Mª José Guerra Palmero*
En 1949 Simone de Beauvoir publicó El segundo sexo, un libro que se iba a convertir en un emblema de la liberación de las mujeres para el feminismo de la segunda mitad del siglo XX. Beauvoir acababa, de una vez por todas, con el funesto prejuicio que generaciones anteriores, a pesar de la tradición feminista ilustrada, sufragista y socialista, siempre invisibilizada y acallada, consideraban una invariable antropológica de la especie: la subordinación de las mujeres a los hombres. Ese mismo año, en Oviedo, por otro nombre literario, Vetusta, nace, en pleno franquismo, Amelia Valcárcel, quien, en su rebelde juventud, optará por los estudios de Filosofía que cursará tanto en su ciudad como en Valencia. La universidad de Valencia era a finales de los años sesenta y principios de los setenta un foco para la joven generación filosófica española por la penetración de la filosofía analítica y por la apertura a la filosofía continental. Amelia Valcárcel fecuentó allí a una de las pensadoras que marcarían su devenir teórico en un diálogo que no ha cesado: Célia Amorós. Las profesoras de Filosofía en esos años se contaban con los dedos de una mano, y aún, a día de hoy, los estudios de Filosofía son los más masculinizados en el área de humanidades, con cifras de mujeres muy cercanas a las de las ingenierías.
Años más tarde en Hacia una crítica de la razón patriarcal (1985), Amorós expondría un programa de revisión de la tradición filosófica en el que muchas filósofas feministas españolas nos integramos. Ambas, Célia y Amelia, fueron las líderes del Seminario Filosofía e Ilustración en la Universidad Complutense que consolidó una comunidad de investigación en torno al feminismo filosófico y a las teorías de la igualdad a finales de los ochenta y principios de los noventa. Antes, en 1980, en uno de los míticos Congresos de Filósofos Jóvenes (que ya van por su edición cincuenta y seis, y que, desde hace una década, se nombran como Congresos de Filosofía Joven) Valcárcel habló de “El derecho al mal”. En esa conferencia, que fue un artículo posterior en la revista El viejo topo, denunciaba el doble rasero moral, político y, también, académico, que se aplicaba a las mujeres y que consistía en pedirnos excelencia, esto es, ser las mejores, y, habitualmente por partida doble, para ser meramente aceptadas. Ese mismo año, 1980, entré en la Universidad de La Laguna a estudiar Filosofía y el texto de Valcárcel fue, efectivamente, un aviso a navegantes para las jóvenes generaciones de mujeres que aspirábamos a la igualdad. Nos sirvió para prepararnos a soportar tanto ninguneo, tanta exclusión, tanta negativa incomprensible y tanta falta de reconocimiento. Nos ayudó a no rendirnos.
La batalla por la igualdad de las mujeres, desde la filosofía y desde el feminismo, ha sido nuestro horizonte. Como Amelia misma lo decía en una entrevista, publicada en El País, en 2006: “Es bueno tener una causa y que sea buena. La gente que no es capaz de tener una causa malgasta su vida, porque ni se entiende ni se conoce”. El caso es que para las filósofas feministas españolas nunca ha habido un cálido refugio en la torre de marfil. Amelia Valcárcel nos enseñó con su trayectoria cívica, cultural y política extraordinariamente intensa (está considerada como una de las intelectuales iberoamericanas más influyentes) que había que seguir haciendo lo que han hecho durante siglos tantas mujeres acalladas: arremangarse y luchar por lo justo. Su presencia en el llamado Tren de la Libertad contra los intentos de negarnos a las españolas los derechos reproductivos en 2014, lo prueba.
Los estudios doctorales de la filósofa asturiana se dedicaron a Hegel. La fenomenología del Espíritu es un libro que sigue releyendo y no hay duda de que enfrentar las alturas del idealismo alemán forja el carácter. Tuve la enorme suerte de que Amelia Valcárcel visitara La Laguna muchas veces, invitada por Gabriel Bello, y que pudiéramos disfrutar a menudo de su ingenio y magisterio. Estuvo, en 1996, en el tribunal de mi tesis doctoral dedicada a la cuestión de la identidad y la intersubjetividad en la ética y la filosofía política de Jürgen Habermas, en la que yo proseguía la programática de la crítica de la razón patriarcal y daba la voz a autoras como Seyla Benhabib, Iris Marion Young o Nancy Fraser que, en aquella década, criticaban la ceguera respecto al sexo y al género en la misma Teoría Crítica. Fue un acto académico, presidido por Javier Muguerza, con un inicio durísimo porque el día antes ETA había asesinado en la Universidad Autónoma de Madrid, en su propio despacho, a Francisco Tomás y Valiente. Fue otro trágico toque de atención vital para saber que mi trayectoria de investigación tendría que abordar el dolor y la injusticia no sólo desde el punto de vista del feminismo, sino también de las emergentes éticas aplicadas en las que han sobresalido las catedráticas de Filosofía Moral. Victoria Camps, Adela Cortina y Amelia Valcárcel han liderado la vanguardia del pensamiento teórico y práctico en la ética y la filosofía política y han logrado, pese a todos los recelos y obstáculos, contar con un gran reconocimiento social.
Desde El derecho al mal ha llovido mucho y la obra de Valcárcel muestra un sólido recorrido por la política, el feminismo, la globalización, las religiones y muchos otros asuntos. Les invito a leer su último libro Ensayos sobre el bien y el mal porque es imprescindible para entender cómo hemos dejado atrás el predominio de un inconsecuente relativismo y tenemos que volver a enfrentar, con razones y decisión, a las fuerzas que amenazan nuestra libertad, nuestra igualdad y nuestra convivencia.
* Mª José Guerra Palmero es catedrática de ética y filosofía política en la ULL. Actualmente es la presidenta de la Red Española de Filosofía
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Fuente: Sección de Filosofía, ULL