Miguel Pajares Alonso es doctor en Antropología Social por la Universidad de Barcelona, miembro del Grup de Recerca sobre Exclusió i Control Social (GRECS) y presidente de la Comisión Catalana de Ayuda al Refugiado. Fue uno de los impulsores de SOS Racismo (1991-1996), responsable en Cataluña de los Centros de Información para Trabajadores Extranjeros (CITE) entre 1996 y 2000, y asesor externo del Comité Económico y Social Europeo (CESE) entre 2000 y 2012. Ha escrito varios ensayos y numerosos artículos en revistas especializadas y medios de comunicación. Entre 2007 y 2010, fue autor del informe anual Inmigración y mercado de trabajo, publicado por el Observatorio Permanente de la Inmigración. También colaboró con el CESE en diversos dictámenes sobre inmigración y asilo. Además, es autor de varias novelas de crítica social. En 2020 publicó Refugiados climáticos, un gran reto del siglo XXI. Su web: www.miguelpajares.com
Miguel, muchas gracias por concedernos esta entrevista. En el fenómeno migratorio hay siempre dos polos: por un lado, las sociedades de las que parten las personas migrantes; por otro lado, las sociedades receptoras. Estas últimas suelen hablar del «efecto llamada», sobre todo para justificar las medidas de rechazo, pero se habla muy poco del «efecto huida», de las razones por las que las personas abandonan su casa y su país para buscar otro lugar donde poder vivir. ¿Cuáles son los principales factores que provocan esa «huida»?
Suele decirse que las migraciones son multicausales, y es que realmente es difícil identificar una única causa. Se habla de la pobreza como principal factor de huida, pero lo cierto es que casi nunca emigran los más pobres de un país, porque emigrar requiere contar con recursos económicos. Lo más común es que emigre la gente joven, con cierto nivel de formación y de familias con algunos medios económicos. Pero esto es válido para los migrantes que recibimos en el Norte global, por ejemplo, en España. Hay otras migraciones que se producen entre países del sur; gente que sale de su país pero no va mucho más lejos que al país vecino. En esas migraciones es más fácil identificar la pobreza: la gente huye de lugares en los que ya no encuentra recursos para sobrevivir y se va a otros, lo más cerca posible, en los que pueda hallar tales recursos, sean las ciudades de su propio país o las ciudades del vecino. Estas migraciones se están intensificando porque la escasez de recursos se está viendo acentuada por el cambio climático. Y, por supuesto, están las migraciones que causan los conflictos bélicos, en cuyo caso se les da la consideración de refugiados.
El cambio climático se ha convertido en la causa principal de las migraciones actuales y la previsión es que tales migraciones aumenten a medida que se agrava el calentamiento global. Tú has estudiado esta relación entre cambio climático y migraciones. Queríamos plantearte dos preguntas al respecto: ¿cuáles son (y serán) los principales impactos ecosociales del cambio climático y cuáles son (y serán) las regiones y poblaciones más afectadas?
Los impactos del cambio climático son fáciles de señalar, porque ya están produciéndose, especialmente en determinadas zonas rurales en las que la gente vive de la agricultura y la ganadería. Uno de esos impactos es el cambio en los patrones de lluvia. Hay zonas en las que cada vez llueve menos y las sequías están haciéndose más frecuentes y prolongadas; pero, además, las lluvias se han vuelto más erráticas y extemporáneas, lo que implica que las lluvias torrenciales y las inundaciones se produzcan con mayor frecuencia. Todo eso está afectando a los cultivos y los pastos, de forma que los medios de vida en esas zonas rurales están decayendo. Además, en determinadas partes del planeta las temperaturas ya son excesivas para los cultivos y estos están perdiendo productividad.
¿Qué partes son estas? Contesto a tu segunda pregunta: básicamente las regiones tropicales. Ahí es donde están perdiéndose cultivos con mayor intensidad, e incluso están aumentando los desiertos. Por ejemplo, hay zonas del Sahel que están siendo abandonadas por sus poblaciones porque el desierto del Sahara está avanzando hacia el sur. Mucha gente de Burkina Faso, de Mali o de Níger está bajando hacia los países costeros de África Occidental por ese motivo. De hecho, ese es uno de los desplazamientos climáticos que ya es claramente identificable. Otras regiones tropicales en las que se dan esos impactos son América Central, Asia del Sur y el Sudeste Asiático.
