Al fin habría llegado el momento en el que el ideal del Gobierno del pueblo por el pueblo podría hacerse realidad. Algo parecido a lo que los marxistas —y no solo ellos— creyeron ver en el potencial prometeico de la industrialización, que conseguiría sacar al hombre de su extremada dependencia de la naturaleza y convertirlo por fin en amo y señor de su destino.
Como entonces, el mecanismo imprescindible para encauzar la vida política se hace depender de un instrumento tecnológico, aunque hayamos pasado de estar bajo el signo de Prometeo al de Hermes, el dios de la comunicación. La gran pregunta que se suscita es si esta tecnología asociada a Internet podrá hacer honor a la gran cantidad de expectativas que ha creado o, y esto es lo grave, si su promesa de liberación puede acabar convirtiéndose en su contrario.
Digitalización abarca tanto a la fórmula a través de la cual se almacenan los datos que viajan por Internet como a los procesos de comunicación que se valen de la Red y surfean por ella. Por decirlo en términos pomposos, ya no hay más mundo que el digitalizado. Todo lo demás podrá existir, pero no será más que una sombra sin vínculo con la realidad que importa, aquella enclaustrada en este dominio y accesible a través de complejos algoritmos. El derridiano il n’y a pas hors de texte (“no hay fuera de texto”, el lenguaje es nuestro único acceso al mundo) se ha convertido en un il n’y a pas hors de l’algoritme.
Acceder a la mareante cantidad de información con la cual alimentamos a este monstruo, que ya abarca a casi todo el conocimiento humano y a todas las comunicaciones de todos con todos, solo es posible gozando de asombrosas máquinas de búsqueda programadas con algoritmos destinados a filtrar lo que en cada momento nos interesa. Internet no es un medio cualquiera, ha devenido en el medio sin el cual ya no podemos entender la sociabilidad ni la disponibilidad del conocimiento, del mismo modo que no podemos imaginar que no se haga la luz cuando apretamos el interruptor.
Como en tantas otras cosas, la política democrática se resiste a seguir la senda que le abren estas nuevas tecnologías, al menos en lo relativo al fomento de la participación política. Pero a nadie se le escapan las muchas consecuencias que el digital turn está teniendo para el devenir de la política normal. Todo el espacio público se está reconstruyendo a través de las redes sociales y de una multitud de webs que empujan en la línea de permitir aproximarnos a una transparencia total y de facilitar una presencia inmediata en dicho espacio de sectores de la ciudadanía cada vez más amplios. Las zonas de estrés que esto está generando para los mecanismos de interlocución política saltan a la vista. Los partidos y sindicatos están dejando de ser los canales privilegiados de mediación entre sociedad y política, pero también los propios medios de comunicación tradicionales, cada vez más atentos a los estados de ánimo que asoman en las redes. El Gobierno representativo tampoco consigue escaparse a esta dinámica. Por lo pronto, y esto parece una obviedad, la propia naturaleza de la comunicación inmediata hace que pierda fuerza el elemento “delegativo” que subyace al concepto de representación. Recordemos que “representar” significa “hacer presente algo o a alguien que está ausente”. Todas las dimensiones de la representación —estar, actuar o hablar en lugar de alguien— presuponen una “ausencia”, la del demos que después de haber “autorizado” mediante las elecciones a sus representantes se retira ya de la primera línea de acción política. Esto es lo que ya no ocurre y lo que comienza a subvertirlo todo.
Hoy hemos accedido a una “democracia de enjambre” (Byung-Chul Han), una “sumatoria privada de muchedumbres” reactivas, que se mueven a base de flujos de halago o descalificación (shitstorms) y que, como un seísmo, sacuden el espacio público llenándolo de ruido e impiden, la mayoría de las veces, una reflexión serena. Nos podrá gustar o no, pero está ahí para quedarse y comienza a reivindicar una nueva política todavía apenas visible. ¿Cuáles serán sus consecuencias; cómo puede afectar la nueva realidad virtual al despliegue de la democracia; facilitará el ejercicio de las virtudes cívicas o las subvertirá? Todo son preguntas.
Ya estamos al corriente, gracias al bendito Snowden, de que algunos Gobiernos sí saben qué hacer con el espacio digitalizado y empiezan a valerse de la “minería de datos” para ejercer una vigilancia sistemática de nuestras comunicaciones, aunque ignoremos por y para qué exactamente. Y eso es lo inquietante. Como también, que el futuro del conocimiento humano —y, por tanto, el control de nuestro destino— estará en manos de quienes tengan la capacidad de diseñar los nuevos algoritmos y financiar las sofisticadas máquinas de búsqueda. Ha surgido así una nueva brecha digital con consecuencias que todavía son impredecibles. Mientras los ciudadanos de a pie nos entretenemos con regocijo en alimentar los data commons, las interacciones constructivas a través de la Red —como Wikipedia, por ejemplo—, otros toman buena nota de las preferencias que cándida e inconscientemente les entregamos cada vez que encendemos el ordenador. Ya sea para hacer negocios o para anticipar comportamientos o movimientos “no deseados”. Frente a este problema, el del derrumbe de la eficacia del copyright casi hasta parece un mal menor.
Internet nos ofrece la posibilidad de invertir el panóptico foucaultiano, de ser nosotros quienes observamos y controlamos al poder, y no a la inversa. Esta es la premisa que hasta hace bien poco dábamos por supuesta. Hoy comenzamos a tener la sospecha de que mientras retozamos dichosos en el ciberespacio hemos entrado sin saberlo en una nueva jaula de hierro, bien vigilada y sujeta a un escrutinio anónimo. Todavía no conocemos con exactitud la dimensión exacta de esta amenaza o quién se va a ver beneficiado por ella, y mucho menos sus consecuencias a largo plazo.
Por eso conviene que abandonemos la situación de encantamiento y embeleso en que nos ha sumido la digitalización y tomemos conciencia de sus ambivalencias. Que, como bien dijeran Adorno y Horkheimer en su día respecto de la Ilustración, todo avance en el proceso de racionalización del mundo tiene también sus costes, genera su propia antítesis. Si reaccionamos rápido puede que aún estemos a tiempo de evitar que este espacio de libertad se convierta en una nueva forma de dominación. En la peor de todas, además, porque es silenciosa, encubierta y, por tanto, imbatible. Un nuevo Mundo feliz con soma digitalizado.
Fernando Vallespín es catedrático de Ciencia Política en la Universidad Autónoma de Madrid.