Melania Moscoso Pérez es Científica Titular en el Instituto de Filosofía del CSIC (Grupo de Ética Aplicada GEA) Ha sido becaria pre- y postdoctoral del Programa de Formación de Investigadores del Gobierno Vasco, doctora contratada del Programa de la Junta de Ampliación de Estudios del CSIC y profesora interina del Departamento de Filosofía de los Valores en la Facultad de Filosofía, Antropología y Educación de la Universidad del País Vasco. Ha realizado estancias de investigación en University of Illinois at Chicago y Temple University (Filadelfia), donde fue investigadora postdoctoral. Ha publicado Las aventuras de la legitimidad: educación en valores y modernidad (2014) y numerosos artículos sobre educación en valores y discapacidad.
La vulnerabilidad y el rostro del paternalismo benevolente
Según la última encuesta sobre discapacidad del INE (2021), en nuestro país un millón y medio de personas con discapacidad (un 36,2% del total) tienen dificultades para acceder al entorno urbano por razones tales como la accesibilidad del edificio, el portal o el garaje. La mayoría de nosotros no éramos capaces de imaginar lo que suponía esta situación de confinamiento hasta el 14 de marzo de 2020. Las 14 semanas siguientes nos permitieron comprobar qué supone vivir entre cuatro paredes.
Hubo quien fio al final de la pandemia una nueva articulación de la convivencia más sensible a las necesidades del cuidado; en cualquier caso y a falta de una cuantificación más exhaustiva, Victor Santiago Pineda y Jason Corburn (2020), han constatado que la mala planificación de las políticas de salud pública en las áreas metropolitanas de las grandes ciudades se ha saldado con una tasa de mortalidad y vulnerabilidad cuatro veces superiores entre personas con discapacidad. Es conocido que la generalización del uso de mascarillas ha supuesto dificultades añadidas para el colectivo de personas sordas; así mismo, la situación de colapso hospitalario durante las fases iniciales de la pandemia, así como la sobrecarga que supuso para los centros de atención primaria han impedido una correcta atención de los problemas médicos asociados a muchas discapacidades. Todo ello por no mencionar los problemas derivados de la suspensión de los sistemas de atención domiciliaria por las políticas de distanciamiento social.
La atención médica general o especializada, y la necesidad de apoyos y servicios para realizar buena parte de las actividades de la vida cotidiana han contribuido a identificar a las personas con discapacidad como vulnerables, es decir, merecedoras de una protección especial en virtud de sus características psicofísicas. Con todo, el consenso social en torno a la especial vulnerabilidad de las personas con discapacidades no parece haber tenido efectos protectores, como señalan Joaquín Hortal, Rosana Triviño, Jon Rueda y Belén Liedo en un artículo reciente: la identificación de la discapacidad con la fragilidad física durante la toma de decisiones en la asignación de cuidados intensivos de la pandemia no está bien fundamentada y utiliza esta razón, la discapacidad, como motivo de discriminación. Las apreciaciones de estos autores vienen a sumarse a la amplia bibliografía existente en ciencias sociales sobre los efectos estigmatizadores de la categoría de vulnerabilidad.
La peculiar situación en la que la categoría de vulnerabilidad emplaza a las personas con discapacidad recuerda a la situación de “doble vínculo” con la que Gregory Bateson describía la socialización de las personas con esquizofrenia: una situación en la que hagan lo que hagan, no pueden ganar. En efecto, el bienestar de las personas con discapacidad o de edad avanzada fue el pretexto para implementar fuertes medidas de control de la población y la razón por la que se invocaba la responsabilidad social en nombre de “nuestros mayores”; pero, al mismo tiempo, la pandemia puso de manifiesto las condiciones de hacinamiento y denegación de derechos humanos que se dan en entornos institucionalizados, como puso de manifiesto el hecho de que la Consejería de Sanidad de Madrid enviase, en la fase más cruda de la pandemia, correos con instrucciones de no derivar a los hospitales, en palabras textuales, “a los pacientes más vulnerables”. Para todos aquellos que vivimos en entornos no institucionalizados, la pandemia ha presentado un rostro siniestro: el colapso de la atención primaria y de los servicios de asistencia a domicilio ha abandonado al sistema de cuidados informales, o dejado a su suerte la atención cotidiana de problemas de salud crónicos, que requieren supervisión ambulatoria pero continuada, y completamente inermes ante eventualidades que en otras circunstancias habrían sido banales, como las caídas y el control de las glucemias.
Si algo ha puesto de manifiesto la pandemia es que la discapacidad es un dispositivo biopolítico de primer orden, que tal como se puso de manifiesto en las versiones más logradas del racismo científico, “establece una cesura en el continuum biológico de los hombres” –como dijera Foucault– que permite determinar quién debe vivir y quién debe morir.
Las muertes en los entornos institucionalizados, cuyas auténticas dimensiones ahora empezamos a conocer, así como el hecho menos difundido de que gran parte de las empresas de empleo protegido se dedicaron a atender las denominadas “actividades esenciales” –y tuvieron a muchos de sus trabajadores con discapacidades diversas expuestos al virus durante la primera ola a pesar de su especial vulnerabilidad–, ponen de manifiesto que la categoría de vulnerabilidad ha sido utilizada como un pretexto para el recorte de los derechos y el encubrimiento y la desatención de la población.
Podría pensarse que las 14 semanas de confinamiento obligatorio han hecho más sensible al conjunto de la sociedad a las condiciones de reclusión domiciliaria en la que viven muchas personas con discapacidad. Es probable que las personas sin discapacidad hayan experimentado por primera vez situaciones que forman parte del día a día de las personas con discapacidad, como verse privados de su derecho a la vida social o ver regulado su derecho a salir a la calle durante ciertas horas del día. Probablemente es la primera vez que el paternalismo benevolente, expresado en la fiscalización policial de la vida cotidiana, el recorte de libertades y la responsabilización individual sobre la propia salud en circunstancias que rebasan el propio control, se ha experimentado por amplias capas de la población. Como señalaba Bateson a propósito del doble vínculo, la vulnerabilidad es una de las categorías que se esgrime para oprimirnos por nuestro bien. Llegados a este punto, habría que empezar a sospechar de las intenciones de quienes nos recuerdan que todos somos vulnerables.