Del reconocimiento a la vocación del profesorado y de la utilidad de la Filosofía
Extraña, la sensación de que tu hija te pida que dediques la columna del sábado a su profesor de filosofía. Hoy únicamente escribes con la esperanza de que él te lea.
Juanjo se llama.
Poco más sabes que su nombre. Fue aparecer este individuo y todo empezó a ser muy raro. A ella se la notaba cambiada, como si un alien se le hubiese metido dentro. Cenando, hablaba de Platón. Que si el mito de la caverna. Que si el engaño de lo que vemos. Que si conocemos porque recordamos… Te tiraste varios años diciéndole que tenía que madurar, pero ahora parecía haberlo hecho de golpe.
La veías deambulando filosóficamente por las habitaciones, atenta a todos y cada uno de los estímulos de la realidad. Iba, por ejemplo, a la cocina, cogía un yogur de la nevera, y se lo comía intentando establecer una reflexión sobre la fecha de caducidad. En un primer momento creiste que la criatura se había golpeado en la cabeza. Pero no. Luego, que a lo mejor se había enamorado del profe madurito e intelectual, en plan Emmanuel Macron y Brigitte Trogneux. Pero tampoco. Se lo preguntaste, por si acaso. De aquel repentino interés por ser más culta cabía culpar a Juanjo, sin duda, y a las humanidades.
Llegó Descartes en el segundo trimestre. Epicuro, en el tercero. El placer, la felicidad, todo eso. Entonces quedó confirmado que esa especie de delirio, ni era algo pasajero, ni se curaba con un ibuprofeno. Ella quería buscarle sentido a todo, un porqué. Por qué hacíamos algo o por qué dejábamos de hacerlo, la razón de la política, de lo que sentimos, de los recuerdos.
Con tal envite, un día, al salir del trabajo, entraste en una librería en busca del manual de filosofía para dummies. Un libro escrito en tu idioma que contenía palabras que no lograste comprender. El caso era interpretar la realidad (o aparentarlo) ante un plato de pasta y así, cada noche, soltar una frase. “La felicidad es no buscarla” (Séneca). “Tenemos que estar dispuestos a liberarnos de la vida que hemos planeado para llevar la vida que nos espera” (Campbell). Hasta llegar a Viktor Frankl: “No se trata de lo que esperas de la vida, sino de lo que la vida espera de ti”.
Esto debe de ser la cultura, pensaste.
Hasta que, por fin, acabó el curso.
Desde que Juanjo ya no flota en el ambiente, las cenas ya no son lo que eran. Hay una cierta sensación de orfandad. Tú, que a la edad de tu hija no tuviste la suerte de tener esa devoción por un maestro, sientes una profunda envidia. El profesor filósofo le había enseñado a mirar. A saber qué cosas merecen la pena ser miradas y cuáles no, sacándole algo de dentro que ni ella sabía que tenía. En definitiva, le había dado los planos para escapar de alguno de los laberintos en los que te metes a los 17 años, mientras él esperaba pacientemente a la salida. Y al final se descubrió ella: porque ese tipo lo había revuelto todo y ya era otra.
…
“Somos lo que hacemos con lo que han hecho de nosotros” (Sartre). Gracias, Juanjo.
Autora: Susana Quiadrado
Fuente: La Vanguardia (08/06/2019)
Qué suerte tener un profesor que te ayude a madurar, a hacerte preguntas y buscar las respuestas. Muchos Juanjos nos hacen falta