Artículo de José Luis Pardo en Babelia, suplemento cultural de El País, 04/01/2014. Reproducido en el blog cultural Tormenta de ideas, editado por el mismo diario.
Aunque probablemente quien se dedica a la filosofía es, junto con el poeta, el que más a menudo lleva sobre sí esta cruz, todos los sufridos integrantes del ramo de lo que burocráticamente denominamos “artes y humanidades” tienen que soportar de cuando en cuando la pregunta de para qué sirve lo suyo, una pregunta casi siempre implícita cuando se habla del asunto, y que a menudo reviste la forma de una reclamación. Una reclamación que se hace aún más urgente e imperiosa cuando se atraviesan, como es nuestro caso, tiempos de penuria en los cuales muchos ciudadanos han tenido que renunciar a muchas cosas como consecuencia de un periodo prolongado de irresponsabilidad y despilfarro: no pocas miradas se vuelven entonces hacia los profesionales de la literatura, el cine, la filología, la música o las bellas artes, sospechando que también ellos, por el carácter casi reconocidamente parasitario de sus actividades, puedan haber sido culpables de ese derroche generalizado que se encuentra en el origen de nuestras actuales apreturas. Y puede incluso que estas miradas estén puntualmente en lo cierto en lo que concierne a la “burbuja cultural” que creció junto a la inmobiliaria y que se alimentó de la misma incuria política que ella (aunque desde luego la cuota de responsabilidad de los novelistas o de los comisarios de exposiciones es insignificante comparada con la de los bancos o los partidos políticos, y su presupuesto incomparablemente menor que el de quienes construyen puentes, caminos, canales, puertos, ordenadores y misiles), pero lo malo es que contribuyen a crear un clima de antipatía hacia estas profesiones, clima que a veces algunos ideologizados dirigentes populistas aprovechan para intentar borrar toda huella de estos conocimientos en el sistema educativo y para que el Estado eluda cualquier responsabilidad de protegerlos, abandonándolos, como se hace en nuestros días con casi todo, a la “iniciativa privada”, una angelical criatura que, sin embargo, ha desaparecido de nuestro país al estallar la crisis financiera, y solo ha dejado una delegación espiritual en las calenturientas lenguas de los ideólogos recién mencionados.
Como consecuencia de todo lo anterior, puede y suele suceder que aquellos de nosotros que trabajamos en esos sectores amenazados, al vernos enfrentados a esas acusaciones o antipatías, nos olvidemos efectivamente de para qué sirve lo nuestro y seamos incapaces de responder a quienes nos increpan. Y si ya es malo quedarse mudo ante la sospecha de gorronería, peor es aún —por más grotesco— escuchar a los afectados intentar defender sus subvenciones o sus partidas presupuestarias argumentando acerca de la gran utilidad de la filosofía, la historia del arte, el análisis sintáctico o las performances para la actual coyuntura social en la que vivimos. Lo más que puede conseguirse por este camino —el de alegar “rentabilidad social” allí donde la económica es inviable— es convertir las artes y las humanidades en una rama un poco extravagante de los servicios sociales, algo que es erróneo a) desde el punto de vista de la estrategia (ya sabemos por experiencia que es en los servicios sociales en donde justamente se recorta y se privatiza), b) desde el de los resultados (no es una visita guiada al museo de su provincia lo que más le ayuda a un parado de larga duración con familia a su cargo) y c), sobre todo, desde la cosa misma de la que se trata, que queda totalmente desnaturalizada y escarnecida cuanto más se quieren subrayar sus ventajas, como en ese currículo de la asignatura de Filosofía en la actual LOMCE, en el que puede leerse (según el proyecto de decreto del ministerio) que se trata con ella de “conocer el modo de preguntar radical y mayéutico de la metafísica para diseñar una idea empresarial y/o un plan de empresa utilizando habilidades metafísicas y gnoseológicas para conocer y comprender la empresa como un todo, facilitando los procesos de cuestionamiento y definición clara de las preguntas radicales y las respuestas a las mismas, como ¿qué somos?, ¿qué hacemos?, ¿por qué?, ¿para qué sirve esta empresa?, ¿cuál es nuestra misión?, ¿cuál es su sentido, su razón de ser?”, algo que resulta imposible haber escrito de no haber perdido por completo y en un solo acto el sentido común y el sentido del ridículo.
No, queridos colegas —y lamento quitar el pan de la boca a unos cuantos subempleados del porvenir al destapar este escándalo—, lo nuestro no es socialmente útil, rentable o aprovechable, no contribuye como un bálsamo al funcionamiento de la sociedad con menos fricciones, no produce adaptación o conformismo sino todo lo contrario: fomenta el conflicto y el desacuerdo, alimenta la disconformidad y la inadaptación y, encima, no da dinero. ¿Cómo explicar, entonces, a quienes de buena fe se preguntan por ello, por qué sigue siendo necesario? Cuando Walter Benjamin estudió a Baudelaire —el hombre que inventó el oficio al que nos dedicamos quienes nos dedicamos a estas cosas: el de escritor (poeta, ensayista, crítico) moderno—, situó su perfil en el contexto del fenómeno que mejor define la vida contemporánea, el de un empobrecimiento de la experiencia, una nueva forma de pobreza que los antiguos no conocieron y que interrumpe la continuidad entre las generaciones del mismo modo que el filo de las agujas del reloj mecánico corta el tiempo en esos instantes inconexos y desleídos que trituran las biografías de los trabajadores industriales, más pobres cuanta más riqueza producen. Este es un régimen de vida que produce mucha más basura que ningún otro conocido, que se llena por todas partes de desechos, ruinas, desperdicios (esos mismos instantes dispersos que nacen ya obsoletos, que caducan en el mismo momento en el que nace el instante siguiente), harapos de humanidad ocultos en las montañas de porquería de los vertederos. El escritor o el pintor de la vida moderna es, en el retrato que Benjamin hace de Baudelaire, el que convierte en una profesión el rebuscar entre la basura hasta encontrar esos residuos de sensibilidad —y de entendimiento— que la sociedad ha ido desechando precisamente para funcionar mejor, para profundizar en el modo empobrecido de vivir en medio de la opulencia tecnológica. Al ponerlos a disposición de sus semejantes, el escritor no está contribuyendo al mejor funcionamiento social sino, al contrario, devolviendo a la vida esos pedruscos que obstaculizan el movimiento de la máquina. Pero esos hallazgos constituyen la única forma de riqueza (inaprovechable política, social o económicamente) que, como un anacrónico cuerno de la abundancia, puede compensar el empobrecimiento de la vida moderna y señalar un límite irrebasable a la lógica de la eficacia y la rentabilidad. Y es dudoso que podamos existir dignamente allí donde ese límite ha sido sobrepasado.
José Luis Pardo es catedrático de Filosofía en la Universidad Complutense de Madrid y autor de ensayos como La regla del juego (Premio Nacional de Ensayo de 2005), Esto no es música o Nunca fue tan hermosa la basura (todos publicados por Galaxia Gutenberg/Círculo de Lectores).