Artículo de José Álvarez Junco en El País, 22/12/2013.
- Una guerra dinástica, típica del Antiguo Régimen, no se puede explicar como un conflicto nacional entre España y Cataluña. Tampoco la unión de reinos bajo los Reyes Católicos fue el nacimiento de una nación.
- Emperadores, papas, reyes, cada cual tenía su historiador a sueldo en la Edad Media y el Barroco.
- Los historiadores no deberíamos prestarnos a avalar las propuestas de un grupo de poder.
Puede que alguien que no haya dedicado mucho tiempo a pensar sobre estas cosas crea que la Historia es un saber más o menos científico u objetivo sobre el pasado, algo así como la Medicina lo es sobre las enfermedades o la Química sobre las propiedades y combinaciones de los elementos naturales. A poco que haya reparado en la diversidad de opiniones entre los historiadores, sabrá sin embargo que hay diferentes versiones y supondrá que existen, en algunos casos, manipulaciones intencionadas.
Existe, por supuesto, la historia, con minúscula, entendiendo por este término la sucesión de acontecimientos humanos ocurridos en el pasado. Pero esa misma palabra con la que designamos a los hechos pretéritos se usa también —normalmente con mayúscula— para referirse a la construcción intelectual escrita sobre esos hechos. Es la Historia académica, una actividad que algunos de sus practicantes defienden como científica. No lo es, desde luego, en el mismo sentido en que puedan serlo las ciencias duras, en primer lugar porque el número de variables que entran en cada fenómeno es poco menos que infinito; es decir, que las “causas” de los hechos históricos no son únicas, ni en general claras. A estos asuntos se les puede aplicar aquello que dijo Oscar Wilde sobre la verdad: que raras veces es simple y nunca es pura.
Tampoco es la Historia un conocimiento aséptico u objetivo porque los datos que nos llegan sobre el pasado (documentos, ante todo) son parciales, muchas veces escasos y, sobre todo, subjetivos, emitidos por alguien que estaba implicado en la situación que describía. Una distorsión a la que se añade la que introducimos nosotros mismos, quienes recogemos e interpretamos esos datos, que también somos parciales y subjetivos, ya que anotamos unos hechos y descartamos otros según que nuestra visión del mundo los considere o no significativos. Dentro de estas limitaciones, sin embargo, la Historia aspira a un status de ciencia social, un tipo de conocimiento que no admite la arbitrariedad, el ocultamiento o el falseamiento de fuentes. Y esto es lo malo: que muy buena parte de la Historia que se escribe cae en este tipo de deformación porque tiene una finalidad política: es decir, que se usa como argumento al servicio de una causa; normalmente, a justificar la existencia de la organización política en la que habitamos (o la de otra organización alternativa que pretendemos crear).
La Historia justifica realidades actuales porque el mero hecho de que hayan existido desde hace mucho tiempo induce a suponer su carácter “natural”. De ahí que siempre haya habido cronistas e historiadores pagados por los poderes públicos para narrar los orígenes de esos mismos poderes, lo que les llevaba a inventarse antecedentes e incluso a falsificar documentos para avalar la autenticidad de sus tesis. Hubo momentos, sobre todo en la Edad Media y durante el barroco, en que este tipo de invenciones fueron una práctica habitual. Emperadores, papas, reyes, nobles, órdenes religiosas, obispados, universidades o Ayuntamientos, cada cual tenía a su historiador a sueldo. A veces tipos muy cultos, grandes eruditos y lingüistas, capaces de fabricar textos muy sofisticados en las más diversas lenguas muertas.
Con las revoluciones liberales, a los grandes guerreros y las dinastías sucedió un nuevo sujeto político, el conjunto de los ciudadanos, un colectivo que reclamaba la soberanía frente al monarca absoluto. En la revolución inglesa del XVII fue llamado the Country, the People, the Commonwealth. En la francesa del XVIII pasó a llamarse la nation. Como nueva portadora de la soberanía, la nación adquiriría una enorme fuerza. Y la Historia fue reformulada para hacer de ella su protagonista. La nación resultó ser, además, un versátil instrumento político, capaz de legitimar autocracias o de propugnar la democratización del poder, de defender procesos de modernización o el más cerrado tradicionalismo, de unir grandes espacios políticos o exigir la fragmentación del territorio en unidades menores. Tanta era su fuerza que compitió con religiones o clases sociales, las otras dos grandes fuentes de la legitimidad política, y ganó la batalla.
