Fue una de las pensadoras más influyentes del siglo XX, autora de una obra muy amplia, que reflexionó sobre la historia, la razón y la vida cotidiana
Resultaba chocante el contraste entre el físico de Ágnes Heller (Budapest, 1929) la filósofa húngara fallecida este viernes a los 90 años, y la fuerza de su pensamiento y de su biografía. Menuda y solo aparentemente frágil, sobrevivió al Holocausto en Budapest —la mitad del millón de judíos asesinados en Auschwitz eran húngaros— y a la represión estalinista posterior a la Segunda Guerra Mundial, que le obligó a exiliarse durante décadas. Sin embargo, desde Estados Unidos y desde Australia elaboró un pensamiento basado en un profundo conocimiento de la historia, pero también de la vida cotidiana, a medio camino entre la filosofía y la sociología, que logró atravesar fronteras hasta convertirla en una de las pensadoras más influyentes de la segunda mitad del siglo XX.
Obras como Historia y futuro ¿sobrevivirá la modernidad?, El hombre del renacimiento, Sociología de la vida cotidiana, Crítica de la ilustración o Para cambiar la vida son algunos títulos de Heller publicados en España, donde su pensamiento encontró una amplia difusión. Fue colaboradora habitual de EL PAÍS desde los años ochenta y publicó su último artículo en este periódico el pasado mes de abril, sobre el tema que más le preocupaba en este momento: el giro autoritario del primer ministro húngaro Viktor Orbán y el peligro que esto representaba para la democracia en Europa. Como superviviente de los totalitarismos nazi y soviético, sabía perfectamente cuáles podían ser las consecuencias de quedarse de brazos cruzados ante un asalto contra las libertades.
Creía que la historia no se repetiría y pensaba que estábamos muy lejos de los años treinta, pero a la vez estaba convencida de que la democracia estaba en peligro en algunos países de Europa, porque consideraba que el Estado de derecho no se basa solo en votar. También le preocupaba el asalto contra la razón por parte del extremismo islámico y el peligro que el nacionalismo representaba para la UE. Además, fue una importante pensadora feminista, un tema sobre el que afirmaba: «Es la única revolución que no considero problemática y es la mayor de nuestro tiempo, porque no es una movilización contra un periodo histórico, sino contra todos los periodos. La única totalmente positiva, tal vez junto al desarrollo de los derechos humanos».
Este diario la entrevistó en Budapest en el verano de 2017. Vivía en un luminoso y desordenado apartamento con impresionantes vistas sobre el Danubio, lleno de libros y de revistas sobre todo tipo de temas, que mostraban que su enorme curiosidad intelectual nunca se apagó. La Academia Húngara de Ciencias anunció el viernes por la noche su fallecimiento, aunque no precisó la causa. Según el portal húngaro 444.hu, falleció mientras nadaba en el lago Balatón, donde muchos ciudadanos de la Europa comunista pasaban sus vacaciones. Curiosamente, fue allí donde comenzó a resquebrajarse el telón de acero cuando a miles de ciudadanos de Alemania del Este que estaban en Hungría se les permitió abandonar el país hacia Occidente.
Heller no tenía ningún problema en responder a preguntas sobre cualquier tema, ni en recordar el Holocausto. Narraba la forma en que sobrevivió a la Shoah, cuando los nazis con el apoyo de los fascistas húngaros, los Flechas Cruzados, organizaron primero la deportación a Auschwitz de los judíos de Budapest y luego su asesinato en masa en la propia ciudad cuando, ante la inminencia de la llegada de los soviéticos, los trenes hacia la muerte dejaron de salir. «Como todo el mundo que consiguió salir vivo de aquello, fue por accidente. Mi padre fue asesinado en Auschwitz, mi madre y yo estuvimos a punto de morir, pero de alguna forma nos libramos. Los Flechas Cruzadas mataron a muchos judíos junto al Danubio, pero pararon antes de llegar a nuestra casa. También me dispararon, pero como soy baja, el tiro pasó por encima de mi cabeza. En otro momento nos pusieron en una cola. Supe que no debíamos quedarnos allí porque nos iban a matar y logramos escapar. Aunque eso no fue suerte, sino instinto».
Tras la Segunda Guerra Mundial, primero estudió y luego enseñó Filosofía en la llamada Escuela de Budapest, que impulsaba el filósofo marxista Georg Lukács. Después de la invasión soviética de 1956 que aplastó un intento de liberalización del régimen comunista húngaro, se convirtió en disidente y acabó por exiliarse, primero como profesora en Melbourne (Australia) y luego en la New School for Social Research de Nueva York. Hasta el final de sus días, dio conferencias y seminarios por todo el mundo.
Como otros filósofos arrollados por el siglo XX, reflexionó sobre la Ilustración y sobre cómo se podía haber pasado de la esperanza que despertó la razón –se consideraba deudora de pensadores de la modernidad como Spinoza y Kant– a los horrores del totalitarismo. Fue marxista en sus orígenes, aunque luego se despegó de cualquier marco teórico que cercenase su voluntad de buscar respuestas.
Perdió la confianza en la razón, porque sin ella no se hubiesen podido construir los campos nazis o soviéticos ni organizar la deportación de millones de personas, pero nunca en el ser humano. Preguntada sobre sus creencias, respondió en aquella entrevista: «¿Tengo que creer en algo? Tal vez pueda responder a su pregunta. Creo en algo: las personas buenas existen, siempre han existido y siempre existirán. Y sé quiénes son las buenas personas».
Autor: Guillermo Altares
Fuente: El País (20/07/2019)