Hay otro impacto climático que ya está haciendo mucho daño en algunos lugares, pero lo hará mucho más en las próximas décadas, y es la subida del nivel del mar. Esta subida no se produce por igual en todo el planeta, las aguas tienden a gravitar hacia el ecuador en la medida en que los polos pierden masa, y ya hay islas del Pacífico en las que la gente está desplazándose por este motivo. Pero el daño acabará siendo enorme en todas las zonas costeras.
Teniendo en cuenta el impacto creciente del cambio climático, que se suma al de otros factores ecológicos y sociales, ¿crees que sigue siendo pertinente distinguir entre los refugiados políticos que escapan «forzosamente» y tienen derecho a solicitar «asilo», y los migrantes económicos que abandonan «libremente» su país y no pueden reclamar tal derecho? ¿Habría que reconocer, como dice Sandro Mezzadra, el «derecho de fuga»? El título de tu libro Refugiados climáticos es muy claro, pero nos gustaría que nos lo explicaras.
La distinción entre migración voluntaria y migración forzosa siempre ha sido un asunto espinoso. Los gobiernos de los países receptores del Norte global y sus legislaciones han pretendido resolverlo dando por hecho que la migración económica es voluntaria y la migración que se produce huyendo de un conflicto o una persecución es forzada, y a esta segunda se le reconoce el derecho al asilo. Pero el hecho es que buena parte de la llamada migración económica también está forzada por el expolio que han sufrido y sufren los países del Sur global, por unas relaciones comerciales que son draconianas para ellos, por una penetración de las multinacionales que ha arruinado sus medios de vida locales, y por unas imposiciones del Fondo Monetario Internacional y del Banco Mundial que los han dejado sin posibilidades de tener una desarrollo económico independiente. El Norte global debería reconocer su responsabilidad en el empobrecimiento del Sur y asumir obligaciones respecto las migraciones que se derivan de ese empobrecimiento. Pero, por ahora no es así, y solo se reconoce el derecho al asilo a las víctimas de una acción de tipo político, como un conflicto bélico y una persecución.
Sin embargo, las personas que huyen de sus países por causa del cambio climático también son víctimas de una acción política: el incumplimiento por parte de los gobiernos de los tratados internacionales que han suscrito para combatir el cambio climático. Desde el primer tratado de 1992, los gobiernos están obligados a reducir las emisiones de gases de efecto invernadero, y estas no han hecho otra cosa más que crecer. Los gobiernos han vulnerado tratados que eran de obligado cumplimiento, y eso es lo que convierte a los migrantes climáticos en víctimas políticas. Por ahora, hablar de refugiados climáticos no tiene efectos legales, pero es una forma de enfrentar a los gobiernos con la responsabilidad que tienen sobre esas migraciones.
Uno de los fenómenos más novedosos de las migraciones actuales son los movimientos de rechazo xenófobo que suscitan en los países receptores, el aumento de partidos y gobiernos de ultraderecha, la multiplicación de muros fronterizos y de políticas que criminalizan a los migrantes, y la externalización del control migratorio, como está haciendo la Unión Europea con países como Turquía, Marruecos o Libia. ¿Cómo valoras este fenómeno, especialmente en el caso de Europa?
Es una expresión de los trastornos que afectan a las sociedades europeas. No tenemos un problema de inmigración, tenemos un problema de xenofobia. En realidad, podríamos gestionar las migraciones que recibimos sin todas esas medidas de control migratorio, pero en las sociedades europeas está muy arraigada la idea de que la inmigración es un peligro, algo de lo que tenemos que defendernos, y es eso lo que nos lleva a gastar ingentes cantidades de dinero en control fronterizo y lo que hace que nos comportemos con crueldad con las personas migrantes.
