Laura García-Portela es profesora e investigadora en filosofía moral y política y cambio climático en la Universidad de Friburgo (Suiza). Es investigadora postdoctoral en el proyecto financiado por SNSF «Principios de toma de decisiones en la práctica ambiental». Ha trabajado en la Universidad de Valencia y la Universidad de Graz, y ha sido investigadora invitada en la Universidad de Keele (2015), Graz (2016) y Washigton (2017). Entre otros, ha impartido cursos de Lógica, Ética, Introducción a la Filosofía, Problemas de Metafísica y Teorías de la Justicia Compensatoria. En 2017, recibió una beca de La Caixa y en 2020 el premio SWIP-Analytic Essay Prize por su trabajo «Responsabilidad moral por pérdidas y daños por cambio climático: una respuesta a la objeción de ignorancia excusable».
Laura, te agradecemos enormemente tu participación en El Laboratorio. El debate de este mes versa sobre los retos de la democracia ante la crisis ecosocial, y en primer lugar querría hacerte una pregunta quizá demasiado amplia, pero que me parece absolutamente necesaria: ¿cómo definirías los valores democráticos para el siglo XXI? ¿Cuáles serían los principales elementos de una educación para la democracia en este siglo?
Entiendo que, por el tema que estamos tratando, la pregunta va orientada a indagar acerca de los valores democráticos con los que afrontar la crisis ecosocial. Si me permites, hablaré más bien de crisis climática (una parte de lo que se viene llamando “crisis ecosocial”), puesto que es mi campo de investigación. Dicho esto: no sé si lo llamaría “valor democrático”, pero me parece que un elemento esencial para afrontar la crisis climática es la imparcialidad. Me explico un poco. Si no ponemos en marcha medidas de mitigación y adaptación suficientes, la crisis climática afectará fundamentalmente y con más virulencia a las generaciones futuras: tanto a aquellas que existen ya (digamos, los más jóvenes), como aquellas que aún no existen pero que con gran seguridad existirán. Sin embargo, aquellos que tienen el poder de ponerle freno a la crisis climática son las generaciones presentes y, más concretamente, las personas adultas de esta generación. En definitiva, los que tenemos que actuar para evitar o mitigar los efectos más dañinos de la crisis climática somos aquellos a los que menos nos afectará.
Esto es un problema importante porque enfrentarse a la crisis climática tiene un coste (un coste económico, pero también un coste de oportunidad de vivir vidas que quizá son incompatibles con frenar el cambio climático). Es decir, aquellos que tienen que asumir los costes de frenar el cambio climático son los que menos interés tienen en ello, al menos si entendemos “interés” en un sentido estrictamente individual. Por tanto, para enfrentarnos de manera eficaz a la crisis climática necesitamos imparcialidad, es decir, considerar por igual los intereses de los individuos del futuro y los nuestros propios.
Este punto me parece relevante porque creo que es donde la comunicación política de algunas fuerzas verdes está fallando. Se oye argumentar, quizá por motivos loables, no lo niego, que afrontar el cambio climático es una oportunidad para crear empleos verdes e impulsar la economía. En ocasiones, da la sensación de que el mensaje que se está transmitiendo es que enfrentarnos al cambio climático favorece nuestros intereses, tanto personales como generacionales. Cualquier economista neoliberal lo tiene muy fácil para rebatir este argumento porque sencillamente no es cierto. Es cierto que los costes de mitigación son mucho menores que los de adaptación, y mucho menores que los relativos a los daños y pérdidas que se generarán a consecuencia del cambio climático. Es decir, en conjunto, mitigar es más “barato” que seguir como hasta ahora. Pero esto no quiere decir que sea más barato para nosotros, sino para todos (individuos presentes y futuros, del Norte y del Sur) considerados como un conjunto. Precisamente por esto, frenar la crisis climática exige imparcialidad. Me parece que hay que hablar con transparencia sobre esto y no engañar a la gente.
En este sentido, y teniendo en cuenta algunas de tus últimas publicaciones, ¿cómo conectarías la justicia climática con los derechos humanos, sobre todo teniendo en cuenta el supuesto “etnocentrismo” del que éstos derivan?
