Laura Sanmiquel-Molinero es graduada en Psicología en la Universidad Autónoma de Barcelona (2017), Máster en Investigación e Intervención Psicosocial (2018) y actualmente beneficiaria de una ayuda FPU (FPU17/01545) concedida por el Ministerio de Cultura, Educación y Deporte para realizar una tesis doctoral en el marco del programa de doctorado “Persona y Sociedad en el Mundo Contemporáneo” del Departamento de Psicología Social de la UAB. Su investigación se centra en problematizar los procesos de “transición” que rodean el advenimiento de una “discapacidad” y, especialmente, el llamado “proceso de adaptación a la discapacidad”, con el fin de producir conocimiento que contribuya al acompañamiento durante dichos procesos sin reforzar el capacitismo.
Laura, te agradecemos enormemente tu participación en El Laboratorio. El debate de este mes versa sobre «Discapacidad y pandemia», y en primer lugar querríamos hacerte una pregunta quizá demasiado amplia, pero que parece absolutamente necesaria para saber dónde estamos: ¿hasta qué punto dirías que hemos superado el tan criticado modelo médico o rehabilitador de la discapacidad? ¿Cuál crees que es el “sentir general” de las personas con discapacidad en este punto?
El modelo médico-rehabilitador no ha sido superado en absoluto. Por el contrario, para seguir perviviendo, continuamente se transforma y se apropia de otros modelos de la discapacidad, ya sean los más tradicionales o los más críticos.
Un ejemplo de lo primero es su combinación actual con el modelo moral. Si bien la discapacidad ya no suele ser vista como un castigo infligido por un ente religioso, sí suele atribuirse a una flaqueza del carácter individual (“ha quedado discapacitado porque bebió y condujo”). Además, la rehabilitación entendida como recuperación de la independencia física sigue siendo un imperativo moral, de modo que a menudo las personas consideradas discapacitadas son empujadas por su entorno a convertir su vida en una terapia de 24 horas al día para no ser tildadas de vagas o débiles de carácter.
A su vez, un ejemplo de la apropiación de los modelos críticos por parte del modelo médico-rehabilitador es la Clasificación Internacional del Funcionamiento, de la Discapacidad y de la Salud, de la OMS (2001), que afirma tener en cuenta el modelo social de la discapacidad al considerar el entorno como causante de la discapacidad, pero que sigue asumiendo un estándar de “ser humano funcional” que es capaz de realizar un conjunto concreto de actividades sin el concurso de ningún elemento externo.
Por último, no puedo hablar del sentir general de las personas discapacitadas porque conformamos un colectivo muy heterogéneo. Sin embargo, creo que puedo decir sin miedo a equivocarme que todavía tenemos muy pocas vías de acceso a los discursos críticos con el modelo médico-rehabilitador, lo que hace que nos sea muy difícil ampliar los horizontes de deseo más allá del imperativo moral de rehabilitarnos.
En este sentido, ¿hasta qué punto dirías que las preocupaciones de la academia se hallan conectadas con el sentir general de las personas con discapacidad?
Afortunadamente, en los últimos años, han ido surgiendo en el contexto español algunos estudios que exploran realidades hasta hace poco ignoradas por la academia, como son las prácticas discapacitistas desde una perspectiva interseccional, y me atrevo a decir que preocupan a la mayor parte de personas categorizadas como discapacitadas. Espero que cada vez seamos más quienes nos dedicamos a ello y que podamos acceder a financiación para hacerlo.
Ahora bien, al hilo de lo que comentaba en la pregunta anterior, más importante que si la academia está conectada al sentir general de las personas discapacitadas, es cuestionarse qué están haciendo los Estudios Críticos de la Discapacidad para acercarse al colectivo, no solo para escuchar su sentir, sino también para problematizarlo y cambiarlo en una dirección emancipadora. Por ejemplo, investigando sobre prácticas discapacitistas, a menudo me encuentro que las personas discapacitadas no se identifican como un colectivo oprimido, o no consideran discriminatorias esas prácticas, justamente por la pervivencia de los modelos individuales de la discapacidad. No sé si estamos haciendo suficiente para abordar eso.
