La enorme tormenta mundial que ha supuesto la Covid-19 ha ocultado transitoriamente los escollos civilizatorios que la inacción climática lleva décadas levantando ante el navegar de la vida humana (y una parte importante de la vida de Gaia). Hoy, cuando los cielos pandémicos comienzan a despejarse, vemos con cierto pavor que nuestro barco social sigue acelerando a toda máquina contra una línea de costa especialmente escarpada y rocosa.
Pese a décadas de estudios, cumbres y acuerdos, la triste realidad (como se observa en el gráfico) es que las emisiones de gases de efecto invernadero no han dejado de aumentar desde hace setenta años, situándose su concentración, el 14 de mayo de 2021, en la espeluznante cifra de 418.60 ppm y habiendo alcanzado el calentamiento global del planeta en 2020 una media de 1,2 grados sobre los niveles pre-industriales, según la Organización Meteorológica Mundial (OMM ), y de 1,7 grados en España, según la Agencia Española de Meteorología (AEMET). Nos encontramos, siguiendo el símil marino, en una auténtica terra incognita planetaria y civilizatoria que, debido a la naturaleza compleja del sistema climático, viene cargada de una inercia considerable.
El calentamiento realmente existente está teniendo efectos visibles en todo el mundo, y la inercia de la que hablábamos nos dice claramente que no se detendrá al menos en las próximas décadas. Para que el calentamiento empezara a remitir en un plazo razonable, se requeriría hacer de manera inmediata recortes drásticos en las emisiones, recortes cuyos efectos solo serían visibles tras lustros o décadas. Un reciente informe de la Agencia de Protección Ambiental (EPA, por sus siglas en inglés), publicado el pasado 12 de mayo después de haber sido retenido por la administración Trump durante meses, arroja una conclusión muy clara: están ocurriendo ya eventos climáticos más extremos y temperaturas récord que se encuentran directamente relacionados «con el aumento de los niveles de dióxido de carbono y otros gases de efecto invernadero en nuestra atmósfera, provocados por actividades humanas». Esta nueva situación de riesgo, que se califica «sin precedentes», incluye fenómenos como máximos históricos en la temperatura de los océanos, reducciones igualmente históricas de la superficie de hielo en el Ártico, un aumento de la temporada de incendios forestales y de su virulencia, una multiplicación de las olas de calor o una mayor incidencia de inundaciones.
La gravedad y urgencia de todos estos fenómenos hizo de 2019, antes de la explosión de la pandemia de Covid-19, el año de la movilización climática (y ecológica) a escala mundial, con la aparición de nuevos espacios colectivos como Extinction Rebellion y movimientos juveniles como Fridays for Future. Muchas de las personas más jóvenes, simbólicamente encabezadas por Greta Thunberg (un liderazgo a veces conflictivo y rechazado explícitamente por muchas), alzaban la voz para señalar que no están dispuestas a cargar con las deudas civilizatorias y las heridas ecológicas que se derivarán de seguir primando el crecimiento capitalista acelerado en aras de la estabilidad climática planetaria del presente y sobre todo del futuro. Como recuerda Jorge Riechmann, el cambio climático es el síntoma, pero la enfermedad es el capitalismo (industrial y fosilista, añadiríamos nosotros).
Los estados y las empresas comienzan a despertar del letargo climático en el que habían entrado, y los noticieros vuelven a llenarse de compromisos internacionales de descarbonización, de nuevas cumbres internacionales, de inversiones (el plan NGEU, por ejemplo) y finanzas verdes, de leyes como la española Ley de Cambio Climátiico (aprobada el pasado jueves 13 de mayo) o incluso de sentencias como la del Tribunal Constitucional alemán, que ha impuesto al gobierno teutón un aumento de su ambición climática y, sobre todo, de la rapidez de su actuación. No sería, según el texto de la sentencia, éticamente aceptable derivar el grueso de los esfuerzos de descarbonización a las generaciones venideras, sino que debe ser la nuestra la que asuma sus responsabilidades.
No obstante, son muchas las voces que cuestionan estas nuevas estrategias por su falta de ambición, su poca inclusividad social, su naturaleza anti-democrática y, sobre todo, su incapacidad para cuestionar las dinámicas más profundas de las que nace la crisis climática: el crecimiento económico y la búsqueda de beneficio a toda costa. Atrapadas en la fantasía de poder aunar crecimiento y reducción de la huella ecológica, todas las empresas se visten de verde, y los movimientos sociales, que parecen estar teniendo un despertar más lento, comienzan a poner sobre la mesa los peligros de estas estrategias, que además de ser incapaces de dar una verdadera solución al actual drama climático, profundizan las lógicas económicas y políticas del neoliberalismo austericida.
En El Laboratorio dedicaremos el mes de junio a debatir sobre estas cuestiones desde distintos enfoques y perspectivas, e invitamos a todas las personas interesadas a enviarnos sus propuestas. Se aceptará el envío de textos, vídeos o imágenes. Los textos no superarán las 800 palabras, los vídeos durarán entre 5 y 10 minutos, y las imágenes no tendrán más de 10 MB. Si han sido publicados con anterioridad en algún otro medio que pudiera reclamar derechos de propiedad, los autores/as tendrán que contar con la autorización de ese medio para su reproducción en la web de El Laboratorio. Todas las colaboraciones serán susceptibles de comentarios por parte de cualquier persona, previo registro, para evitar comentarios anónimos. El equipo editorial velará para que ni las colaboraciones ni los comentarios incluyan falsedades, insultos o injurias a personas o colectivos.