Pandemia, desglobalización y sociedad mundial
Julio A. del Pino Artacho es doctor en Sociología con Premio Extraordinario y Especialista en Investigación Social Aplicada y Análisis de Datos (CIS). Es profesor de teoría sociológica en el departamento de Teoría, Metodología y Cambio Social de la UNED y realiza investigaciones sobre cuestiones territoriales, especialmente ligadas al giro de la movilidad, y análisis de encuestas de opinión.
Héctor Romero Ramos es licenciado y doctor en Sociología por la Universidad Complutense de Madrid. Entre 2010 y 2018 enseñó Sociología en la Universidad de Murcia y actualmente es profesor en el departamento de Teoría, Metodología y Cambio Social de la UNED. Es subdirector del Máster en Gobernanza y Derechos Humanos de la UAM y miembro fundador del consejo de redacción de la revista Sociología Histórica.
La situación actual de pandemia por COVID-19 y su gestión han abierto un debate en torno a las consecuencias que esta crisis sanitaria pueda tener en el proceso de globalización. De un lado, y en relación con las causas, la pandemia ha puesto de manifiesto que el mundo es uno: la tupida red de comunicaciones, movilidades e interdependencias que definen el orden global ha facilitado la extraordinariamente rápida y amplia expansión de un virus cuyo origen presumiblemente se encontraba en un mercado local de la ciudad china de Wuhan; de otro lado, y en el orden de las consecuencias o, mejor dicho, de las respuestas, la pandemia ha constatado asimismo que ante las crisis globales articulamos casi espontáneamente respuestas estatales.
Es en razón de esto último, unido a una contracción coyuntural de la movilidad y de los intercambios mundiales, por lo que algunos analistas hablan hoy de un proceso de desglobalización. Un proceso que podría trascender la crisis sanitaria como consecuencia de los temores que ha despertado esta experiencia de incertidumbre y vulnerabilidad radical.
Se abre así la oportunidad de pensar la crisis provocada por la pandemia en términos duales, deslindando los procesos de mundialización de la sociedad de lo que, siguiendo la terminología de Ulrich Beck, deberíamos denominar la globalización en sentido estricto, como un proceso histórico en el que los estados nacionales han sido atravesados y socavados por actores transnacionales con diferentes perspectivas de poder.
Sociedad Mundial
Un rasgo típico de la modernidad, como el desanclaje mediante sistemas expertos, ha quedado expuesto con la pandemia. Por un lado, las costuras de la vida cotidiana, la actitud blassé de la vida urbana, las interacciones cara a cara o la desatención amable, mostraban su artificio. Cada paso que damos está sujeto a ejercicios permanentes de confianza en largas cadenas de acción que cosen el mundo de la vida a los sistemas. Por otro lado, surge nuevo conocimiento experto para combatir el virus y forjar una «nueva normalidad» de riesgo controlado.
La batalla por la definición de los riesgos supone el asunto crucial a partir del que se construyen las respuestas de la acción humana. El orden material de la sociedad queda subsumido a la definición de los riesgos por parte de los expertos, en relación con la transmisión, el desarrollo de la enfermedad o la mortalidad de la misma. La utilidad económica cede inopinadamente ante la amenaza de la catástrofe. El conocimiento experto proporcionado por la ciencia se convierte en juez acerca de lo que es o no es un riesgo. Y esas definiciones, labradas en las luchas cruzadas propias de la actividad científica como actividad social, actúan de conciencia común, y sustentan en forma de creencia los vectores de la lucha contra el virus y la «nueva normalidad» (por ejemplo, distancia, lavado de manos y mascarillas). La definición del riesgo abre las puertas a una reorganización política que entraña todos los niveles de la vida social, desde la vida cotidiana hasta la relación entre los estados. Quizás la batalla más importante en este sentido se libra en la definición del origen del virus (como un viejo riesgo biológico o como un patógeno diseñado en laboratorio).
Pese a su vertiente politizadora, la definición de los riesgos a través de los sistemas expertos se dirime mediante la aplicación de reglas sistemáticas, es decir, responde a una racionalidad propia del sistema de ciencia. Este rasgo es el que subraya la escuela neoinstitucionalista para hablar de una institucionalidad global o world polity. Para John W. Meyer, la conformación de la sociedad mundial se refiere a la extensión de pautas de racionalidad, cuyos ejemplos más evidentes podemos encontrar en la extensión de las organizaciones burocráticas por todo el globo. Por ejemplo, en el ámbito de la educación, esta institucionalidad global se muestra en la creación de programas educativos isomórficos. El sistema de ciencia sigue asimismo estrictas reglas de trabajo y, sobre todo, de legitimación del conocimiento que atañen a toda la comunidad científica (sociedades científicas, publicaciones, etc.). Pese a las sombras que podemos encontrar, resulta innegable el avance en el conocimiento del virus, su transmisión, el tratamiento de la enfermedad y la generación de vacunas, así como en la organización de la producción y administración de estas últimas. Los defensores de la modernidad no pueden más que celebrar el logro de frenar por primera vez en la historia una pandemia en marcha.
