La vida es cambio, movimiento, mezcla, metamorfosis. Todos los seres vivos mantienen una interacción constante entre sí y con el entorno que les sustenta. Por eso, cuando cambian las condiciones de ese entorno y esa interacción, se desplazan a otro lugar para asegurar su supervivencia. Como dice Stefano Mancuso (La nación de las plantas, Galaxia Gutenberg, Barcelona, 2020), la migración es una condición de la vida: migran las plantas, los animales y los humanos. Por eso, negar a los humanos el derecho a migrar es un «crimen contra natura», un atentado a la dignidad humana, pues pone en riesgo la supervivencia de miles y millones de personas.
La especie humana ha sido desde su origen una especie migratoria. En realidad, es la más migratoria de todas las especies, pues ha demostrado una extraordinaria capacidad para desplazarse y adaptarse a los ecosistemas más diversos. Con razón se dice que los humanos no tenemos raíces sino pies: no estamos sujetos a la tierra como los árboles, sino que podemos viajar de un lado para otro y asentarnos en el lugar que nos parezca más habitable. Nuestra constitución anatómica revela que estamos hechos para andar y correr erguidos: el homo sapiens es un homo viator. Si no hubiéramos practicado esta capacidad migratoria desde nuestros orígenes en el continente africano, no habríamos podido extendernos por toda la superficie terrestre, ni diversificar nuestras formas de vida, ni desarrollar unas civilizaciones cada vez extensas, complejas e interdependientes.
Como dice Antonio Campillo (Un lugar en el mundo. La justicia espacial y el derecho a la ciudad, Los Libros de la Catarata, Madrid, 2019), las grandes etapas de la historia de la humanidad están inseparablemente ligadas a otras tantas etapas en la historia de las migraciones, que han contribuido tanto a la diversificación como al mestizaje entre los distintos grupos humanos y sus diversos entornos ecosociales. De hecho, todos los pueblos actualmente dispersos por la Tierra estamos genéticamente emparentados y procedemos de los mismos antepasados africanos.
El capitalismo moderno se inicia con la gran migración de los europeos a América, África y Asia, mediante la conquista, el sometimiento e incluso el exterminio de las comunidades indígenas, pero también -como dice el historiador Jason W. Moore (El capitalismo en la trama de la vida. Ecología y acumulación de capital, Traficantes de Sueños, Madrid, 2020)- mediante la alteración de sus ecosistemas y la creación de una «ecología-mundo» al servicio de los sucesivos imperios ultramarinos: Portugal, España, Holanda, Francia e Inglaterra. Basta pensar en el comercio de esclavos y la economía de las plantaciones, sin los cuales no habrían podido desarrollarse el capitalismo moderno y la hegemonía del Occidente euro-atlántico. Las actuales desigualdades sociales y ambientales entre el Norte y el Sur son herederas de la época colonial.
A estas desigualdades históricas se añade el cambio climático antropogénico: ha sido provocado por el uso masivo de combustibles fósiles y el consumo ilimitado de energía y materiales en los países industrializados del Norte, pero sus catastróficas consecuencias (sequías, huracanes, inundaciones, hambrunas, aumento del nivel del mar, etc.) las están sufriendo sobre todo los pueblos del Sur. A esto hay que añadir las guerras por el control de los recursos naturales estratégicos (incluidos los combustibles fósiles causantes del cambio climático), como las que se han venido librando en África central y oriental y en el Oriente próximo y medio. Y el mercado global de tierras para la industria extractiva y los grandes monocultivos, que conlleva la degradación de los ecosistemas, la aparición de nuevas epidemias y la expulsión de muchas comunidades indígenas y campesinas.
Todo ello está forzando a millones de personas a huir de sus casas y sus países para buscar -como decía Hannah Arendt- «un lugar en el mundo» donde poder vivir con dignidad. En la época del Antropoceno, en una sociedad globalizada que está alterando y degradando de manera acelerada las bases naturales y socioculturales que han hecho posible hasta ahora el sustento de la vida humana sobre la Tierra, no tiene ninguna justificación seguir naturalizando y legitimando lo que Juan Carlos Velasco ha llamado «el azar de las fronteras» (El azar de las fronteras. Políticas migratorias, ciudadanía y justicia, FCE, Buenos Aires, 2016). Por eso, Sandro Mezzadra reivindica el «derecho de fuga» («Proliferación de fronteras y “derecho de fuga”», en Papeles de relaciones ecosociales y cambio global, nº 132, 2016, pp. 13-26; véase también su libro con Brett Neilson: La frontera como método o la multiplicación del trabajo, Traficantes de Sueños, Madrid, 2017).
En la era del cambio climático global, no tiene ningún sentido seguir distinguiendo entre «nosotros» (los nacionales) y los «otros» (los extranjeros), ni tampoco entre el migrante «económico» (supuestamente «libre» para migrar y sin derecho a ser acogido por parte del país receptor) y el refugiado «político» (que se ve «forzado» a huir de su país por una guerra, una dictadura o una persecución que pone en peligro su vida, y que por tanto tiene derecho a recibir «asilo» por parte del país receptor). Lo cierto es que la mayor parte de las personas que migran hoy, lo hacen de manera forzosa, sea por motivos económicos, ecológicos o políticos, si es que es posible diferenciarlos netamente entre sí. La principal causa de migración es ya el cambio climático, cuyo origen e impactos son inseparablemente ecológicos, económicos y políticos.
Sin embargo, las nuevas migraciones del Sur al Norte han provocado un creciente movimiento de xenofobia, con la consiguiente aparición de partidos y gobiernos de ultraderecha (en un Occidente euro-atlántico que presume de ser el garante de los derechos humanos), la construcción de vallas y muros fronterizos (de los 15 que había en 1989, tras la caída del muro de Berlín, se ha llegado a más de 70 en 2021, con una longitud total de unos 50.000 km), la detención de migrantes y refugiados en campos de internamiento, la explotación laboral y sexual en régimen de esclavitud, la deportación ilegal, la externalización de los controles a terceros países (como hace la Unión Europea con Turquía, Marruecos o Libia, que utilizan a los «sin papeles» como moneda de cambio y arma geopolítica) y, en fin, el sufrimiento y la muerte de miles de personas en travesías cada vez más largas y peligrosas.
Son muchas las ONGs de derechos humanos y asociaciones de migrantes y refugiados, pero también organismos internacionales, instituciones académicas y grupos ecosocialistas que están planteando desde hace tres décadas la necesidad de revisar profundamente nuestra concepción de las migraciones, las fronteras, la soberanía, la identidad nacional y los derechos de ciudadanía, en el marco de una nueva comprensión global y ecosocial de la justicia, que garantice la libertad y la vida a todos los seres humanos, independientemente de su lugar de nacimiento.
El Laboratorio dedicará el mes de octubre a debatir sobre estas cuestiones desde diferentes enfoques. Invitamos a las personas interesadas a enviarnos sus propuestas. Se aceptarán textos, vídeos o imágenes. Los textos no superarán las 800 palabras, los vídeos durarán entre 5 y 10 minutos, y las imágenes no tendrán más de 10 MB. Si han sido publicados con anterioridad en otro medio que pueda reclamar derechos de propiedad, los autores/as tendrán que contar con la autorización de ese medio para su reproducción en la web de El Laboratorio. Todas las colaboraciones serán susceptibles de comentarios por parte de cualquier persona, previo registro, para evitar comentarios anónimos. El equipo editorial velará para que ni las colaboraciones ni los comentarios incluyan falsedades, insultos o injurias a personas o colectivos.