Artículo de Fernando Savater en El País, 11/05/2014.
Hablar del futuro es un empeño siempre arriesgado y, en el caso de un filósofo, contrario a las normas clásicas del oficio. Pensar filosóficamente es renunciar a la bola de cristal del adivino y al don de la profecía, para ceñirse a la interpretación del presente, lo cual ya supone una tarea bastante ardua. Por tanto, abandono desde el comienzo la pretensión de vislumbrar el porvenir y diseñar los parámetros de los acontecimientos que ocurrirán en él. Les confieso de inmediato que no sé lo que va a pasar. Pero lo importante es qué podemos hacer, sobre todo en nuestra Europa trabajosamente compartida.
La Unión Europea nació como un acuerdo económico tras la II Guerra Mundial para acelerar la recuperación de los países que la habían padecido e impedir la posibilidad de un nuevo conflicto bélico semejante. Después el proyecto se hizo más ambicioso, constituyéndose en la alianza de naciones democráticas que comparten principios y protegen derechos semejantes. Para quienes habíamos vivido durante décadas bajo dictaduras longevas que adormecían políticamente a nuestros países, combinando la represión feroz de las libertades cívicas con un proteccionismo económico rentabilizado por oligarquías, Europa era la promesa no de la felicidad social sino de la normalidad política. Más adelante, incorporados ya a la Unión Europea, recibimos imprescindibles beneficios pero también aprendimos, cada vez más dolorosamente, que la normalidad política no equivale automáticamente a la felicidad ni la justicia social, tan solo nos hace responsables de buscarlas. Fue como lo de aquel bisabuelo irlandés de Mark Twain que emigró a Estados Unidos porque le habían dicho que allí las calles estaban pavimentadas con oro; al llegar se enteró de que las calles no estaban pavimentadas con oro, de que muchas de ellas ni siquiera tenían pavimento y que, ay, tenía que pavimentarlas él.
Salir de una dictadura tiene muchas ventajas, pero nos escamotea la figura del autócrata como culpable último de todos los males: la tentación de algunos es convertir la impotencia política en rutina también en democracia, buscando nuevos responsables para ella, llámense mercados, banqueros sin escrúpulos, multinacionales, etcétera. Porque al entrar en la añorada Europa, después de no pocos esfuerzos, descubrimos un inconveniente inesperado para nuestros orgullos colectivos que con cierta malicia había señalado George Santayana: “Lo más difícil de asumir en las uniones internacionales es que implican ser gobernados en parte por extranjeros”.
La Europa actual, que se prepara para unas elecciones presumiblemente trascendentes en mayo, afronta como reto de fondo —más allá de esas urgencias puntuales de disensión o agravio entre países deudores y países acreedores que con razón ahora tanto nos preocupan— el esbozo imprescindible de en qué debe consistir la ciudadanía democrática. Porque existen identidades colectivas prepolíticas que son obstáculos para el desarrollo de la ciudadanía. Durante sus inicios en la modernidad, la democracia tuvo que enfrentarse a las identidades genealógicas de reyes y aristócratas, así como a las confesiones religiosas que pretendían definir al país (“la católica España”, “la piadosa Italia”, etcétera); hoy, la democracia europea tiene que vencer el enquistamiento nacionalista, tanto de los euroescépticos de Inglaterra, Holanda, Dinamarca o Francia como de los separatistas en Cataluña o Escocia que pretenden deshacer sus Estados multiculturales respectivos. Aunque estos separatistas se proclamen favorables a Europa, en realidad pretenden estrechar aún más el filtro de la identidad nacional como requisito para disfrutar de derechos cívicos, excluyendo de ellos a parte de sus hasta ahora compatriotas con el pretexto de crear nuevos Estados identitarios.
En todos esos casos siempre se trata de la maldición reaccionaria de la identidad predeterminada, es decir, de la veneración proclamada de las raíces: porque esas raíces, sean étnicas o religiosas, están siempre ancladas en el pasado mientras que la concepción progresista exige, por el contrario, que nuestras verdaderas y venideras raíces estén en el futuro, en aquello hacia lo que vamos juntos y no en eso de lo que venimos por separado.
