Artículo de Manuel Cruz en la edición catalana de El Pais, 09/02/2014.
- El desdén que la ‘ley Wert’ profesa a la filosofía no es por temor a su potencial subversivo, sino por prepotencia.
- ¿Significará algún tipo de catástrofe la prevista degradación de la asignatura de Filosofía al rango, casi residual, de una maría?
Últimamente los ciudadanos catalanes invierten tantas energías en el denominado proceso, que ya ni resuello les queda para atender a ninguna otra cuestión. Así, de la llamada ley Wert solo parece haberse reparado por aquí en el asunto de la lengua y de la confesada voluntad españolizadora del ministro, dejando de lado la concepción que en dicha ley subyace de la función de las instituciones educativas, así como, más en general, la concepción de la sociedad que parece inspirarla. El tratamiento dispensado a la filosofía puede servir bien para ilustrar el contenido de ambas concepciones. No se trata, advirtámoslo, de apuntarse a ninguna concepción conspirativa del mundo y atribuirle al poder una profunda animadversión hacia cuanto huela a filosófico. En el fondo, todo es más lógico: ante lo que estamos es ante un profundo desdén.
El desdén resulta lógico porque parece claro que nuestras autoridades educativas mantienen una concepción de lo educativo extremadamente técnico-instrumental (no les importa otra cosa que no sea la adecuación de los programas de estudio al mercado de trabajo). De hecho, el propio Wert llegó a hacer recientemente unas declaraciones en las que consideraba espurias a la hora de elegir una carrera (y, por tanto, decidir a qué se quiere dedicar alguien en la vida) motivaciones tales como la pasión por una disciplina, la vocación, el deseo de enriquecer la propia tradición o similares. Lo que debía primar, según él, eran lo que denominaba “las necesidades de la sociedad” (esto es, del sistema económico).
Bien mirado, hubiera sido mejor hipótesis (al menos por más consoladora) la de que semejante desdén escondiera alguna suspicacia o temor ante el pensamiento. En tal caso, se estaría reconociendo la capacidad subversiva que puede tener el pensar, su vocación de radicalidad, esto es, de ir a la raíz y no contentarse con lo que hay simplemente porque es lo único que parece haber. Pero mucho me temo que el desdén por la filosofía no es el del temeroso sino, por el contrario, el del presuntuoso que cree disponer del criterio más potente desde el punto de vista del conocimiento (no hay mayor manifestación de su fortaleza que el complejo científico-técnico) y, sobre todo, del más práctico desde el punto de vista de la realidad del mundo actual.
¿Significará algún tipo de catástrofe la prevista degradación de la asignatura de Filosofía al rango, casi residual, de una maría? No mucho mayor que otras catástrofes a las que venimos asistiendo desde hace tiempo. Por lo pronto, hay que decir que aquellos que se vean privados de su conocimiento con absoluta seguridad no experimentarán ninguna sensación de vacío, ni les invadirá una profunda tristeza. Desafortunadamente, la ignorancia nunca es una página en blanco (en tal caso, tendría algo de inocente). El ignorante sustituye el conocimiento del que carece por los tópicos dominantes en cada época: en la nuestra, por ejemplo, los que se han impuesto son los que identifican valor con precio o sociedad con mercado, y ante ellos se pliegan dócil y acríticamente tanto quienes hoy nos mandan como gran parte de los que obedecen.
En cambio, y por paradójico que pueda parecer, la conciencia de la ignorancia (y, por tanto, la avidez por saber) solo se alcanza a través del conocimiento, que nos va proporcionando poco a poco la medida de nuestro oceánico desconocimiento y desemboca de manera inevitable en el socrático “solo sé que no sé nada”.
Mucho me temo que con quienes nos las tendremos que ver cada vez más en el futuro será con esos específicos ignorantes que, como bien los describiera Machado, “desprecian cuanto ignoran”. El escenario de la vida social acabará completamente ocupado por esos nuevos bárbaros, ajenos a cualquier forma de ignorancia culpable (a la que le pesara el no saber) y abandonados por completo a una ignorancia autosuficiente, a una ignorancia resabiada, si se me permite el aparente oxímoron. Los conocemos porque ya están entre nosotros. Son esos individuos incapaces de sospechar de lo que se ve y, por lo mismo, incapaces de indignarse ante el dolor ajeno, al que tienden a considerar un imponderable del orden social existente y al que, como mucho, solo están dispuestos a aplicar el bálsamo de alguna volátil forma de compasión. Frente a esto, la filosofía no nos garantiza que vayamos a ser mejores pero, en todo caso y por definición, nos hace más cautos, recelosos y precavidos. Menos seguros de nosotros mismos, si se prefiere. Valdrá la pena reiterarlo: aprender filosofía es aprender a asombrarse, esto es, a no dar nada por descontado, a cuestionarse lo que la inmensa mayoría tiende a considerar obvio, a enfrentarse, en definitiva, a ese abrasivo “ya se sabe” con el que a todo responden aquellos que nada saben en realidad. Lo que el filósofo ofrece a sus conciudadanos es una humilde ayuda para evitar esos consoladores espejismos del espíritu, que, a poco que nos descuidemos, terminan mutando en patologías del alma. Porque el asombro más importante, el verdaderamente radical, es el asombro ante el desorden del mundo. Y, a fin de cuentas, ¿qué es la indignación sino la expresión airada del asombro moral?
Manuel Cruz es catedrático de Filosofía Contemporánea en la Universidad de Barcelona.