Cuando a principios de 2020 se extendió por todo el mundo la pandemia de COVID-19, se extendió también la idea de que el virus SARS-CoV-2, causante de la enfermedad, no entiende de fronteras ni de clases sociales, ya que todas las personas estamos expuestas a su contagio. Si bien es cierto que puede afectar a cualquier individuo, no afecta a todos por igual, ni todos tienen las mismas posibilidades de hacerle frente.
Esta desigualdad salió a la luz cuando los gobiernos de la mayor parte de países comenzaron a adoptar medidas para frenar el avance de la pandemia, como el confinamiento de la población y la paralización o la drástica reducción de las actividades económicas y sociales no esenciales. Dichas medidas revelaron rápidamente toda clase de desigualdades sociales, laborales, territoriales y habitacionales.
La reclusión doméstica de familias de clase media o alta con viviendas confortables era incomparable con la de familias con escasos recursos y, en general, con la de los colectivos empobrecidos y vulnerabilizados: los desahuciados de sus casas, los que viven hacinados en infraviviendas y espacios reducidos, los que sufren el “sinhogarismo”, en fin, los que carecen de condiciones básicas, desde una vivienda digna con agua potable y energía hasta el acceso a una sanidad pública universal y de calidad. Estos sujetos y espacios de habitación precarizados, además de verse más expuestos al virus, fueron estigmatizados porque su propia precariedad los convertía en proclives a transmitirlo.
La medida de confinamiento no solamente reveló situaciones de desigualdad en la habitabilidad de los espacios, sino también en las dinámicas y los espacios laborales. La denominada “nueva normalidad” aceleró la tecnologización de la sociedad y el aumento del teletrabajo y la tele-enseñanza, y, con ello, el incremento de la brecha social y digital, dada la imposibilidad que gran parte de la población mundial tiene de “teletrabajar” y “tele-aprender”, no ya por carecer de los espacios, tiempos y medios técnicos necesarios, sino porque “viven al día” en la absoluta precariedad del empleo sumergido.
Además de dejar sin empleo a millones de personas, la pandemia de Covid-19 ha visibilizado las injusticias y contradicciones sociales y laborales de un sistema económico que, como ha señalado Guy Standing, ha dado origen a una nueva clase social: “el precariado”. Estas injusticias y contradicciones han sido especialmente visibles en el caso de las personas que conservaron sus trabajos por ser considerados “esenciales”. Además del personal sanitario, otros trabajos con mucho menos prestigio pasaron de ser imperceptibles a ser imprescindibles: cajeras/os de supermercados, jornaleros/as del campo (en su mayoría inmigrantes), repartidores/as, limpiadoras/es, cuidadoras/es de las personas mayores, entre otros, fueron reconocidos por sostener a la sociedad, pero no por ello dejaron de ser mano de obra barata y precaria. Y si algo reveló el fugaz reconocimiento de estos trabajos infravalorados es que en su mayoría tienen rostros femeninos.
Si la pandemia ha visibilizado y agudizado las desigualdades de todo tipo, también lo ha hecho con la desigualdad de género. Esto se vio claramente reflejado en la mayor exposición de las mujeres al virus por desempeñar los trabajos más precarizados, temporales y mal remunerados. También quedó patente la dificultad de la conciliación y la consiguiente sobrecarga de las mujeres obligadas a compatibilizar el trabajo fuera de casa o el teletrabajo con las labores domésticas y de cuidado. Pero de forma especialmente trágica, la desigualdad de género se hizo patente con el aumento de la violencia de género durante el confinamiento, cuando las mujeres del mundo entero se vieron obligadas a proteger sus vidas del virus, poniéndolas en riesgo en manos de sus maltratadores.
Lo que demuestran todas estas desigualdades es que, si bien la pandemia no entiende de fronteras físicas, genera nuevas fronteras simbólicas entre las personas y refuerza las ya existentes. Si, como suele considerarse, “las catástrofes hacen aflorar las desigualdades”, hace falta añadir que la pandemia de Covid-19 las hecho aflorar en un doble sentido: por un lado, ha revelado las injusticias estructurales sobre las que se sustenta el capitalismo neoliberal globalizado, y los límites de las políticas públicas locales, estatales y globales que supuestamente tratan de reducirlas; por otro lado, ha dado origen a nuevas situaciones de desigualdad con efectos todavía inciertos, pero presumiblemente devastadores.
Por todo ello, la pandemia nos sitúa ante un doble desafío. Por un lado, el de asumir nuestra condición vulnerable, nuestra fragilidad como seres humanos interdependientes, sin perder de vista la existencia de una “vulnerabilidad inducida” que hace que sean las personas, colectivos sociales y países precarizados los que sufren con mayor fuerza sus consecuencias. Por otro lado, el desafío de reforzar nuestras relaciones de apoyo mutuo, creando redes locales, estatales y globales de solidaridad, para dar respuesta a las injusticias y desigualdades estructurales que se intensifican en estos tiempos inclementes.
En El Laboratorio dedicaremos el mes de enero a reflexionar sobre estas cuestiones. A las personas interesadas en participar las invitamos a que nos envíen sus propuestas, en cualquiera de estos tres formatos: textos, vídeos o imágenes. Los textos no superarán las 800 palabras, los vídeos no durarán más de 15 minutos y las imágenes no tendrán más de 10 MB. Si han sido publicados con anterioridad en algún otro medio que pudiera reclamar derechos de propiedad, los autores/as tendrán que contar con la autorización de ese medio para su reproducción en la web de El Laboratorio. Todas las colaboraciones serán susceptibles de comentarios por parte de cualquier persona, previo registro, para evitar comentarios anónimos. El equipo editorial velará para que ni las colaboraciones ni los comentarios incluyan falsedades, insultos o injurias a personas o colectivos.