En las últimas décadas, el llamado modelo médico de la discapacidad, centrado en la patología individual y en las posibilidades rehabilitadoras y normalizadoras abiertas por la medicina y sus múltiples agentes, ha sido puesto en cuestión por los defensores del modelo social de la discapacidad. Desde esta nueva perspectiva, la discapacidad sería una forma de exclusión social derivada de las convenciones sociales, culturales, urbanísticas, económicas, etc., que la sociedad impone a aquellas personas que no se adaptan a la norma, en particular a las portadoras de un daño físico o impairment, o de una discapacidad intelectual o sensorial. La situación de las personas con discapacidad depende de múltiples factores –económicos, sociales, etc.–, además del mismo origen del daño o disfunción permanente, así que es la sociedad la que produce la incapacidad individual, una imposición cultural y social que ha excluido y aislado a estas personas de su participación plena en la sociedad durante buena parte de nuestra historia.
Esta nueva forma de concebir la discapacidad ha surgido por la confluencia de varios procesos, desde la crisis del paternalismo médico y el nacimiento de la bioética en las últimas décadas del siglo pasado, hasta la emergencia del Disability Right Movement –movimiento por los derechos de las personas con discapacidad– y la extensión de sus demandas a una buena parte del globo, pasando por la formación del propio modelo asociacionista y el surgimiento del nuevo paradigma multicultural y de diversidad social. Todo ello ha propiciado que las personas con discapacidad hayan ido ocupando más espacios en el medio social y cultural, adquiriendo derechos específicos e incrementado sus posibilidades formativas y de inclusión en el sistema productivo.
También ha permitido que las personas con discapacidad hayan ido abandonando progresivamente sus antiguos lugares de exclusión social –desde centros específicos, asilos o instituciones nosocomiales hasta sus propias casas–, incorporándose a la vida social, cultural, económica y política, sobre todo en los países desarrollados. Al tiempo, este colectivo ha dejado de ser considerado desde el estigma heredado de antiguas creencias culturales o religiosas –la discapacidad como signo de pecado, castigo divino o degradación racial–, para conquistar de forma cada vez más habitual y normalizada el espacio simbólico de las creaciones culturales, los medios de comunicación y los puestos de responsabilidad en empresas, organizaciones sindicales o partidos políticos.
No obstante, estas nuevas concepciones, discursos y espacios para las personas con discapacidad no han eliminado por completo las desigualdades y dificultades de todo tipo a las que este colectivo debe hacer frente a diario, con las múltiples diferencias que se derivan de los distintos tipos de discapacidad. En este sentido, los niveles de empleo entre las personas con discapacidad siguen siendo mucho peores que los del conjunto de la sociedad en cualquier país desarrollado, sus posibilidades de promoción social mucho más bajas, mientras que sus dificultades en el acceso a la educación, la sanidad u otros servicios parecen enquistadas desde hace décadas. Además, a pesar de los notables avances de los últimos años, nuestras ciudades están aún muy lejos de ser plenamente accesibles, pobladas con innumerables barreras arquitectónicas que dificultan la movilidad de las personas con discapacidad física, impidiendo la realización plena de sus capacidades y su desarrollo social y personal. Al tiempo que el viejo modelo biomédico, a pesar de las críticas provenientes del ya nombrado modelo social de la discapacidad y del modelo social-construccionista –del que deriva el nuevo concepto de diversidad funcional–, sigue aplicando criterios normalizadores no exentos de juicios morales sobre el cuerpo y la mente de las personas con discapacidad.
En este panorama, la irrupción de la pandemia de la Covid-19 supuso un retroceso en los niveles de salud y bienestar de buena parte de las personas portadoras de deficiencias físicas, intelectuales y sensoriales. El colapso sanitario enquistó las dificultades de acceso de muchas de estas personas a las prestaciones sanitarias que algunas de sus dolencias y patologías exigen de manera permanente, al tiempo que se reducían o simplemente se suprimían sus tratamientos rehabilitadoras o de atención especializada. Al margen del ámbito médico, la pandemia ha evidenciado la necesidad de superar el modelo residencial o institucional destinado a las personas consideradas dependientes, colectivo compuesto en parte por personas con discapacidad.
Conectado con lo anterior, en los últimos dos años ha cobrado un renovado impulso la reflexión sobre los temas relacionados con los principios de la “vida independiente” o la nueva “ética de los cuidados”, imaginando espacios y soluciones que transiten más allá –o más acá– del paradigma económico contractual. Y todo ello, además, en el contexto más amplio de una reflexión profunda sobre las relaciones entre género y cuidados, sobre la atención de necesidades especiales en una sociedad diversa pero con ciertos sectores poco abiertos a las diferencias, y donde los valores de la igualdad de oportunidades y justicia social parecen colisionar en muchas ocasiones con la nueva ética de la empresa o los ideales del emprendedor de éxito y dueño de su propio destino.
Por todo ello, El Laboratorio dedicará el debate del próximo mes de julio a explorar los cambios, los debates y las nuevas propuestas sobre la discapacidad ocasionados o relacionados con la pandemia de la Covid-19 y sus implicaciones y derivas posteriores.