Javier Padilla Bernáldez es médico de familia y comunidad en un centro de salud en Madrid. Vivió siete años en Sevilla y desde hace cinco está de vuelta en Madrid. Es autor de ¿A quién vamos a dejar morir? (2019), coautor con Pedro Gullón de Epidemiocracia (2020) y co-coordinador de Salubrismo o barbarie (2017). Miembro del Colectivo Silesia. Máster en Salud Pública y Gestión Sanitaria (EASP) y máster en Economía de la Salud y del Medicamento (UPF). Trabajó de asesor de políticas públicas para En Comú Podem en el Congreso de los Diputados (2016-2017). Actualmente es diputado por Más Madrid en la Asamblea de Madrid.
Los incoherentes estertores de las restricciones
Desde marzo de 2020 nuestra vida ha girado en torno a la Covid-19. Datos de incidencia acumulada, hospitalizaciones y mortalidad impactaban sobre nuestro ecosistema mediático en forma de noticias y sobre nuestras vidas cotidianas en forma de restricciones. De este modo, salir de nuestra provincia, juntarnos para comer con un grupo de amigos, llevar o no mascarilla por la calle o volver a casa más allá de medianoche son actividades que podían estar mediadas por las medidas vigentes en cada momento.
Estas medidas, algunas más controvertidas y otras más sólidas y rigurosas, han sido la respuesta institucional de las administraciones públicas españolas para velar por la salud de la población, moviéndose en algunos equilibrios de los cuales el más popular ha sido aquel que se movía en la dialéctica “salud” y “economía”.
En las primeras olas, parecía existir cierta proporcionalidad entre los niveles de transmisión o la ocupación hospitalaria con la intensidad de las medidas implantadas y los niveles de restricción de la movilidad o la socialización; sin embargo, con el paso del tiempo fue apareciendo un cierto desacoplamiento entre estos aspectos, de modo que el menor impacto de la pandemia en la salud de la población (gracias, principalmente, a la vacunación y la inmunidad lograda por medio de la infección) vino acompañado de menores restricciones principalmente en aquellos ámbitos en los que existía algún interés económico, manteniéndose otras restricciones más difíciles de justificar.
Hay un aspecto que ejemplifica de forma clara este desacoplamiento en las medidas en esta fase de la pandemia tardía en la que nos encontramos ahora: la expansión de lo-que-se-puede-hacer. Tras unos meses de discursos grandilocuentes sobre si la pandemia nos había mostrado nuestra condición de auto/inter/eco-dependencia o acerca de la victoria de lo público sobre la debilidad de las miradas privadas en un contexto de pandemia, hay una realidad de esta pandemia tardía que es innegable: el marco de lo posible cada vez se ha hecho más pequeño.
Los servicios públicos son un ejemplo de cómo el marco de lo posible se ha ido estrechando. El curso escolar 2021/22 comenzó con medidas similares al curso 2020/21 con una excepción, la supresión de la única medida que se había demostrado que servía no sólo para proteger frente a la Covid-19 sino también para disminuir la desigualdad y mejorar el rendimiento académico: la reducción de las ratios. No por casualidad, era la única medida que tenía impacto económico. La Covid-19 había logrado hacer posible una reclamación histórica de los movimientos por la educación pública y el profesorado, pero una vez pasada la emergencia, ese logro se desvaneció en muchas Comunidades Autónomas, o se mantuvo solo por la permanencia de la sensación de excepcionalidad, no como cambio estructural conquistado.
En el sistema sanitario, en la sexta ola, a principios de 2022, mientras los bares y discotecas permanecían sin ningún tipo de restricción y con niveles de ocupación cercanos a los de febrero de 2020, en los hospitales había gente pasando los últimos días de su vida sin ningún acompañante, con protocolos que recordaban a fases mucho más precoces de la pandemia. La periodista Gabriela Sánchez lo relataba muy bien en un artículo publicado en eldiario.es titulado “Nadie pudo visitar a mi abuela antes de morir con Covid-19, pero las discotecas estaban llenas”. Es decir, ante la incapacidad para limitar lo que ocurre fuera del ámbito sanitario, se seguían construyendo muros en el interior, incluso aunque eso pudiera chocar con aspectos básicos de humanidad y buen trato.
Por último, las administraciones públicas españolas han seguido manteniendo limitaciones importantes a la atención, como ha podido comprobar cualquier persona que haya necesitado gestionar un permiso de maternidad o paternidad sin tener certificado electrónico, sin que la pandemia haya traído ninguna revolución digital a las administraciones públicas en la forma de atención.
Cuando la vacunación rondaba el 90% de la población vacunable y los casos de Covid-19 suponían aislamientos y cuarentenas para varios miles de niños en edad escolar, haciendo que la necesidad de cuidados tensionara la “conciliación” en muchas familias, la respuesta encontrada por parte de las instituciones no fue la creación de un permiso de cuidados, sino reforzar medidas como el uso de mascarillas en exteriores o, en algunas comunidades, el toque de queda, medidas ambas sin demasiado contraste científico.
¿Qué tienen en común estas medidas restrictivas? Por un lado, la ausencia de interés mercantil en su implantación o levantamiento; por otro lado, y vinculado a lo anterior, la ausencia de un grupo de presión o lobby que haga ruido para mostrar lo incoherente o poco proporcionado de algunas de estas medidas; en tercer lugar, la necesidad de las instituciones de actuar de forma firme allí donde pueden, es decir, en aquello que forma parte de su negociado de forma directa; y por último, la ausencia de un marco político de centralidad del cuidado en la implantación de las medidas.
Si bien la pandemia siempre ha sido una historia de desigualdad, ahora es una historia de desigualdad e incoherencia. Para preparar las próximas pandemias hará falta reforzar la credibilidad en las instituciones y fortalecer respuestas que tengan más que ver con los cuidados y no solamente con las restricciones.