Jesús Rogero García es profesor de sociología en la Universidad Autónoma de Madrid. Ha investigado sobre desigualdades en educación, cuidado a la infancia y atención a adultos dependientes. Participa en movimientos sociales en defensa del derecho a una educación inclusiva y de calidad para todo el alumnado.
La pandemia como cortina de humo del expolio educativo
La COVID-19 ha configurado un nuevo contexto educativo en el que los actores siguen siendo los mismos, pero sus fuerzas y circunstancias han cambiado. Este vendaval de cambios se está llevando parte del refugio en el que se resguardaba una de las mayores conquistas humanas: el derecho a la educación, cada vez más desprotegido frente a los ataques de sus mercaderes. Expresado de otra manera, la pandemia está sirviendo como cortina de humo para vaciar el derecho a la educación tal y como lo concebimos. Varios procesos convergen en esta transformación.
En primer lugar, la interrupción de la presencialidad durante el confinamiento y la semipresencialidad (a la que deberíamos llamar semieducación) impuesta actualmente en parte del territorio han implicado una modificación radical y unilateral de los derechos y deberes de la comunidad educativa. Las administraciones nunca habían exigido tanto a alumnado, familias y docentes, y, al mismo tiempo, nunca habían desatendido hasta este punto sus necesidades. A dos meses desde el inicio de curso las denuncias siguen siendo innumerables: graves carencias en infraestructuras, grupos sin docentes durante meses, ausencia de técnicos para garantizar la salud de docentes y alumnado, fallos generalizados en la coordinación sanitaria con los centros educativos, etc. La indolencia de las administraciones y, especialmente, de algunos gobiernos regionales para anticiparse a estos problemas y evitar el profundo deterioro de la educación pública ha sido y está siendo, sencillamente, negligente.
Esta inoperancia política se desarrolla en una sociedad altamente desigual, en la que buena parte de las familias carece de las condiciones materiales, las herramientas culturales, el tiempo para acompañar el proceso educativo, la estabilidad emocional o la alimentación necesarios para que sus hijos puedan aprender. La nueva distribución de responsabilidades ha conllevado una movilización sin precedentes del capital económico, social y cultural de las familias, cuyo gasto en educación casi triplicaba la media europea ya antes de la pandemia. La consecuencia directa es y será un aumento muy significativo de las desigualdades educativas según origen social y, por tanto, de la inequidad e injusticia educativas.
En segundo lugar, la rápida digitalización en la educación formal ha espoleado a las grandes empresas a introducir sus intereses de mercado en todos los niveles educativos. Los responsables políticos, probablemente fruto de una mezcla de (consciente o no) ideología neoliberal e incapacidad para gestionar la situación, han abrazado supuestas soluciones de mercado: ejemplo de ello son la Alianza público-privada HAZ firmada por el gobierno de España con entidades como Fundación Vodafone, Google o Endesa, o el acuerdo de la Comunidad de Madrid con Editorial Planeta y El Corte Inglés para crear contenidos digitales por 17 millones de euros. Como explica Geo Saura, estos procesos de privatización exógena o neoliberalización, ya sea a través de transferencias de capital público a las empresas o de donaciones (filantrocapitalismo digital), otorgan un desmedido protagonismo al sector privado en el diseño del sistema educativo y menoscaban su carácter público -del pueblo-, participativo, democrático e independiente.
En tercer lugar, y relacionado con el anterior, se ha producido un cambio que tiene que ver con la incertidumbre. La educación formal se ha fundamentado tradicionalmente sobre las certezas en torno al futuro, entre ellas cómo será el mundo del trabajo. De hecho, la obsesión por la empleabilidad ha ido instalándose como el único objetivo auténticamente relevante y útil del sistema, arrinconando otros fundamentales para avanzar hacia una sociedad más justa y humana, como el cuidado a las personas y al medio ambiente, la práctica de la democracia, la convivencia positiva o el respeto a la diversidad. Si a esta obcecación por la esfera económica le añadimos la incertidumbre sobre el futuro (relaciones sociales, empleo, salud, consumo, ocio, etc.), encontramos una paradoja: un sistema diseñado para una realidad difusa, donde las certezas que lo guiaban se han debilitado y, con ellas, su propio sentido.
Este miedo ante un futuro desconocido, junto con la prisa por adaptarnos aceleradamente a la realidad, nos han instalado en una ansiedad que dificulta una reflexión pausada y colectiva que responda a los retos actuales. Probablemente, el más importante de ellos es construir una ciudadanía dialogante y capaz de distinguir la verdad de la mentira y, con ello, de combatir la creciente polarización social, política y económica que contamina nuestra convivencia e impide nuestro progreso como sociedad. Urge construir un sistema educativo independiente de intereses privados, que garantice la dignidad de todas las personas y que camine hacia una sociedad respetuosa con los derechos humanos, la democracia y el medio ambiente.