Reseña de «Campo de retamas» escrita por José Luis Pardo
Los pecios de Rafael Sánchez Ferlosio, reunidos en su libro ‘Campo de retamas’, no son los residuos superficiales de su prosa, sino que brillan por sí solos
Decía Nietzsche que los aforismos deben ser cumbres, de tal manera que la lectura de un libro de sentencias habría de causar en el espíritu la impresión de ir saltando de pico en pico, prescindiendo del trabajo afanoso y arriesgado de la subida y del interminable y tedioso proceso de descenso, de tal modo que quien lee se vea siempre sorprendido por la fórmula, no sabiendo nunca “cómo ha llegado allí” ni tampoco cómo podrá coronar la cumbre siguiente sin despeinarse, con el mismo gesto elegante y despreocupado con el que David Niven y Cantinflas, en la versión cinematográfica de La vuelta al mundo en ochenta días, utilizan al pasar junto a ellas la providencial nieve de las montañas para enfriar una botella de champán que, cómo no, llevaba preparada en la despensa del globo. En este sentido, puede que los aforismos de Nietzsche pertenezcan a la misma estirpe que los de La Rochefoucauld e incluso que los de Lichtenberg, pero está claro que su linaje no es el mismo que el de los pecios de Rafael Sánchez Ferlosio, espléndidamente reunidos en su último libro, Campo de retamas.
El hecho de que un pecio sea, técnicamente, el resto de un naufragio, nos indica solamente que no es una “sentencia”, término que —para empezar, en su acepción judicial— sugiere la confección de un veredicto resolutorio e inapelable, aunque nos hurte toda la larga y compleja instrucción del sumario que ha llevado a esa conclusión. Una sentencia es siempre un éxito, la salida terminante y acabada de un proceso (pues un proceso judicial interminable, sin declaración de culpabilidad o de inocencia y sin reparto de responsabilidades, como los que a menudo parecen tener lugar en nuestros tribunales, va siempre acompañado, para nosotros, de una resonancia angustiosa y kafkiana de fracaso, de expectativas insatisfechas). Los pecios de Sánchez Ferlosio tienen más bien el aire de un comienzo, de un incipit, de una incoación de final incierto que, ciertamente, arroja una luz sobre el asunto que trata, pero no es la del relámpago o el fogonazo de una iluminación deslumbrante y definitiva que localiza en la oscuridad el blanco posible de un disparo, sino más bien la de “una bombilla temblorosa e impávida, desafiando la ominosa noche, en la ciudad bajo los bombarderos”, como dice uno de ellos. Y, si algún parentesco se les hubiera de buscar, sería más bien con escritos del tipo de las Voces de Antonio Porchia (“La verdad tiene muy pocos amigos, y los muy pocos amigos que tiene son suicidas”) o de los Pensamientos despeinados de Stanislaw Jerzy Lec (“Es difícil andar con la cabeza alta sin darse aires”).
Se ha dicho a veces que los pecios de Sánchez Ferlosio son como “la otra cara” de su escritura, la vertiente paratáctica, breve, directa e inmediata de una prosa habitualmente cargada de subordinaciones, intrincados vericuetos y prolijos apéndices que dibujan un mapa de pensamiento lleno de laberintos. Pero es posible que esta contraposición sea en sí misma artificial, como la que su autor denuncia a menudo en el presuntuoso contraste entre lo profundo y lo superficial. Quiero decir que estos pecios no son los residuos “superficiales” de una prosa que, en otras manifestaciones, enunciaría un pensamiento más “profundo”, no son maneras comprimidas de expresar lo que en otros textos se dice con mayor escrupulosidad. Es más, ni siquiera creo que pueda decirse que son construcciones sintácticas “directas”. Si en algún sentido son “restos” de algo, podría sostenerse que son más bien frases subordinadas sueltas y perdidas de su contexto, al que han dejado de necesitar para brillar por sí solas como esa bombilla temblorosa recién citada, frases accesorias emancipadas de su conexión con la principal como retamas que, en lugar de ofrecerse como simple combustible para hornos que cocinan discursos de relleno o masticables para lectores iracundos, se convierten en extrañas flores de racimo, formaciones de malas hierbas que adquieren una inesperada belleza, “flores del mal” de un conocimiento impensado. Y en ese punto muestran un elemento fundamental del “método” de esta escritura, a saber, que en ella lo subordinado se insubordina contra lo presuntamente principal y adquiere un protagonismo inhabitual, que los desvíos aparentemente secundarios son en ella lo más importante, y el “argumento” general solamente un pretexto, como cuando su autor “comenta” textos periodísticos, coplas populares o fórmulas ideológico-propagandísticas. Y si lo de “método” hay que ponerlo entre comillas es porque esta transformación no ocurre nunca de modo deliberado, sino que acontece justamente como un naufragio que arruina el equilibrio argumental o al menos lo torpedea, como el resultado imprevisible pero irremediable que impide al jardinero podar del todo las excrecencias improductivas que invaden los cultivos, porque a menudo encuentra algo más y algo diferente de lo que creía estar buscando. La escritura de Sánchez Ferlosio nunca es “profunda” en el sentido de “oscura” o de “solemne”; puede ser difícil, pero nunca abandona la claridad.
También por ello es corriente, tanto a propósito de los pecios como de los ensayos, subrayar la “originalidad” de Sánchez Ferlosio, extremo este que con razón suele indignarle. Porque su obra está tan vinculada a la trama viva de nuestra tradición cultural que exhibe siempre la inconfundible condición de lo impersonalmente originario, sin tener que depender para nada de la “originalidad” literaria característica del estilo personal, invariablemente obsesionada por la novedad y la distinción. Pero es completamente injusto hacer de Ferlosio un escritor “raro”, “heterodoxo” o (aún peor) “maldito”. Alguien dijo una vez que todas las grandes obras están escritas en una suerte de “lengua extranjera”, y no hay mayor elogio para un escritor que decir de él que ha sido capaz de mostrarnos nuestra lengua como si fuera otra, de hacernos sentir extraños a lo que decimos de tan inadvertido como nos pasa; pero en este caso no hay dudas de que esa lengua extranjera es el castellano llano, cuyo cuidado no consiste en salvaguardas académicas, sino en el ejercicio sistemático y continuado de la lengua para decir a alguien algo acerca de algo. Y, en este punto, Sánchez Ferlosio sigue siendo un ejemplo cabal de lo que significa ser un escritor. Que eso se haya convertido en una “rareza” debería, como decía cierto usuario de las tarjetas black pillado in fraganti, hacernos reflexionar.
José Luis Pardo
Este artículo fue originalmente publicado el 15 de mayo de 2015 en el suplemento Babelia de El País