Marta Allué es licenciada en Geografía e Historia (1979) por la Universitat de Barcelona. Años después (1994-96) hizo un Master en Antropología de la Medicina (1994-96) en la Universitat Rovira i Virgili. Se doctoró en Antropología Social y Cultural en 2001. Es miembro de la asociación Derecho a Morir Dignamente (DMD) y de la asociación de afectados por quemaduras de Catalunya KREAMICS. Actualmente colabora con diversas universidades e instituciones en cursos y proyectos relacionados con los derechos de los enfermos, con la diversidad funcional y con el morir y la muerte. A partir de una experiencia personal que quedó plasmada en su primer libro, Perder la piel (1996, reeditado en 2015), ha escrito -y lo sigue haciendo- sobre pacientes, hospitales, adversidad y supervivencia, y también sobre espacios y cultos funerarios. Ha publicado (Dis)capacitados. La reivindicación de la igualdad en la diferencia (2000), La piel curtida (2008), El paciente inquieto: los servicios de atención médica y la ciudadanía (2013) y, con Jordi Roca, Amores lejanos. Historias de parejas transnacionales (2016).
Pandemia y diversidad
Las personas con enfermedades crónicas y/o funcionalmente diversas somos una minoría. Una minoría universal no asociada a ningún territorio, ni a una identidad étnica, ni a una ideología política o religiosa. Entre nosotros somos absolutamente diversos. En el momento en que se declaró la pandemia, como tal también nos afectó. No obstante, las quejas, los reproches y los lamentos por las restricciones que afectaron a todos fueron, en nuestro caso, menores a pesar del miedo.
¿Por qué menores? Porque estamos habituados a que nuestro cuerpo enfermo o diverso y un entorno diseñado para la mayoría, restrinja nuestras libertades. Conocemos la adversidad y hemos ido aprendiendo a manejarla. Ahora bien, con la Covid-19 hemos añadido un elemento al infortunio: el miedo.
Algunos enfermos crónicos y/o con diversidad funcional decidimos unilateralmente demorar, diferir, posponer cualquier contacto con nuestros médicos durante esos meses porque… nos daba miedo. Establecimos que no eran situaciones tan urgentes y pensamos que no nos harían caso si demandábamos atención. Todos nosotros sabemos que moriremos, incluso de nuestras patologías, ¡ah! pero no como consecuencia de la Covid-19. Porque en la enfermedad crónica y en la discapacidad no está la muerte por causa ajena como perspectiva, solo el constante ruido del cuerpo. Y ese ruido iba a seguir. Admitimos, para variar, que la mayoría iban a ser atendidos prioritariamente, mientras que acudir nosotros a un hospital aumentaba nuestro nivel de riesgo.
Luís, compañero y cuidador de Rosa, enferma con Alzheimer avanzado a sus 60, describía en marzo de 2020 en su diario el riesgo de sacarla a pasear porque continuamente se quería quitar la mascarilla, tocar el mobiliario urbano y a todos los bebés con los que se cruzaba. Y describía el miedo. Miedo a que una hospitalización por Covid-19 la redujese a sus funciones vegetativas.
Dani, a quién el confinamiento le pilló en el sociosanitario donde debía recuperarse de su última intervención quirúrgica, dio positivo a principios de marzo. Lo peor -cuenta- fue tener que aceptar que, para evitar contactos, le pondrían un pañal para que hiciera sus micciones y así reducir las entradas del personal en la habitación. Dani tiene 40 años y ningún problema de control de esfínteres, pero usa silla de ruedas. Su proceso de recuperación se alargó porque nunca pudo recibir el tratamiento de rehabilitación que tenía asignado.
Y yo cometí un error: tener miedo de acudir de inmediato a urgencias a pesar de una fiebre bacteriana y el edema en mi pierna izquierda.
Al otro lado de la barrera, la mayoría: aplausos vespertinos, quejas y desesperos por la presunta pérdida de libertades ante una situación inédita. Nada más.
Mientras tanto, Luís decidió seguir sacando a pasear a su mujer y ponerle una pantalla facial en vez de la mascarilla que ya no se quitaba. Dani se impuso una rutina que le mantuvo sereno. Compartía con su madre y su sobrina por videoconferencia el desayuno, la comida y las cenas. A las cuatro hablaba con una amiga y a las ocho le llamaba Joaquín. Y yo, en mi doble aislamiento hospitalario por la Covid-19 y el estafilococo, me entretenía observando los movimientos del vecindario de la casa de enfrente, como así también sugieren los trípticos de recomendaciones para los enfermos hospitalizados: mire por la ventana.
Muchos de nosotros creímos que la pandemia mejoraría, por un lado, la imaginación para hacer frente a la adversidad; y, por otro, la solidaridad. No ha sido así.
Los servicios sociales del ayuntamiento le enviaron a Luís una cuidadora sustituta porque la que les ayudaba estaba enferma. Él -ingenuamente, dice- le preguntó si estaba vacunada. No lo estaba. Telefoneó a la empresa subcontratada pensando que lo podrían solucionar y la respuesta fue que él, pareja y cuidador de una enferma dependiente, no tenía derecho alguno a preguntar si la trabajadora estaba o no vacunada. La privacidad del trabajador por encima del derecho a preservar la salud del dependiente.
Sonia tenía a su madre con Covid en curas intensivas. Hablaron por teléfono un rato, pero la enfermera insistía en que había que colgar. “Ya hablaremos”, fue lo último que dijo la madre. Sonia declaró en una entrevista que creía seriamente que alguien debería haberles pedido perdón a los familiares por no dejarlos despedirse en directo de los padres. El entrevistador le contesta: “Bueno, usted es médico y sabe lo que significaba que entraran los familiares durante la pandemia… Sí, totalmente -responde-, pero para los que hemos sobrevivido, esto ha sido de una crueldad extrema”.
La aflicción por la pérdida por encima de la salud de enfermos y trabajadores.
Tal vez la culpa sea nuestra. Los “expertos” en diversidad física y aislamiento no hemos sabido enseñar a esa mayoría a mirar por la ventana.