Matrix ya está aquí. Convertidos en un compendio colosal de datos para empresas y gobiernos, nuestra vida digital condiciona la otra vida ‘real’. Filósofas y humanistas diseccionan el poder del algoritmo. Hay pelea.
¿Se imaginan un gobierno que registre cómo hemos cruzado la calle o si hemos pagado con retraso una factura, para restarnos puntos del carné ciudadano gracias al cual accedemos a servicios básicos? ¿O trabajar en una empresa que pueda despedirnos de modo fulminante, porque un algoritmo ha detectado que vamos demasiado al baño y eso resta productividad? ¿Qué? ¿Otra periodista recurriendo al tópico de 1984, Un mundo feliz o Black Mirror? No. Lo primero ya sucede en China y lo segundo, en los almacenes de Amazon. Por obra y gracia de los benditos algoritmos, omnipresentes y cuasi todopoderosos en buena parte de nuestras relaciones diarias. Y con ideólogos tan influyentes como Klaus Schwab, fundador del Foro de Davos y uno de los líderes del cotarro mundial, que anunció una «transformación de la Humanidad» por el influjo de la tecnología en lo que define como la Cuarta Revolución Industrial.
Empresas y gobiernos nos observan como una sucesión de ceros y unos, a lo Matrix, hasta el punto de que el ingente rastro de datos jugosos que somos y dejamos en el espacio virtual condiciona nuestra realidad no paralela. Y, adivinen, ellos tienen el control de semejante complejidad. «Nuestro ser se transforma históricamente a través de las tecnologías con las que nos relacionamos con nuestro entorno. La digitalización podría conducir a más democratización o a más tecnocracia y autoritarismo. Parece que vamos por el segundo camino», explica la filósofa Marina Garcés, autora de Nueva Ilustración radical (Anagrama). Y Albert Cortina, urbanista y autor de Humanismo avanzado para una sociedad biotecnológica (Teconté), remata: «Quien domina los algoritmos es como quien domina las armas nucleares». Pero, ¿qué pintan aquí la Filosofía y las Humanidades? Todo.
A sabiendas de que la digitalización ha alterado como un meteorito lo laboral, lo político y hasta nuestro ser biológico y metafísico; de que «en la sociedad datificada no hay control y los derechos están en peligro», sostiene la filósofa Mª José Guerra, presidenta de la Red Española de Filosofía (REF), ¿qué hacer? La cultura humanística es «el freno a la aceleración velociperina que imponen las empresas digitales y la reflexión, una necesidad, no ya sobre a dónde nos conduce la tecnología, sino hacia dónde queremos nosotros ir con apoyo de la tecnología», responde Concha Roldán, directora del Instituto de Filosofía del Consejo Superior de Investigaciones Científicas (CSIC).
¿De nuevo la pesadez de las Humanidades y su hay que pensar del Kant exhalando naftalina, con la de facilidades que brinda la tecnología? Podría parecer trivial, sobre todo después de examinar el Libro Blanco de los Empresarios Españoles (2017), donde la palabra humanidades sólo aparece en seis ocasiones entre 142 páginas.
Sin embargo, en la alta dirección de las corporaciones digitales abundan los humanistas: Susan Wojcicki, directora ejecutiva de YouTube y la sexta de las 100 más poderosas, según Forbes, es graduada en Historia y Literatura; Reid Hoffman, cofundador de LinkedIn, se licenció en Filosofía por Oxford; Ben Silbermann, cofundador de Pinterest, estudió Ciencias Políticas…
No se trata, precisamente, de compañías interesadas en limitar la vertiente dañina del algoritmo. Las Humanidades, que se ofrecen como resistencia, también favorecen la penetración. De ahí que al acrónimo STEM, bautizado por la National Science Foundation y la fórmula mágica en la educación de ingenieros e informáticos, ya se le haya incorporado la A de Arts. Así, avezados como Corea del Sur, Japón y EE.UU dilatan su tecnocentrismo, ganando en creatividad empresarial, soft skills y en el análisis de comportamientos. Apuntala Garcés: «Como civilización tenemos la experiencia histórica de nuestra propia catástrofe: la cultura no nos ha hecho mejores. Sabemos que las sociedades más cultas han cometido las mayores atrocidades».
