Fernando Arribas Herguedas es licenciado en Sociología y doctor en Filosofía por la UNED. Es profesor en la Universidad Rey Juan Carlos de Madrid y en el Máster interuniversitario en Humanidades Ecológicas, Sustentabilidad y Transición Ecosocial (MHESTE) de las universidades Politécnica de Valencia y Autónoma de Madrid. Asimismo, es miembro del Grupo de investigación en Humanidades Ecológicas (GHECO) y del proyecto de investigación ERA-CERES: Ética del Rewilding en el Antropoceno. Sus principales líneas de trabajo se desarrollan en el ámbito de la ética ecológica y la filosofía política, así como de la estética de la naturaleza.
Naturaleza y rewilding
El rewilding —palabra para la que aún buscamos una traducción adecuada al castellano— abarca un conjunto de prácticas cuyo objetivo es propiciar el «retorno» de la naturaleza salvaje. A diferencia de la restauración ecológica, no persigue la restitución de los ecosistemas a un estado anterior —algo que parece inviable en el Capitaloceno—, sino alentar su regeneración y autoorganización funcional estimulando el aumento de la biodiversidad. La intromisión humana, pues, ha de ser mínima y debe reducirse a promover condiciones favorables para la mencionada regeneración durante las fases iniciales de los proyectos. Aunque existen diferencias en este punto —detalladamente analizadas por Cristian Moyano en su libro Ética del rewilding—, el rechazo de la «gestión» permanente de entornos y especies es un rasgo común a todas las versiones del rewilding. Así pues, de manera implícita, asumen la descripción de la naturaleza, expuesta por Raymond Williams, como «lo que el hombre no ha hecho, aunque si se trata de algo que hizo mucho tiempo atrás —una hilera de árboles o un páramo—, habitualmente se lo considerará natural» (p. 237). Lo natural, en este sentido, se distingue de lo artificial, al menos en cuanto al grado y las características de las intervenciones humanas en los ecosistemas.
Sin embargo, hemos transformado tanto el mundo y alterado los procesos naturales de manera tan acelerada e irreversible —valgan como ejemplo las consecuencias del cambio climático, la pérdida de biodiversidad o el potencial transformador de la biología sintética— que ya no es posible encontrar naturaleza salvaje sin huellas de la actividad humana. Hoy es indudable que, tal y como Bill McKibben planteó en su libro de 1989 The End of Nature, la naturaleza ya no es independiente de nuestras acciones y todo lo que acontece en ella está determinado por lo que hacemos. Es bastante común en nuestros días vincular esta tesis con la doctrina que considera la naturaleza una «construcción social». Lamentablemente, el construccionismo —que, en principio, se formula como «construccionismo epistemológico»— ha expandido la creencia en que la naturaleza nunca ha sido una entidad real, sino tan solo una categoría del pensamiento culturalmente forjada y, por tanto, contingente y relativa (además de idealizada por gran parte del pensamiento ecológico). De ello se deduce que es también absurdo mantener la distinción entre naturaleza y cultura: puesto que los humanos somos asimismo «productos» de la naturaleza, nuestros artefactos serían tan naturales como los árboles o las corrientes oceánicas. Sirvan como ejemplos las analogías que establece Steven Vogel entre nuestras presas y las construidas por los castores, o entre las telas de araña y las fibras de poliéster (p. 11). El construccionismo, en algunos casos sin pretenderlo, culmina así el deslizamiento desde la confirmación del fin de la naturaleza como advertencia frente a la gravedad de la crisis ecosocial hasta la cancelación ontológica de lo natural. El Capitaloceno se caracterizará entonces por la hibridación entre las esferas de lo natural y lo cultural hasta hacerse indistinguibles.
Ahora bien, asumir el fin de la naturaleza en el sentido señalado por McKibben no debería conllevar la abolición definitiva de la distinción analítica entre naturaleza y cultura. Que la cultura haya colonizado en gran medida la naturaleza no significa la pérdida absoluta de su independencia con respecto a nuestras acciones. Parece más bien suceder lo contrario: que el fin de la naturaleza ha venido a impugnar la fe antropocéntrica en nuestra capacidad para independizarnos de la naturaleza mediante la dominación tecnológica. El rewilding permite así hacer frente a las tesis construccionistas que celebran la abolición definitiva del dualismo naturaleza/cultura; pues no existiría ya la posibilidad de pensar un mundo «más natural» al que retornar si cualquier artefacto cultural es indistinguible de los objetos naturales. Por ello el dualismo entre naturaleza y cultura no debería ser desterrado por completo, sino convenientemente matizado. En otras palabras, aunque este dualismo haya sido invocado para legitimar la superioridad de lo cultural sobre lo natural y, por ende, una visión antropocéntrica e instrumental de la naturaleza, también es cierto que continúa siendo una herramienta analítica imprescindible para comprender la trascendencia de la crisis ecosocial que afrontamos.
El desarrollo de una cosmovisión ecológica —fundamentada, por ejemplo, en el realismo crítico, la ecosofía de Arne Naess, la teoría Gaia orgánica de Carlos de Castro, la biología simbiótica de Lynn Margulis o la simbioética de Jorge Riechmann— nos enseña desde hace algún tiempo cómo las sociedades humanas se insertan en la trama de la vida. Esta cosmovisión enfatiza nuestra dependencia de la naturaleza entendida como biosfera —es decir, como «sistema organizado de los ecosistemas»— y, en este sentido, constituye una reformulación de la estrecha interpretación del dualismo naturaleza/cultura propia del paradigma mecanicista. Pero la superación total de este dualismo no debe contemplarse como un requisito ineludible para eliminar la instrumentalización de la naturaleza. Si el objetivo último es dejar paso a una ontología más realista, una epistemología menos subjetiva y una ética más humilde, a la vez que menos antropocéntrica y prometeica, como las que impulsa la cosmovisión ecológica, el dualismo debe mantenerse; pues si difuminamos por completo la diferencia entre lo natural y lo cultural, tanto en el plano epistemológico como en el nivel ontológico, dejamos de percibir la dependencia de la cultura —entendida como tecnosfera— respecto de la naturaleza —entendida como biosfera—. En otras palabras, seguiremos estando ciegos ante la evidencia de que existen límites físicos impuestos por la biosfera al crecimiento de la tecnosfera, límites que constriñen decisivamente el desarrollo de cualquier cultura.
El rewilding y su objetivo de recuperación de las funciones ecológicas de los ecosistemas postula la necesidad de un «retorno» a la naturaleza como biosfera y se contrapone al dominio absoluto de la tecnosfera, conectando con la concepción de la naturaleza descrita por Williams. Se presenta así como una alternativa a lo que Clive Hamilton ha denominado la «Teodicea del Buen Antropoceno», una doctrina prometeica, ejemplificada por el denominado ecomodernismo o ecopragmatismo, que saca tajada ideológica de la abolición del dualismo naturaleza/cultura con el fin de legitimar la dominación tecnocrática de la naturaleza basada en postulados sociopolíticos neoliberales. Así pues, el rewilding tiene ante sí la misión de configurarse como una alternativa realista que, desde una concepción razonable de los límites entre lo natural y lo artificial, sirva para evitar, en la medida de lo posible, el predominio futuro de esa teodicea.