Transcurridas ya las dos primeras décadas del siglo XXI, resulta casi inimaginable pensar que la región de París anterior a la Gran Guerra (1914-1918) fuera una exportadora neta de productos agrícolas. Y es que aquella primera contienda mundial entre las grandes potencias de la época supuso una revolución inusitada en el transporte y distribución de mercancías a escala mundial; aunque inicialmente fue espoleada por las necesidades bélicas, esa revolución acabaría marcando un hito, otro más, en la historia del mundo contemporáneo. A partir de entonces, los procesos expansivos iniciados por los imperios coloniales comenzaron a acelerarse; tras la Segunda Guerra Mundial, el globo terráqueo se achicó y las cadenas de producción y distribución de materias primas, maquinaria y bienes de consumo se entrelazaron por todo el mundo.
Este proceso, conocido como globalización económica, se incrementó desde los años ochenta del siglo XX con la revolución de las tecnologías de la información y la comunicación (TIC) y con la adopción de las políticas económicas neoliberales por parte de los países desarrollados, especialmente tras la caída del bloque soviético y la incorporación de China y otros países del sudeste asiático al mercado global. Fue entonces cuando algunos creyeron que había llegado el «fin la historia» y que el imperio de un mercado global plenamente integrado parecía inevitable. Pero la dinámica histórica es imprevisible y no se deja domesticar por premisas ideológicas.
Como ya había sucedido en el período 1873-1896 o en la crisis del petróleo de 1973, la crisis bursátil de 2008 produjo una desaceleración económica mundial, lo que condujo a una disminución de la interdependencia e integración de los mercados globales. Aunque con tímidos repuntes globalizadores en la década posterior, este proceso de desglobalización parece señalar un retroceso de la interdependencia entre países, empresas y actores sociales, y no solo en el sector comercial, sino también en sectores militares, culturales y tecnológicos. Las tensiones comerciales internacionales entre China y Estados Unidos -que alentaron la llegada al poder de Trump con su promesa de renacionalizar la economía-, los virajes proteccionistas en economías del primer mundo como la japonesa o la británica –entiéndase el Brexit en esta clave–, o la desaceleración en el volumen de mercancías en todo el mundo advertida ya en 2019, son claros indicios de este proceso. A todo ello se añaden los impactos económicos y de todo tipo provocados por la pandemia de la Covid-19, causante sin duda de un nuevo impulso a este proceso desglobalizador, hasta el punto de reorientar las estrategias y políticas económicas de la Unión Europea y de otros países desarrollados.
El colapso económico y comercial provocado por la pandemia, unido a las secuelas de la crisis de 2008 y al giro proteccionista en algunas de las principales potencias del mundo, parece apuntar hacia una nueva tendencia de relocalización, es decir, de recuperación de la autonomía económica y política por parte de los países, las regiones y las comunidades locales. Esta nueva tendencia no responde solo a las turbulencias cada vez más imprevisibles del mercado mundial, sino también a los crecientes «daños colaterales» -políticos, sociales, culturales y ambientales- de la globalización, tal y como ha sido promovida por el capitalismo neoliberal.
Y es que el proceso globalizador que ha tenido lugar en las últimas décadas, calificado por Will Steffen y su equipo como la Gran Aceleración que ha dado origen al Antropoceno, lejos de marcar un acceso mundial e igualitario a los recursos, bienes y servicios, no ha hecho más que ahondar las desigualdades políticas, económicas y sociales entre los países del norte y el sur global, agudizando igualmente las diferencias dentro de los propios países desarrollados. Además, el proceso globalizador ha supuesto una aceleración paralela en la degradación de la biosfera terrestre, en el expolio de los recursos naturales en beneficio de una minoría, en la reducción de la biodiversidad, en la aparición de nuevas pandemias como la Covid-19 y en el consumo de combustibles fósiles causantes del calentamiento global de la atmósfera. Todo ello va a hipotecar muy gravemente las posibilidades vitales de las próximas generaciones.
Por eso, son cada vez más frecuentes las voces que reclaman otro tipo de economía, que garantice el sustento de toda la humanidad y la habitabilidad de la Tierra. Para ello, hay que asegurar la soberanía energética y alimentaria de las comunidades locales, mediante fuentes de energía renovables y cultivos ecológicos de proximidad. Además, hay que reconstruir cadenas de fabricación y distribución cercanas, poniendo en marcha industrias y formas de producción sostenibles que sean capaces de reducir las desigualdades y atajar los crecientes daños ecológicos causados por un sistema económico ciego a sus costes sociales, ambientales y culturales.
El Laboratorio dedicará el mes de diciembre a debatir sobre estas cuestiones desde diferentes enfoques. Invitamos a las personas interesadas a enviarnos sus propuestas. Se aceptará el envío de textos, vídeos o imágenes. Los textos no superarán las 800 palabras, los vídeos durarán entre 5 y 10 minutos, y las imágenes no tendrán más de 10 MB. Si han sido publicados con anterioridad en algún otro medio que pudiera reclamar derechos de propiedad, los autores/as tendrán que contar con la autorización de ese medio para su reproducción en la web de El Laboratorio. Todas las colaboraciones serán susceptibles de comentarios por parte de cualquier persona, previo registro, para evitar comentarios anónimos. El equipo editorial velará para que ni las colaboraciones ni los comentarios incluyan falsedades, insultos o injurias a personas o colectivos.