El desarrollo de los modelos democráticos liberales en Occidente desde finales del siglo XVIII y principios del XIX vino definido por unas condiciones sociales y ecológicas muy particulares: una relación prometeica del hombre con la naturaleza, una diferenciación entre los géneros que modificaba y reforzaba el modelo patriarcal tradicional, y nuevas formas de desigualdad no solo entre las distintas clases sociales, sino también entre los ciudadanos de los países industrializados y los habitantes de las colonias europeas y de los países no occidentalizados.
Tras la Segunda Guerra Mundial y la llamada “edad de oro” del capitalismo fosilista y fordista, el modelo democrático pareció consolidarse en buena parte del llamado “mundo libre”, estrechamente ligado a la formación de la sociedad de consumo de masas. Se construyeron entonces los diversos modelos del Estado de Bienestar y se conquistaron derechos y libertades para los trabajadores, las mujeres, las minorías y, desde finales del siglo XX, las orientaciones sexuales no heteronormativas.
Ahora bien, estas democracias y sus niveles de bienestar se han sustentado en una concepción del progreso heredera de la modernidad y en un modelo económico guiado por la idea del crecimiento ilimitado. El “bienestar” depende de un sistema extractivista y depredador de recursos naturales, un consumo insostenible de energías fósiles y una producción acelerada de residuos y contaminación. El dogma del crecimiento ilimitado ha chocado con los límites biofísicos de la Tierra. Este modelo económico insostenible ha provocado además, sobre todo en su última fase neoliberal, un agravamiento sin precedentes de las desigualdades sociales, tanto dentro de los países occidentales como en las antiguas colonias y en los países llamados “en desarrollo”, así como profundas alteraciones en los ciclos naturales de la biosfera terrestre, entre ellas la reducción de la biodiversidad y el calentamiento de la atmósfera, cuyas consecuencias pueden llegar a ser -están siendo ya- catastróficas.
En este contexto de crisis ecosocial global, las democracias liberales están viendo erosionada su legitimidad ante la emergencia de nuevos conflictos y luchas ecosociales que irrumpen en todas las esferas de nuestra vida y en todas las escalas territoriales (local, regional, nacional e internacional). Esta nueva situación histórica nos obliga a repensar nuestra relación con la naturaleza y con los demás seres vivos, con los distintos pueblos del planeta, con los miembros de nuestras propias comunidades políticas, con nuestro cuerpo viviente y con nuestros hábitos y estilos de vida. Como dice Pierre Charbonnier en Abondance et liberté. Une histoire environnementale des idées politiques, es preciso revisar en clave ecológica, desde la perspectiva histórica del Antropoceno, todas las grandes ideas e ideales políticos heredados de la Modernidad, para adaptarlos a los retos ecosociales del presente.
Para ello, El Laboratorio ha contado con tres invitados que han respondido a nuestras preguntas y han abordado el debate desde diferentes perspectivas: el economista Santiago Álvarez Cantalapiedra, director de FUHEM Ecosocial y de la revista PAPELES de Relaciones Ecosociales y Cambio Global, se centra en la relación entre capitalismo, ecología y democracia, y plantea la necesidad de democratizar y ecologizar la economía; la filósofa Laura García-Portela, profesora e investigadora en filosofía moral y política y cambio climático en la Universidad de Friburgo (Suiza), analiza los problemas de responsabilidad moral que suscita el cambio climático, no sólo entre individuos, clases sociales y países, sino también entre generaciones; finalmente, la filósofa Luciana Cadahia, profesora en la Pontificia Universidad Javeriana de Bogotá y en FLACSO-Ecuador, considera que sólo un «republicanismo plebeyo», construido desde abajo, puede tejer nuevos vínculos sociales y nuevas relaciones con la naturaleza terrestre.