A lo largo de los siglos XIX y XX, en definitiva, la nación ha sido la gran protagonista de la Historia, al servicio de la forma política dominante, el Estado-nación. Frente a esos Estados-nación se han alzado en algunos países élites de minorías culturales que se consideran nación y reclaman su propio Estado. Y de ahí la pugna por el control de la Historia / relato, en especial en el sistema educativo; porque según formemos la mente de los niños, así serán sus exigencias futuras como ciudadanos.
Lo cierto, sin embargo, es que en el siglo XXI la nación no solo no refleja ya de manera adecuada la complejidad de las sociedades en las que vivimos, sino que es, además, un factor distorsionador a la hora de explicar las situaciones del pasado en las que ella no era la identidad colectiva dominante. Además de presentarse como existente desde hace siglos o milenios, la nación se presenta como dotada de “alma”, de voluntad unánime, y poseedora de rasgos culturales homogéneos y estables. Nada más falso. Nuestros antepasados se movilizaron como cristianos o musulmanes, como nobles o villanos, como pertenecientes a tal o cual gremio o ciudad, mucho más que como “españoles” o “catalanes”.
Todo esto tiene, sí, relación con el simposio España contra Cataluña que se acaba de celebrar en Barcelona. En él se ha aprovechado el tercer centenario de una guerra que fue dinástica, típica del Antiguo Régimen, con aspectos de guerra civil interna y otros de contienda internacional, para presentarlo como un conflicto nacional, moderno, entre dos mónadas intemporales, llamadas “España” y “Cataluña”; y en el que, desde luego, a la primera le toca siempre el papel represor y a la segunda el de víctima inocente.
Supongo que es imposible soñar con una situación en la que la Historia no sea manipulada, en la que se deje de pedirnos a los historiadores que avalemos con nuestro relato las propuestas de algún grupo de poder. Pero no deberíamos prestarnos. Las propuestas políticas, por radicales que sean, son legítimas, siempre que no se basen en la coerción sobre los demás. Pero no lo es la deformación del pasado. Si la nación fuera un ser vivo e individual —que no lo es—, podríamos parodiar la situación diciendo que si un día alguien quiere separarse de su pareja, porque ha dejado de quererla o se ha enamorado de otra persona, tiene derecho a ello. Pero que no es necesario —ni legítimo— que añada que a lo largo de todos estos años nunca la quiso y que solo se unió a ella porque le pusieron una pistola en la espalda. Si lo que se quiere es plantear una demanda política, hágase. Pero no nos obliguen a reformular la narración histórica para adecuarla a esa demanda.
Ahora parece que el PP catalán pretende organizar un simposio alternativo, en el que se defienda el amor de España por Cataluña, bajo el paraguas de la RAH. Detrás de él latirá la creencia, rotundamente expresada por Rajoy, de que España es “la nación más vieja de Europa”. Si se refiere a la unión de reinos bajo los Reyes Católicos (aunque quizás pensaba en Viriato o don Pelayo), es un excelente ejemplo de utilización política de la Historia, pues presenta como el nacimiento de una nación moderna lo que no fue sino una unión dinástica y acumulación territorial típica del siglo XV.
Si queremos hacer de la Historia algo que se parezca a una ciencia, no pongamos nuestro trabajo al servicio de un proyecto político. No simplifiquemos el pasado, no lo deformemos, sobre todo, embutiéndolo en los rígidos corsés nacionales, porque el mundo ha estado hasta hace poco entrecruzado por unas redes de lealtades e identidades colectivas que nada tenían que ver con las naciones modernas. No existe hoy un prisma distorsionador que dificulte tanto la comprensión adecuada del pasado como su interpretación en términos nacionales.
José Álvarez Junco es catedrático de Historia en la Universidad Complutense de Madrid. Su último libro es Las historias de España (Pons/Crítica).