Álvaro Campos Celador es investigador y profesor adjunto de la Universidad del País Vasco (UPV-EHU). Desde 2012,es doctor en Ingeniería Térmica. Ha desarrollado su investigación en temas relacionados con la eficiencia energética, el almacenamiento térmico y las energías renovables. En la actualidad imparte docencia en el Grado en Ingeniería de Energías Renovables en la sección Eibar de la Escuela de Ingeniería de Gipuzkoa. Profesor visitante de la universidad PXL de Hasselt (Bélgica), ha publicado numerosos artículos y participado en proyectos de investigación tanto nacionales como internacionales. Compagina su actividad investigadora con el activismo en materia de transición energética justa, sistemas descentralizados y cooperativas energéticas. Forma parte de ekopol, de la plataforma Interkonexio Elektrikorik Ez! y de la Red de Apoyo Mutuo en Respuesta a los Megaproyectos Energéticos. Twitter: @alvaro_j_campos Researchgate: https://www.researchgate.net/profile/Alvaro_Celador
Comunidades energéticas: Corruptio optimi quae pessima est
Mediante esta antigua fórmula latina, «la corrupción de lo mejor es lo peor», Iván Illich sostenía la teoría de que la institucionalización de lo virtuoso devenía en su opuesto. Si bien centró su crítica en las instituciones modernas, un fenómeno similar se puede apreciar en un sinfín de ámbitos donde aspectos tales como la eficiencia y la prisa vacían de contenido las prácticas más necesarias y urgentes. Uno de esos ámbitos es el de la energía, un elemento central de las múltiples crisis que atravesamos.
A pesar de que la necesidad de transitar a una economía renovable viene dada por la fractura metabólica que acarrea el actual modelo de producción y consumo, las distintas recetas promovidas por empresas e instituciones distan mucho de incidir en el germen del asunto. Ni en el germen, ni en la totalidad de sus múltiples síntomas. Por el contrario, poco a poco se ha ido fabricando un diagnóstico a la medida de sus propias soluciones. En concreto, de una crisis que nos habla -como hace Kate Raworth– de extinciones masivas, agotamiento de recursos, artificialización de tierras, desequilibrios químicos…, se ha realizado un diagnóstico simplificado en torno al cambio climático. Una vez más, y mediante una contabilización tramposa e interesada de los balances de emisiones, se apunta a la tecnología como único remedio.
No es casualidad que tras años de negacionismo se vuelva a secuestrar el debate, una vez que el capital tiene la fórmula de los megaproyectos renovables lista para ser aplicada, como han denunciado Juan Bordera y Antonio Turiel. Y aquí tenemos la primera corruptio, la que toma a las renovables como una tecnología sustitutiva de las fósiles, tanto cualitativa como cuantitativamente, despreciando su baja densidad, las elevadas necesidades de materiales y energía, y obviando su mayor virtud, su modularidad: la capacidad que presentan de poder desarrollarse a pequeña escala y de forma distribuida.
Sin embargo, no todas las batallas se perdieron con ello. Las limitaciones y potencialidades de fuentes de energía renovable han hecho su propio camino. Ya han pasado décadas desde que empezásemos a oír hablar de cómo comunidades y pueblos se convertían en sujetos centrales de la gestión de su propio suministro energético, siendo semilla de lo que más tarde se vendrían a conocer como comunidades locales de energías renovables. Sin una única acepción para estas iniciativas distribuidas, podemos identificar los siguientes principios: membresía voluntaria y abierta; control democrático; participación en las decisiones económicas y propiedad compartida; autonomía e independencia; educación e información; cooperación con otras comunidades, así como intereses sociales y ambientales compartidos con la comunidad. Bajo este paraguas, han ido floreciendo lentamente distintas iniciativas, originalmente en Centroeuropa, pero muy pronto se han ido extendiendo en todas direcciones. Esta gestión de los recursos, más sostenible e igualitaria, en la que las personas participan de su gestión, no solo es mayormente capaz de relacionarnos con los límites planetarios, sino que en un gran número de casos ha demostrado ser más eficiente que las iniciativas clásicas basadas en relaciones verticales entre productoras y consumidoras, tal como mostró la nobel de economía Elinor Ostrom.
Los beneficios socioambientales de estas iniciativas, así como su capacidad de adaptación y resiliencia a contexto cambiantes, ha supuesto la integración de estas iniciativas en el recetario institucional. Así, bajo diversas acepciones, tales como comunidades ciudadanas de energía (Directiva UE 2019 / 944, Art. 16) o comunidades de energías renovables (Directiva UE 2018 / 2001, Art. 22), la Unión Europea ha ido introduciendo estos conceptos en su propia taxonomía, con su posterior trasposición a la legalidad de los Estados miembros. Sin embargo, esta supuesta conquista no salió gratis, pues en este nuevo marco legal, se acabó deslavando el concepto de comunidad energética, desapareciendo muchas de las características que compartían las comunidades energéticas existentes y quedando reducidas de facto a cualquier tipo de iniciativa donde las personas se relacionan de muy diversos modos en torno a la producción mediante fuentes de energía renovable. Y es aquí donde aparece la segunda corruptio, pues se abre la puerta a que muy variopintas iniciativas se puedan beneficiar del nuevo marco que se abre con este boom de comunidades energéticas.
De hecho, no son pocas las empresas y demás instituciones que se han subido al carro. Así, a modo de ejemplo, asistimos atónitos al hecho de que empresas tales como la petrolera Petronor o la energética Iberdrola, causantes de primer orden de la actual situación de crisis climática, han lanzado sus propias comunidades energéticas de energías renovables haciendo hincapié en el poder de la ciudadanía en la transición energética. Del mismo modo, la Consejería de Desarrollo Económico, Sostenibilidad y Medio Ambiente del Gobierno Vasco, al mismo tiempo que ataca la soberanía de los municipios a través de la ley Tapia, propone «empoderar a la ciudadanía» a través de Ekiola, su propia receta top-down para establecer cooperativas energéticas de energías renovables.
Aunque pudiese parecer algo menor, son muchos los perversos efectos que se derivan de estas iniciativas de lavado no sólo verde, sino también social. Por mencionar algunos, podemos hablar del secuestro por parte de los grandes capitales de cuantiosas sumas de dinero público inicialmente destinado a que la ciudadanía desarrollara su propia autonomía energética -que vuelve a caer en el bolsillo de las grandes multinacionales-, o de la eliminación de la componente social, fundamental para realizar una verdadera pedagogía que nos permita relacionarnos con la energía de una manera responsable y sujeta a los límites que presentan las energías renovables.
En este contexto, se hace fundamental denunciar todas estas corruptiones e impulsar y recuperar todas las dimensiones que caracterizaban inicialmente a las comunidades energéticas para que sean un vector para el desarrollo de una verdadera soberanía energética.