LA DIGITALIZACIÓN PODÍA CONDUCIR A DEMOCRACIA O A MÁS TECNOCRACIA Y AUTORITARISMO. VAMOS POR EL SEGUNDO CAMINO
Como desgrana la matemática Cathy O’Neil en Armas de destrucción matemática(recién publicado por Capitán Swing), muchos bancos, aseguradoras y auditoras «usan algoritmos canallas» para engullir billetes y éxito empresarial, sin reparar en los daños colaterales humanos. «El problema es que los beneficios acaban actuando como un valor sustitutivo de la verdad y afectan a las personas en momentos cruciales de la vida», escribe O’Neil.
Con guasa, recuerda Concha Roldán el comentario de uno de sus doctorandos: «Antes trabajaba en Google y dice que trabajaba para el mal». La élite de vanguardia técnica, dice, gasta «una línea del conocimiento que tiene que ver con el poder y el actual es el del mercado», aclara la filósofa. Mientras, la ciudadanía accede al conocimiento a golpe de Aceptar y seguir navegando. Por eso, alerta: «No queremos vender el fin de nuestra intimidad, pero damos el consentimiento para seguir navegando en los mundos que se te abren y a cambio de información».
Intimidad e información, derechos básicos en la época del tecnopoder. Éste fue uno de los debates de las últimas Conferencias Aranguren de Filosofía, organizadas por el CSIC en noviembre, ante el aparente determinismo tecnológico, donde los clics del consentimiento y el auge técnico parecen los nuevos There is no alternativethatcherianos. «No creo en ningún tipo de salvación. Y por eso mismo tampoco pienso que estemos condenados. Tenemos muchas herramientas culturales y conceptuales para no ser presa fácil de los actuales dispositivos de control», afirma Garcés, que propone, da las claves: «Tenemos que compartirlas a través de la educación y de la acción colectiva».
He ahí la institución universitaria, privatizada o encarecida con tasas, que «está encerrada en sí misma y se contenta con producir conocimientos autorreferentes y autocomplacientes para comunidades que se hablan a sí mismas. Así, la academia se esteriliza y, poco a poco, muere. Quien necesita más abrirse es la vida universitaria», diagnostica Garcés, profesora en la UOC.
El conocimiento es poder, defendieron Aristóteles, Bacon, Hobbes o Foucault. Jair Bolsonaro, presidente de Brasil, acaba de justificar recortes financieros en las facultades de Filosofía y Sociología. Y los estudios humanísticos están relegados en los planes educativos de nuestro país.
La academia pugna por superar las estereotipadas dos culturas, acuñadas por el físico C.P. Snow en una conferencia en Cambridge, para denunciar la desconexión entre Ciencia y Humanidades, que impedía resolver los grandes problemas. Polémica de 1959, pero aún hoy la universidad conjura «la inter y transdisciplinariedad entre todas las áreas para evitar la tendencia a replegarnos en el narcisismo y ser pioneros ante los retos éticos de la opinión pública», formula Mª José Guerra.
Porque, ¿de quién es la responsabilidad en caso de que el algoritmo del vehículo autómata tenga que elegir a quién salvar (y a quién no) en un accidente fortuito? «La crítica es como una navaja», dice Concha Roldán, que se remonta a su especialidad, Leibniz, el inventor del sistema binario, para sentenciar que «si el progreso tecnológico no va acompañado del moral, la humanidad no avanza».
Más lazadas dan Marina Garcés y la veintena de ponentes de la recopilación Humanidades en acción (Rayo Verde), un diálogo actual sobre el potencial transformador de la reflexión. De las Humanidades ZERO, las del ocio y la cultura lightdonde, si te descuidas mientras retozas en el río, te comen las pirañas por los pies, llama Marina Garcés a la emancipación frente a la servidumbre y la delegación tecnológicas. «Lo que podemos hacer, siempre, es autoorganizarnos. No sólo en el ámbito digital, sino en todos. Una sociedad incapaz de tomar decisiones en colectivo está expuesta a cualquier forma de dominación, aunque cada individuo viva en la ficción de creerse libre».
Ese es el «soma» al que alude Albert Cortina, mientras que los políticos insertan sus mensajes (y bulos) en Facebook. Ya ruedan laboratorios de reflexión y acción ciudadanas, como MediaLab Prado o Wikiesfera (en España) o CISNA (Colombia) y Lab Santista (Brasil), entre otros, pero Cortina invita a que «sociedad, estados y corporaciones acuerden una tecnoética, de la mano de la bioética y de los Objetivos de Desarrollo Sostenible, para abordar el caballo desbocado de los tecnólogos».
Reclama «otro modelo responsable que no agrande las desigualdades globales» frente al laissez faire de Silicon Valley y China. Las Humanidades han salido a la calle (real y paralela) y no eluden la pelea.
Fuente: El Mundo (08/05/2019)