Jorge Regalado Santillán es originario de Cuexcomatitlán, pueblo ribereño de la laguna de Cajititlán, municipio de Tlajomulco de Zúñiga, Jalisco (México). Migrante en la ciudad de Guadalajara desde temprana edad. Militante y activista de diversos proyectos político-culturales, el más reciente, el Centro Social Ruptura. Aspirante a etnógrafo cómplice de los pueblos de la cuenca Chapala-Santiago. Actualmente es Profesor Investigador en el Departamento de Estudios sobre Movimientos Sociales, Centro Universitario de Ciencias Sociales y Humanidades de la Universidad de Guadalajara.
Cuando la muerte y el dolor se convirtieron en nichos de oportunidad
En México, aproximadamente cinco meses antes de terminar el año 2022, las autoridades empezaron a preparar las condiciones para declarar, aunque no explícitamente, que la pandemia, después de más de dos años, había sido superada. En general, todas las actividades volvieron a la “normalidad”. El uso del cubrebocas pasó a la categoría de opcional y en muchos lugares públicos desapareció el gel, igual que la exigencia de la sana distancia. Así como al principio no sabíamos mucho de la pandemia y el virus SARS-COV-2, al final, existen versiones que afirman que no se sabe con precisión cuántos millones de personas han muerto en el mundo: ¿10 o 20 millones? Los registrados por la OMS son ya 6 millones y medio, pero se sabe que son muchos más. En realidad, eso no preocupa a quienes tienen una visión neomalthusiana o fascista. Los primeros dirían: eso no tiene ninguna importancia cuando somos alrededor de 8 mil millones de habitantes. Por su parte, los segundos afirmarían: murieron los débiles, los que igual morirían y significaban una carga para la sociedad productiva y el Estado.
Desconcertados y aterrados. Ese fue el efecto cuasi inmediato de las políticas sanitarias globales y nacionales; la infodemia trajo consigo la certeza temprana de las insuficiencias mortales del sistema de salud pública y la ignorancia de la ciencia médica respecto del virus y su comportamiento. De inmediato, socialmente se observaron dos actitudes: por un lado, se aceptaron acríticamente las indicaciones sanitarias suponiendo, como en otros casos, que se trataría literalmente de una cuarentena; y, por otro, se manifestó un alud de opiniones que, unas en tono crítico y otras profetizando, anunciaban lo que ya no deberíamos seguir haciendo cuando la pandemia fuera superada. Parecía que una subjetividad social mundial emergía impulsada por la pandemia y sus imágenes apocalípticas.
Pero los cuarenta días se convirtieron en meses; transcurrió un año de encierro, luego dos y la pandemia siguió habitándonos mientras que la información veraz y el actuar común y responsable de las autoridades políticas y sanitarias en cada país y a nivel mundial nunca llegó. Mientras tanto, por los efectos de la pandemia y otras enfermedades, vimos morir o supimos del fallecimiento de muchas gentes a nuestro alrededor. José Antonio Vital Galicia, un trabajador y sindicalista del sector salud de la ciudad de México, apenas iniciada la pandemia me dijo: «La mayor parte de la población se contagiará, pero muchos ni siquiera se darán cuenta. Morirá mucha gente.» Tenía 63 años y pocos días antes de su muerte (05/03/22), en fotos, lo vi en su última protesta en el Zócalo.
Sistema inteligente y perverso. Este sistema pronto se dio cuenta que la pandemia lo pondría en cuestión si se comprendía que ésta era un claro resultado de la crisis ambiental y el colapso climático que provocan las formas globales de acumulación capitalista. La enfermedad y la muerte es algo consustancial a este sistema, pero nunca en la historia, en tan poco tiempo y en todo el mundo, había provocado tantas muertes prematuras e injustificadas.
No estábamos bien antes. No estamos bien ahora. Mucho de lo dicho tempranamente, fue motivado por el miedo al contagio, a la muerte prematura y en soledad; a la pérdida o alteración significativa del confort o de la estabilidad precaria. Se temía, como sucedió, que pudiéramos estar peor. El miedo a morir hizo ganar a la idea contrainsurgente de volver a la normalidad que antes cuestionábamos.
Una emoción humana básica: el miedo a morir. Como pocas veces, el miedo se hizo patente, se potenció y se llevó al extremo al hacernos sentir y vernos a cada uno como potenciales y peligrosos vectores. Esta forma de miedo fomentada por las políticas sanitarias erráticas de los Estados nos dispuso a denunciarnos y atacarnos entre nosotros, incluso a las trabajadoras y trabajadores de la salud. Esta emoción se acrecentó en la medida que cerciorábamos en cuerpo propio, más allá de su mercantilización extrema, los contradictorios avances de las ciencias médicas. Así como estas son capaces de crear vida artificial, resultaron incapaces de controlar un diminuto virus que adquirió gran fuerza letal al hospedarse en cuerpos humanos vulnerables.
Frustración, impotencia y realidad perturbadora. Este contexto y escenario lo teníamos antes de la pandemia. Esta solo vino a hacer más complejo el panorama. La destrucción, la muerte, la enfermedad, hace años que son una realidad cotidiana para millones de personas en el mundo. Tampoco era un secreto, pero la frustración y la impotencia se magnificaron al verificar el desmantelamiento que el sistema ha hecho de los sistemas de salud pública y, en contraposición, el mercantilismo y fortalecimiento de los servicios de salud privados. Estos sentimientos crecieron cuando la industria farmacéutica, con la complicidad o sumisión de los Estados, con el manejo de las vacunas y la muerte de millones en el mundo, demostró que al drama y al dolor humanos puede convertirlos en “nichos de oportunidad” para acumular capital.
La sociedad de las vacunas. Como si fuera un analgésico, se ha afirmado que la Covid-19, como otras pandemias o epidemias y sus variantes, llegó para quedarse. Entonces estaremos sometidos a la vacunación recurrente sin saber aún con certeza el contenido de estas y sus posibles efectos secundarios. Sabemos que muchos contagiados muestran secuelas que no se han remediado con el paso del tiempo y respecto de ello faltan más estudios, más información pública y una mejor atención sanitaria.
Se ha sostenido que nos encontramos en la era del capitaloceno o del colapso ambiental, lo que significa, entre otras cosas, que viviremos otras pandemias iguales o peores. Esto supondría entonces que los sistemas de salud pública deberían fortalecerse. No está siendo así. En este contexto, la frustración y la impotencia pueden ampliarse si, a pesar del desastre mundial, predomina la insistencia en buscar alternativas dentro de este sistema que reiteró dramáticamente de lo que es capaz, en lugar de liberar y desplegar la imaginación para potenciar los esfuerzos y proyectos que, a contrapelo, buscan también alternativas, pero fuera del sistema; que resisten, pero no solo para subsistir sino también para construir otros mundos.