La Primera Guerra Mundial entre las grandes potencias europeas provocó una revolución en el transporte y distribución de mercancías. Desde entonces, los procesos expansivos iniciados por los imperios coloniales comenzaron a acelerarse. Tras la Segunda Guerra Mundial, el globo se achicó y las cadenas de producción y distribución de materias primas, maquinaria y bienes de consumo se entrelazaron por todo el mundo.
Este proceso, conocido como globalización económica, se incrementó desde los años ochenta del siglo XX con la revolución de las tecnologías de la información y la comunicación (TIC) y con la adopción de las políticas económicas neoliberales por parte de los países desarrollados, especialmente tras la caída del bloque soviético y la incorporación de China y otros países del sudeste asiático al mercado global. Fue entonces cuando algunos creyeron que había llegado el «fin la historia» y que el imperio de un mercado global plenamente integrado parecía inevitable. Pero las dinámicas históricas son imprevisibles.
Como ya había sucedido en el período 1873-1896 o en la crisis del petróleo de 1973, la crisis bursátil de 2008 produjo una desaceleración económica mundial, lo que condujo a una disminución de la interdependencia e integración de los mercados globales. Las tensiones comerciales entre China y Estados Unidos -que alentaron la llegada al poder de Trump con su promesa de renacionalizar la economía-, los virajes proteccionistas en economías como la japonesa o la británica –entiéndase el Brexit en esta clave–, o la desaceleración en el volumen de mercancías en todo el mundo advertida ya en 2019, parecen indicar un cambio de tendencia.
A todo ello se añaden los impactos económicos y de todo tipo provocados por la Covid-19, incluidos los recientes fallos en la cadena de suministros, que han llevado a la Unión Europea y a otros países desarrollados a plantearse la necesidad de reorientar sus estrategias y relocalizar algunos de sus sectores económicos básicos.
Pero la crisis en la cadena de suministros no responde sólo a la pandemia, sino a un problema mucho más profundo: la creciente escasez de minerales para la fabricación de fertilizantes agrícolas y de toda clase de aparatos electrónicos, desde ordenadores y automóviles hasta placas fotovoltaicas y aerogeneradores, lo que puede poner en riesgo la transición energética hacia las energías renovables y los coches eléctricos. Y es que el proceso globalizador de las últimas décadas, calificado por Will Steffen y su equipo como la Gran Aceleración que ha dado origen al Antropoceno, es insostenible a medio plazo, pues ha estado basado en los combustibles fósiles y ha provocado el cambio climático, el expolio de los recursos naturales, la reducción de la biodiversidad y la degradación de la biosfera, y acabará hipotecando las posibilidades vitales de las próximas generaciones.
Por todo ello, son cada vez más las voces que reclaman otro tipo de economía, que garantice el sustento de la humanidad sin poner en peligro habitabilidad de la Tierra. Para ello, hay que asegurar la soberanía energética y alimentaria de las comunidades, mediante energías renovables y cultivos ecológicos de proximidad. Además, son necesarias cadenas de fabricación y distribución cercanas, para conseguir que sean más justas y sostenibles.
Para abordar este debate, el Laboratorio ha contado con los siguientes invitados: el sociólogo Antonio Martín-Cabello, que se basa en los datos del Banco Mundial para hablar de una «reconfiguración de la globalización» más que de una «desglobalización»; los sociólogos Julio A. del Pino Artacho y Héctor Romero Ramos, que se centran en el fenómeno de la pandemia para mostrar que la «sociedad mundial» no se ha construido en contra del Estado, como defendieron los teóricos neoliberales de la globalización, sino más bien gracias a él; y la ingeniera química Alicia Valero Delgado, experta en materias primas críticas, que considera imposible seguir manteniendo un proceso de globalización basado en la extracción, distribución y consumo de minerales cada vez más escasos.