Otros dos rasgos de la institucionalidad global resultan destacables. El primero es la generación de una forma de agencia común (forjada en los sistemas educativos), que configura al individuo como agente básico, capaz de comprender e implementar las creencias y prácticas que propone la ciencia. En efecto, las explicaciones y los programas de acción son reconocidos por los actores como fruto de una forma racional de actuación (la actividad científica) que se asume también en la vida cotidiana, que permea en las actuaciones de todos los actores, como deducidas de los principios generales que es capaz de enunciar la ciencia. Por ejemplo, cuando la utilización cotidiana de las mascarillas responde a la comprensión sobre el papel de los aerosoles en la transmisión del virus.
El segundo es la importancia que adquiere el Estado como eje político-social de la expansión institucional, de la creación de sistemas expertos, que configuran grandes sociedades articuladas a través de procesos e instituciones isomórficas. Pese a su variabilidad, el Estado contemporáneo se configura alrededor del modelo de racionalidad formal imperante en la ciencia, que actúa como una suerte de cultura global que hace a los estados mucho más parecidos de lo que las lógicas culturales internas de las sociedades y los procesos históricos de lucha por el poder predecirían. El proceso de desglobalización al que aludimos adelante es, desde este punto de vista, un reconocimiento de que no hay mayor fuerza unificadora que la ejercida históricamente por los estados, que organizan los recursos y las metas de las sociedades de acuerdo con un genuino programa común, el de la cultura mundial.
Desglobalización
Quizás de todas las respuestas a la pandemia, la que más pudiera sorprender es el importante papel que han jugado los estados en la movilización de recursos y medios de control y vigilancia. Pero re-estatalización y desglobalización no son estrictamente sinónimos. De hecho, la tesis de la re-estatalización es cuestionable: el Estado no ha vuelto, sino que nunca se fue.
La crisis sanitaria mundial ha provocado una contracción de los flujos globales tanto en el orden económico (descenso del comercio mundial y de la inversión extranjera directa, más proteccionismo, paralización del turismo) como en el político (estados de alarma, cierre de fronteras). La pandemia y su gestión vendrían a apuntalar así una tendencia hacia la re-estatalización y la desglobalización que muchos analistas vienen observando desde la crisis financiera internacional de 2007.
Si una de las características definitorias del orden global era la creciente fragilidad estatal, el «desbordamiento» del Estado por «arriba» (multilateralismo e incapacidad para embridar el sistema económico internacional) y por «abajo» (fragmentación en identidades locales y ciudades o enclaves conectados en red con la economía global antes que con la nacional), hay desde luego indicadores que apuntan a un parcial o limitado proceso de desglobalización. Pero, para ello, tenemos que dar la tesis del «desbordamiento» por correcta y, por el contrario, cada vez parece más claro que fue el producto intelectual de una década larga de entusiasmo liberal, la última del pasado siglo XX.
No es casual que las suspicacias respecto de esta conclusión llegaran desde la sociología histórica, que incorpora de serie la mirada a largo plazo. Así, Michael Mann, uno de los autores más rápidos en combatirla (1997), viene insistiendo en que tanto la tesis del desbordamiento del Estado como la de la «glocalización» sólo se sostienen a la luz de una visión de un mercado capitalista universal que dista mucho de ser una realidad mundial, pues son incontables los casos de economías que son en efecto capitalistas, pero profundamente estatalizadas. Incluso en Occidente, según Mann, el Estado no está declinando, sólo cambiando. Y adquiriendo de hecho nuevas funciones en cuanto proveedor de servicios, además de intervenir en los más diversos ámbitos de nuestra vida íntima (The Sources of Social Power. Volume 4: Globalizations, 1945-2011, 2013, 8-9). Poco antes Saskia Sassen (2007) había señalado la función del Estado como actor de la globalización y no como víctima de ésta. El Estado desnacionaliza lo que antes había nacionalizado y lo hace con los mismos instrumentos, es decir, su incuestionable capacidad normativa, de la que ejerce un práctico monopolio.
El Estado no ha dejado de ser una estructura esencial en el orden político y económico internacional, además de un actor decisivo en la propia formación del proceso de globalización (Rudolf Stichweh). Específicamente desde la perspectiva neoinstitucionalista, el Estado resulta -en virtud de una racionalidad burocrática y científico-técnica y a través de su capacidad normativa- a la vez configurador y reflejo de la unidad de una «cultura mundial» (Jürgen Schriewer) que la gestión de la pandemia no ha hecho más que manifestar de la manera más drástica.