La ciudadanía por la que merece la pena luchar es aquella según la cual el individuo obtiene derecho a la participación política, la protección social y los servicios básicos con abstracción de cualquiera de sus determinaciones previas genealógicas, étnicas, culturales, de género, etcétera, solo por el compromiso de aceptar las leyes. Quien acepte este fundamento común de ciudadanía, está luego en libertad de elegir sus identidades sucesivas y revocables en materia política, religiosa, cultural, erótica, etcétera. La ley compartida y la renuncia al privilegio de ser nada predeterminado le autorizará después a ser diferente a cualquiera de los demás a partir de ella. Por ahora, esta concepción ciudadana solo la garantizan los Estados democráticos realmente existentes (aunque a veces con preocupantes restricciones), por lo que los separatistas que piden una Europa “no estatista” encarnan en realidad la reacción del Antiguo Régimen contra ella. Quizá mañana pueda llegar a tener un alcance realmente cosmopolita, como anhelan quienes exigen instituciones de justicia universal y la defensa sin fronteras ni ventajismos de los derechos humanos.
Para este propósito, la educación es una pieza fundamental en el asentamiento de la ciudadanía. El aprendizaje de destrezas técnicas y conocimientos científicos es imprescindible, claro, pero también la formación humanista que permite el ejercicio pleno de las capacidades cívicas en el terreno político y social. Es muy alarmante que en nuestros países, con el pretexto de recortes económicos impuestos por una visión paralizadora de la austeridad presupuestaria, la educación pública se haya visto seriamente mermada y sobre todo en sus aspectos humanísticos —literatura, filosofía, historia, educación cívica…— considerados como superfluos y prescindibles, cuando no francamente inútiles por no rentables. Pero hay otras formas de rentabilidad aún más necesarias, las que buscan desarrollar esa riqueza no bancaria de la preparación para una ciudadanía que conozca las razones de la solidaridad, así como los motivos fundados tanto para obedecer como para rebelarse en la necesaria intervención frente a los acontecimientos sociales.
Se dice, a menudo con razón, que los políticos electos desconocen o no se ocupan de los problemas de los ciudadanos que les eligieron, obsesionados con sus luchas sectarias y con mantenerse en el poder a toda costa; pero también podría hablarse del desconocimiento irresponsable por parte de los propios ciudadanos de los problemas de la política, que debe conciliar intereses divergentes y beneficios comunes a veces difícilmente compatibles. Por eso es no solo aconsejable sino necesaria alguna forma de educación específica sobre los requisitos y las obligaciones de la ciudadanía, una asignatura boicoteada en España por los sectores clericales más oscurantistas. Resulta suicida consentir una política que solo permite hablar a los poderes de la macroeconomía y la especulación financiera, mientras condena al resto de los ciudadanos a una resignación acrítica o a una protesta desordenada y populista. Existen más ciudadanos que quieren ser escuchados precisamente como ciudadanos informados y no sencillamente como revoltosos vocingleros. La Unión Europea no puede desdeñar esas voces.
Permítanme, para terminar, una evocación histórica ejemplar. Durante toda la tarde de su trágica colisión, al Titanic llegaron desde otros barcos numerosos avisos de que había peligrosos bloques de hielo flotantes en las aguas que navegaba. Pero el operador de radio del buque las ignoró y no se las comunicó al capitán, porque estaba demasiado ocupado recibiendo y enviando mensajes de los pasajeros de primera clase. Ya sabemos cual fue el resultado de atender solo a estos privilegiados e ignorar las justificadas voces de alarma. No volvamos a cometer el mismo error con esta nave Europa en que viajamos juntos los ciudadanos de nuestras democracias.
Fernando Savater es filósofo y escritor. Este artículo es la versión abreviada de una alocución pronunciada ante la Asamblea portuguesa con motivo de la celebración del 40º aniversario de la Revolución de los Claveles.