Millones de animales son sacrificados como consecuencia de pruebas y ensayos de laboratorio, y otros muchos sufren una lenta y dolorosa agonía a causa de las pruebas de toxicidad, inhalación e inyección de productos tóxicos, y otros muchos ensayos a los que son sometidos. Lo peor es que gran cantidad de estos experimentos no se realizan a causa de investigaciones valiosas para la salvación de vidas humanas. Muchos de ellos, de hecho, tienen como objetivo la elaboración de más productos cosméticos (de esos que ya poseemos en abundancia), o se realizan con la intención de proporcionar méritos o subvenciones al investigador, o satisfacer a unos estudiantes que se sentirán «más profesionales» si manipulan, inyectan e intervienen animales desde los primeros años de su formación.
La dolorosa constatación de esta realidad vino como consecuencia de mi matriculación en la asignatura Ética de los animales, adscrita al programa del Máster en Éticas Aplicadas, de la Universidad Complutense de Madrid. A este escenario me llevó la curiosidad, y la intención de calmar el dolor que me causa la certeza de su sufrimiento, a través del conocimiento cercano de lo que sucedía realmente con los animales en los laboratorios. Estaba segura de que encontraría unas condiciones más razonables de lo que mis lecturas e investigaciones insistentemente presagiaban. Esta experiencia, sin embargo, me ha permitido ver de primera mano un panorama mucho más sombrío de lo que nunca hubiera pensado. La existencia de una normativa europea que vela por el «bienestar» de los animales, circunstancia que tranquiliza enormemente a la sociedad, no resultó ser más que una pantalla tras la que se oculta un infierno de sufrimiento y dolor.
La existencia de comités de ética animal en cada centro en el que se utilizan animales para la investigación contribuye a calmar la inquietud de una sociedad sabedora del tormento injusto y desproporcionado que causamos a otros seres sensibles. Estos comités se encargan de recibir, valorar y considerar los distintos proyectos de investigación; debiendo hacerlo, ya que han adoptado esa denominación, desde una perspectiva «ética». Pero la dimensión «ética» es irreductible a una perspectiva científica o legislativa, esto quiere decir que no debe limitarse a un análisis cuyo resultado arroje el cumplimiento o incumplimiento de la normativa, pues podríamos encontrarnos entonces obedeciendo leyes ciegamente, sin cuestionarlas, fuera cual fuera la naturaleza de estas. No es posible, por tanto, hablar de «ética» si prescindimos del uso del ejercicio autónomo de la reflexión.
Es al filósofo, en tanto que experto en este campo del saber, al que le corresponde coordinar el escenario de reflexión en el que han de discutirse los conflictos difíciles de resolver; siendo la reflexión condición de posibilidad de la ética. Pero, paradójicamente, en centros como el Instituto de salud Carlos III, la Fundación Jiménez Díaz, la Universidad de las Islas Baleares, la Universidad de Navarra, o la Universidad Complutense de Madrid, entre otros, los comités de ética están formados, únicamente, por profesionales del ámbito científico. Esta situación supone una carencia de interdisciplinariedad cuyo cumplimiento obligatorio debería explicitarse de forma concisa como requisito de constitución de cualquier comité de ética. La interdisciplinariedad es condición de posibilidad de apertura y comprensión de otros planteamientos; posibilitando la transformación, la mejora y el diálogo. Al no escuchar las razones de los otros la discusión se torna monólogo, y se ve desposeída de su dimensión social.
La normativa vigente en relación con el «bienestar animal» empieza afirmando que «Los animales tienen un valor intrínseco» y que «debe tratarse siempre a los animales como criaturas sensibles», pero subyace en todo el documento una incomprensión, desconocimiento o imprecisión terminológica y conceptual, uno de cuyos efectos es la confusión reiterada de lo «bueno como medio» y lo «bueno como fin», supeditando el «valor intrínseco» al interés del investigador. Algo del todo imposible si entendemos la expresión en el sentido ético, filosófico, que le dio Moore (Moore, 1993), ya que algo que posee «valor intrínseco» está dotado de una consideración esencial e imprescindible que no puede supeditarse al mero interés. En la normativa actual, sin embargo, el sufrimiento del animal no humano queda justificado legalmente si el investigador cree que puede obtener algún beneficio de ese dolor: «Las autoridades competentes podrán conceder exenciones al requisito de actuar para minimizar el sufrimiento del animal si hay una justificación científica.»; «Si un animal puede sufrir dolor cuando hayan desaparecido los efectos de la anestesia, se tratará con analgésicos […] siempre que sea compatible con los fines del procedimiento»; «No se utilizarán en procedimientos animales capturados en la naturaleza […] Las autoridades competentes podrán conceder exenciones si está justificado científicamente».
¿Podemos realmente seguir denominando «bienestar animal» a una serie de acciones y normativas que justifican causar dolor y sufrimiento a un animal no humano siempre y cuando un científico afirme que de ese sufrimiento pudiera, hipotéticamente, devenir un interés para la especie humana?
Me gustaría, pues, insistir en que la ausencia de profesionales especializados en ética (filósofos) en los comités de ética animal tiene como consecuencia, como ya hemos señalado, una incapacidad creciente para distinguir lo «bueno» de lo «útil»; el desconocimiento de conceptos esenciales provoca una imprecisión que lleva reiteradamente al error y la simplificación terminológica y conceptual, a la vez que la interpretación errónea sobre la naturaleza y los objetivos de la ética conducen a una especie de «obediencia de las normas sin debate ni cuestionamiento» que hacen imprescindible en este ámbito la presencia crítica y orientadora del filósofo.
Pero quisiera finalizar alejándome del profesional (el filósofo, el científico) para acercarme al hombre, y reflexionar sobre lo sencillo que es no ejercer violencia, no actuar severamente, contra el que puede denunciarnos, o contra el que, aún no pudiendo, goza de la protección y amparo de otros más fuertes que lo defiendan y velen por él. Es, sin embargo, el respeto hacia el más vulnerable, el que no tiene voz ni es apenas representado, ese que no podrá nunca delatarnos ni revelar nuestros actos, lo que hace de la toma de conciencia sobre las causas de su sufrimiento un imperativo moral, y de nuestro comportamiento una conducta ética.
La verdadera bondad del hombre sólo puede manifestarse con absoluta limpieza y libertad en relación con quien no representa fuerza alguna. La verdadera prueba de la moralidad de la humanidad, la más honda (situada a tal profundidad que escapa a nuestra percepción), radica en su relación con aquellos que están a su merced: los animales. Y aquí fue donde se produjo la debacle fundamental del hombre, tan fundamental que de ella se derivan todas las demás. (Kundera: 1985, 296)
Autora: Mere Ortíz Martínez
Fuente: NoCreasNada (20/07/2019)