Tengo que admitir que esta es una pregunta algo complicada porque toca cuestiones metaéticas que no puedo responder en solo unas pocas palabras. Hablar de derechos humanos como “fundamento” de la justicia (y la injusticia) climática es solo una forma de conceptualizar lo que ésta significa. Es decir, una forma de justificar por qué debemos frenar el cambio climático es diciendo que es injusto (ojo, ¡no es la única!); y, ulteriormente, diciendo que es injusto porque vulnera los derechos humanos de algunas personas en nuestra generación (especialmente, aquellos situados en lo que se llama el Sur global), y de las generaciones futuras. A mí me parece que esta es no solo una forma intuitiva (y bastante extendida en el imaginario colectivo) de explicar qué hay de moralmente pernicioso en el cambio climático, sino también útil dadas las herramientas normativas de las que disponemos.
Ahora bien, el concepto de derechos humanos no está exento de problemas. Como bien sugieres en tu pregunta, algunas personas piensan que el marco teórico ligado a los derechos humanos es una imposición occidental que excluye lo que otras culturas consideran moralmente relevante. Una respuesta obvia a este problema es que una cosa es estar comprometido con la idea de que existen unos derechos humanos básicos y universales; y otra es estar comprometido con una lista específica de derechos humanos. Si la crítica va dirigida a la segunda cuestión, el problema podría resolverse diciendo que una lista de derechos humanos universales no puede ser una imposición de una cultura sobre otra, sino que esa lista de derechos universales debe ser investigada atendiendo a diferentes formas de entender los intereses fundamentales representados en esos derechos. Otra cuestión es que el desacuerdo esté en si existe una lista de derechos objetivos y universales en absoluto (y cómo llegar a “encontrarla”), o si por el contrario uno tiende más al relativismo y piensa que no existe tal cosa. Estas cuestiones son complicadas, pero yo tiendo a pensar que una posición relativista, a pesar de ser metafísicamente más ligera, es normativamente demasiado débil como para sustentar deberes morales relativos al cambio climático.
¿Hasta qué punto crees que es posible una conciencia o responsabilidad global en la actual crisis ecosocial? ¿No te parece que hablamos de problemas “occidentales” mientras que las preocupaciones de otros lugares del mundo pasan por otras cuestiones?
De hecho, no. ¡Precisamente hablamos de problemas que van a afectar primero y de manera más dramática al Sur global! De hecho, el cambio climático lleva siendo mucho más tiempo un problema para sociedades no occidentales que para nosotros (por eso seguramente no hemos hecho mucho hasta ahora…). Otra cuestión es que contribuir a mitigar el cambio climático, como decía antes, tiene unos costes que ni pueden ni deben ser asumidos por todos por igual. Aquí entramos en la cuestión de quién tiene la obligación de contribuir más a cargar con los costes de enfrentarse al cambio climático y por qué. Algunos filósofos y teóricos políticos han pensado que estas obligaciones recaen en los países occidentales (o el Norte global) porque han contribuido más al problema; otros piensan que es porque se han beneficiado más; y otros porque tienen más capacidad para solucionarlo. Lo que es interesante es que, sea cual sea el principio de distribución de responsabilidades, todos los principios apuntan a lo mismo: son los países industrializados los que deben asumir más responsabilidad. O sea, el problema no es occidental, sino diría yo que más bien lo contrario; pero la obligación de solucionarlo sí (con matices, claro).
Ya para terminar, para algunos resulta obvio que aquellos que han causado más daño al planeta son los que deben afrontar con mayor vehemencia las consecuencias de sus acciones, ¿hasta qué punto estarías de acuerdo con estas posiciones? ¿Qué matizaciones harías?
Como decía antes, efectivamente, esta intuición da lugar a un principio de distribución de responsabilidades por el cambio climático. Traduciéndolo del inglés, podríamos decir que éste es un principio de “el que contamina paga” o un principio directo de responsabilidad histórica. Encontramos una defensa de este principio no solo en la literatura sobre justicia climática, sino también en las demandas de justicia por parte de aquellos que sufren (y sufrirán) más las consecuencias del cambio climático. En mi opinión, esta intuición es muy fuerte y además entronca con otras intuiciones relativas a las injusticias históricas sufridas por quieren sufren actualmente las consecuencias negativas del cambio climático (como, por ejemplo, las ligadas al colonialismo).