Se acepta con normalidad que miles y miles de personas mueran cada año intentando llegar a territorio europeo, y eso produce dos efectos. El primero es que nuestros estándares de respeto a los derechos humanos quedan por los suelos; nuestras sociedades se vuelven más autoritarias porque la seguridad impregna toda acción gubernamental. Y el segundo es que nos hace ver en la inmigración unas dimensiones que no tiene. De hecho, si observamos los datos que da la División de Población de Naciones Unidas, vemos que todos los países europeos tienen tasas de emigración mayores que la gran mayoría de los países africanos; emigra más gente de los países europeos que de los africanos (con algunas excepciones, como Marruecos, Egipto o Sudán del Sur), pero hemos desarrollado la capacidad de ver unas migraciones y no las otras. Es la xenofobia la que perturba nuestra visión de las cosas.
Por eso, una de las cosas en las que más hay que insistir es que, si queremos gestionar mejor las futuras migraciones climáticas, la principal tarea que tenemos por delante es la lucha contra la xenofobia. Hay que desarrollar un gran número de actuaciones en este terreno, y es algo en lo que tenemos que implicarnos desde las organizaciones sociales, la academia, los gobiernos locales y de los demás niveles, los medios de comunicación, etcétera. La lucha contra la xenofobia debería ser uno de los principales empeños de nuestro tiempo.
La pandemia de Covid-19 ha puesto al descubierto las grandes desigualdades sociales y ha afectado sobre todo a las personas más vulnerables, pero también ha mostrado el papel decisivo de las llamadas «actividades esenciales» y de los colectivos sociales precarizados e invisibilizados que las llevan a cabo, entre ellos los grupos de personas migrantes. ¿Crees que esto ha contribuido a cambiar de manera positiva la percepción social de estas personas?
Ojalá. En los primeros meses de la pandemia se decía que de ella saldríamos como una sociedad mejor, más solidaria, más consciente del papel que juegan todas las personas que hacen esas actividades esenciales. También se decía que la recuperación económica sería ecologista, que avanzaríamos hacia una movilidad más sostenible y cosas similares. Pero lamento decir que esto no está pasando. Nos hemos lanzado, y los gobiernos en primer lugar, a reactivar todo lo que hacíamos antes, incluidas las actividades más contaminantes. Y en materia social, tampoco parece que nos hayamos vuelto mucho más solidarios o conscientes del papel que juegan esos colectivos precarizados pero esenciales.
Sin embargo, antes de la pandemia estaban creciendo los grupos sensibilizados con el cambio climático, con los derechos de las personas migrantes, con el papel de los servicios públicos… Y es en estos sectores sociales más sensibilizados en los que hay que poner las esperanzas y los que se han de potenciar. Lo que intento decir es que, de alguna manera, lo que hemos de hacer es dar continuidad a las luchas que ya estaban en marcha, y fortalecer las organizaciones sociales que representan esas luchas.
Terminas tu libro diciendo que «otro futuro es aún posible» y abogas por una transición ecológica y solidaria. ¿Cuáles son las políticas nacionales e internacionales que deberían ponerse en marcha, en primer lugar con respecto al cambio climático, y en segundo lugar con respecto a las migraciones climáticas y al nuevo tipo de «refugiados climáticos» que están generando?
Con respecto al cambio climático no hay más remedio que poner en cuestión el crecimiento económico y el papel de las grandes corporaciones. Hay que cambiar nuestro modo de vida y nuestro sistema económico; hay que consumir menos y hay que ir hacia una economía en la que la preponderancia la tenga lo público y la economía cooperativa. Ya se está viendo que, por muchas promesas climáticas que hagan los gobiernos, el consumo de combustibles fósiles no decrece, y es que las grandes corporaciones siguen con sus negocios como si no pasara nada. Los cambios que hemos de hacer son de gran calado, y lamento decirlo porque sé lo difícil que es lograr algo así. Pero creo que cada vez hay más gente, sobre todo gente joven, que empieza a tener esto bastante claro.
Y respecto a las migraciones climáticas, lo que creo que hemos de empezar a hacer es identificarlas y lograr que los gobiernos comiencen a darles algún tipo de protección. Reconocer a los migrantes climáticos como refugiados no es algo que pueda suceder de inmediato, pero sí puede lograrse que los gobiernos no los devuelvan a sus países como suelen hacer con los migrantes a los que consideran «irregulares». Ya hubo una sentencia de Naciones Unidas que decía que no debería devolverse a personas a las que les ha desaparecido su hábitat como consecuencia del cambio climático. Por ahí hemos de avanzar.