Trabajadores en la crisis sanitaria de la Covid-19: Luchas de reconocimiento y desprecio
Andrés Pedreño Cánovas es Profesor Titular de Sociología en la Universidad de Murcia y editor de la revista Sociología Histórica. Su docencia se centra en la Teoría Sociológica. Investiga en Sociología Rural, de las Migraciones y del Trabajo. Entre sus muchas publicaciones, destacan Del jornalero agrícola al obrero de las factorías vegetales (Madrid, 1999); La condición inmigrante. Exploraciones e investigaciones desde la Región de Murcia (Murcia, 2005); De cadenas, migrantes y jornaleros: los territorios rurales en las cadenas globales agroalimentarias (Madrid, 2014); y la investigación colectiva Bienvenidos al norte. Explotación de la nueva emigración española en el corazón logístico de Europa (Madrid, 2020). Impulsó el blog Sociología en Cuarentena como observatorio sociológico de las tendencias sociales de los meses de confinamiento durante la pandemia de Covid-19.
Tras tantos años de olvido en la visión del mundo impuesta por el individualismo postmoderno y neoliberal, la pandemia global provocada por la Covid-19 ha vuelto a actualizar una enseñanza básica de la sociología que se remonta al ideario republicano de Émile Durkheim, esto es, que en la división social del trabajo se constituye un individualismo moral que es fuente de solidaridad colectiva.
La «guerra contra el virus» no hubiese sido posible sin el despliegue de esa solidaridad inherente a la división social del trabajo. Solamente en circunstancias excepcionales tenemos el privilegio de contemplar tan diáfanamente el entramado de interdependencias tejido por la movilización general de los diferentes colectivos de trabajadores: el personal de la sanidad pública en la primera línea del frente en la guerra contra el virus, los trabajadores agrícolas abasteciendo de alimentos a los comerciantes, los educadores manteniendo la enseñanza a través de herramientas virtuales o salvando las distancias como se pudiese, los y las limpiadoras desinfectando hospitales, el trabajo sumergido pero indispensable del cuidado de la infancia y de las personas dependientes realizado en el espacio anónimo de los hogares en las largas horas del confinamiento, el servicio de las residencias de ancianos y un largo etcétera.
Es un tanto enigmático, la rapidez con la que se rehacen la conciencia colectiva y el deber profesional en estos tiempos amargos, si tenemos en cuenta lo dañada que está la división social del trabajo tras las décadas neoliberales de precariedad laboral y recortes del gasto público. En efecto, en las últimas décadas, sobre las ruinas de la moral colectiva se ha venido edificando una auténtica «sociedad del desprecio» (Axel Honneth): desprecio hacia el valor del trabajo y sus derechos, desprecio hacia lo colectivo y los derechos sociales. Por ello, en estos días de estado de excepción, esos mismos colectivos despreciados ponen encima de la mesa exigencias de reconocimiento: inversión pública, derechos laborales, derechos sociales. Unas exigencias en las que se juegan la vida, pues en cuanto trabajadores y trabajadoras son las personas más expuestas a los contagios víricos.
Estas reclamaciones son fundamentales para el vivir juntos. Conviene recordarlo: la división social del trabajo, con sus deberes y derechos, con el reconocimiento frente al desprecio, es la fuente de la conciencia colectiva y de la solidaridad social. Sin ambos elementos, no podríamos ganar esta guerra contra el virus.
Esta crisis vírica actualiza algo que nunca debimos dejar que nos usurparan: el «trabajo con los otros». Esta afortunada expresión de la socióloga francesa Danièle Linhart (inspirada en Emile Durkheim) viene a recordarnos que el trabajo siempre está en una relación con la sociedad en su conjunto. En efecto, la crisis vírica que estamos viviendo valoriza el vínculo del trabajo con los otros (con la sociedad) y nos muestra que la supervivencia y sostenibilidad de una sociedad depende de ese vínculo esencial del trabajo con los otros.
Venimos de décadas en las que el trabajo se redujo a individualismo competitivo, a «empresario de sí mismo» y en definitiva a un «trabajar sin los otros». Así el trabajo dejó de ser un vínculo privilegiado de la solidaridad social y de la construcción de ciudadanía. Es más, todas las reformas laborales de las últimas décadas han ido socavando los colectivos en el trabajo y enfatizando al individuo, desde la premisa de que el valor de lo colectivo en la división social del trabajo era un peligro para la competitividad (máxime si tenía la ocurrencia de organizarse en sindicatos). El neoliberalismo decretó que el trabajo con los otros, ese vínculo esencial del trabajo con la sociedad, era un arcaísmo. En el mundo de la circulación de las mercancías, el trabajo debía ser una mercancía más en el juego infinito de los intercambios.
En estos días de crisis sanitaria estamos pudiendo valorar cuán necesario es el trabajo con los otros y cuán dañado está ese vínculo esencial. En el universo laboral de la larga noche neoliberal son muchas las actividades productivas en las que se ha cortado este vínculo del trabajo con la sociedad y se ha privilegiado «la identificación con la empresa».
Esta «identidad de empresa», que se inviste bajo ropajes de modernidad, trato cortés, gestión de recursos humanos, etc., conlleva, sin embargo, tal violencia simbólica de reducción del trabajo a puro cálculo utilitarista que no creo exagerar si hablamos de «una dictadura sobre el proletariado».
La crisis vírica nos ha recordado que la fortaleza de una sociedad depende de la vocación de servicio hacia los otros, una vocación que no es solamente propia de los funcionarios públicos, sino también del resto de los trabajadores y trabajadoras. La verdadera movilización general a la que estamos asistiendo es la del mundo del trabajo que está, literalmente, echándose sobre sus espaldas la supervivencia presente y futura del país.