En los últimos años se ha extendido un concepto muy exitoso que seguro conoces, el de “diversidad funcional”. Desde el punto de vista de la psicología, ¿hasta qué punto consideras que es beneficioso o no para las personas con discapacidad? O si quieres, ¿cuáles son en tu opinión sus potencialidades a la hora de comprender la vivencia de la discapacidad?
Como se ha podido ver, yo suelo usar “personas discapacitadas” inspirándome en los planteamientos del modelo social y también en los de la filósofa Shelley Tremain, que plantea que la discapacidad, como la raza o el género, no es un atributo que pueda quitarse o ponerse como una mochila (como sugieren las expresiones que empiezan por “persona con…”). Por el contrario, es un dispositivo que nos ofrece dos posiciones de sujeto posibles: discapacitada y capacitada. La primera es la que ocupamos todas aquellas personas que no cumplimos con los estándares funcionales y estéticos asociados a lo humano. De la segunda, se habla demasiado poco.
A nivel teórico, creo que la expresión “diversidad funcional” comparte los inconvenientes que ya se han asociado al concepto de “diversidad” en general. Resumidamente, en la práctica solo se consideran “diversos” los cuerpos, las sexualidades, los funcionamientos que escapan a la norma, la cual nunca es realmente cuestionada. Además, la opresión que sufrimos las discapacitadas no solo es por “funcionar” de manera diferente, sino que también es estética.
Ahora bien, la expresión “diversidad funcional” es un logro político incuestionable en tanto no es la mera apropiación de un término biomédico, sino un neologismo que surgió de un colectivo activista (el Foro de Vida Independiente y Divertad) de personas que se identificaban con el término, en un momento en el que el paisaje discursivo en el contexto español estaba totalmente saturado por el modelo médico. Por eso, más allá de sus matices teóricos, es un potente marcador de identidad colectiva alrededor de un proyecto político emancipador, y eso tiene valor en sí mismo.
Centrándonos en el tema de la pandemia y la discapacidad, y desde la psicología, ¿cómo crees que ha afectado la situación vivida en los últimos dos años a las personas con discapacidad? ¿Ha sido su experiencia realmente diferente a la del resto? ¿Les ha afectado de manera particular?
Por un lado, las situaciones de violencia y precariedad experimentadas cotidianamente por las personas discapacitadas se acrecentaron durante la pandemia. Las vulneraciones en el ámbito de los cuidados, ya sea en una institución total o en el ámbito domiciliario, y el ambiente discursivo que nos situaba como un “colectivo de riesgo y desechable” tuvo efectos en las subjetividades de las personas discapacitadas. Reflexioné sobre ello en este artículo junto a Andrea García-Santesmases y Elena Prous.
Por otro lado, algunas personas vieron en el confinamiento una oportunidad para que la población capacitada experimentara las situaciones de aislamiento, de imposibilidad para improvisar y de restricción de movilidad que resultan cotidianas para tantas personas discapacitadas a causa de los entornos inaccesibles. Sin embargo, del mismo modo que ya hace años que las académicas de la discapacidad denuncian que los famosos “ejercicios de simulación de una discapacidad” dirigidos a incrementar la “empatía” son enormemente contraproducentes, creo que lo mismo ha pasado en esta ocasión. Para la mayoría capacitada, estos aspectos de la pandemia han sido una mera pesadilla de dos años de duración de la que ahora por fin despierta.
Ya para terminar, ¿cuáles son las lecciones para la compresión y la atención de la discapacidad en el futuro que podemos extraer de la experiencia de la pandemia de la Covid-19?
La pandemia nos ha demostrado que ciertas formas de organizar los cuidados (especialmente en el marco de instituciones totales) constituyen verdaderas políticas de muerte para aquellas vidas consideradas desechables. En este sentido, es urgente que las administraciones públicas escuchen las demandas del movimiento de vida independiente y ponga recursos para que las personas puedan escoger vivir en un domicilio, estudiar, trabajar, divertirse o descansar con los apoyos necesarios.
Ahora bien, no debemos olvidar que para que lleguen esos recursos materiales, es urgente la lucha simbólica por devenir “vidas que merecen ser vividas”. Esto requeriría un cambio radical, la obligación de repensar el capacitismo implícito en los mismísimos estándares que dictan lo que es un ser humano completo. De lo contrario, la historia se repetirá incesantemente.
Laura, muchas gracias por conceder esta entrevista a El Laboratorio.