Ahora bien, este principio se enfrenta a varios problemas teóricos y prácticos. Un problema práctico, por ejemplo, es el relativo a las conexiones causales necesarias para justificar demandas de compensación por daños y pérdidas relativas al cambio climático. Sabemos que el cambio climático es un problema causado por las emisiones de gases de efecto invernadero en la atmósfera. Esto nadie lo pone en duda, excepto los que se dedican a diseminar “fake news” (en realidad, ni ellos mismos lo creen). Lo que es más difícil de determinar es qué eventos extremos son causados por el cambio climático. Es decir, la cuestión que no es tan clara es si esta o aquella ola de calor, o si estos o aquellos episodios de temperaturas o precipitaciones extremas son debidos al cambio climático. Aquí la ciencia no está (aún) tan desarrollada como a la hora de atribuir el fenómeno general del cambio climático a la acción humana (donde sí tenemos certeza).
Sin embargo, para atribuir responsabilidad moral o legal a los emisores por ciertos daños y pérdidas, esta conexión causal parece necesaria. Yo soy optimista y creo que este dejará de ser pronto un problema, puesto que la ciencia de atribución ha avanzado mucho en las últimas dos décadas, y también existen posibilidades de adaptar o interpretar nuestros sistemas legales para reconocer el tipo de causación que la ciencia de atribución puede proporcionar. Es importante también apuntar que éste no es un problema en lo relativo a las cuestiones de mitigación, puesto que sabemos que el cambio climático generará daños futuros, aunque no sepamos a ciencia cierta dónde, cuándo y exactamente cómo.
Un problema menos práctico y más teórico es el que se ha llamado “problema de la ignorancia excusada”. Este tiene que ver con que hasta 1990 (cuando se publicó el primer informe del IPCC) no existía un consenso científico firme acerca de las causas antropogénicas del cambio climático. Algunos piensan que la ausencia no negligente de conocimiento acerca de los efectos de las emisiones de gases de efecto invernadero excusa a los emisores. O, en otras palabras, que los grandes emisores deben de ser excusados de cualquier responsabilidad relativa a las emisiones antes de 1990 porque no cumplían una de las que se tienen por condiciones básicas de responsabilidad moral, que es aquella relativa a la posibilidad de conocer los efectos (negativos, en este caso) de las propias acciones. Si uno asume que los datos empíricos en los que se apoya este problema son ciertos (esto es, que los emisores no podían saber hasta 1990 o una fecha cercana) acerca de los efectos negativos de sus emisiones, la posibilidad de atribuir responsabilidades por las emisiones hasta entonces decae.
Además, si uno opera con esta noción de responsabilidad moral, la cosa podría complicarse aún más, puesto que las emisiones previas trazan mecanismos de inercia que empujan a los emisores a seguir emitiendo al menos durante unas décadas más antes de poder iniciar una transición ordenada. Por tanto, para emisiones más tardías, uno podría incluso argumentar que no se cumple la segunda condición de la responsabilidad moral: la de tener alternativas disponibles a la acción que se realiza.
En mi opinión, estos problemas pueden resolverse si uno ofrece una alternativa a este concepto de responsabilidad moral. Aquí no puedo desarrollar mucho este punto, pero, en general, me parece que ésta es una concepción de la noción de responsabilidad moral demasiado estrecha. En mi trabajo, he explicado que una noción más amplia de la responsabilidad moral incluye como condiciones que las acciones por las que uno es considerado moralmente responsable hayan sido fruto de ciertos planes racionales (y no meramente fruto del azar) y que hayan afectado a su relación con otros (como, creo, sucede en aquellos casos en los que las emisiones de efecto invernadero vulneran los derechos humanos de otras personas). En estas circunstancias, uno es responsable moralmente por sus acciones en el sentido de que tiene que ofrecer una respuesta que debe tener en cuenta otras consideraciones (por ejemplo, consideraciones relativas a la capacidad del agente para poder asumir estas obligaciones).
En cualquier caso, me parece que prácticamente cualquier consideración que pongamos sobre la mesa no exime a los países industrializados y altamente contaminantes de responder ante los efectos negativos de sus emisiones mediante una acción firme y decidida para mitigar el cambio climático, ofrecer soluciones de adaptación y compensar por los daños ocasionados, al menos aquellos relativos a vulneraciones de derechos humanos.
Laura, muchas gracias por conceder esta entrevista a El Laboratorio.