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BAJO EL HORIZONTE DE KANT:

EL CIELO ESTRELLADO Y LA CONCIENCIA MORAL

Sebastián Gámez Millán

A la filosofía le ha perseguido casi siempre la sombra de la inutilidad, pero a decir verdad no conozco ninguna idea más valiosa que una de las formulaciones del imperativo categórico de Kant: “Actúa de tal modo que trates a los otros siempre como fines en sí mismos y nunca meramente como medios”, que es el fundamento teórico de los Derechos Humanos. A la pregunta de por qué se deben respetar, se responde con ello. No faltarán quienes aleguen que todavía se incumple con mucha frecuencia, pero en la medida que conseguimos cumplirlo nos damos el trato más civilizado que podemos darnos las personas, recíproco y como fines, no como instrumentos, cosa que por razones biológicas o económico-políticas sucede a menudo. Es la diferencia entre ser y debe ser, entre la naturaleza y la ética, dialéctica que atraviesa su pensamiento filosófico como dos líneas asíntotas que van a su encuentro sin llegar a tocarse nunca. De ahí que nada le llenara más de asombro que el cielo estrellado sobre él y la conciencia de una ley moral en sí. 

Y aunque la libertad es un postulado de la razón práctica, pues “las acciones humanas se hallan determinadas conforme a leyes universales de la Naturaleza”, la libertad es la ratio essendi de la ética, del mismo modo que la ética es la ratio cognoscendi de la libertad. Dicho en otros términos, la libertad es el fundamento de la ética, ya que sin ella carece de sentido las acciones y juicios éticos (¿cómo podríamos comportarnos libres y responsablemente si no podemos elegir?), de la misma manera que el fin de la ética es ampliar nuestros márgenes de libertad, tanto de forma individual como social. Es por esta razón por la que la libertad es considerada el valor fundamental de los modernos; es la condición de posibilidad de los demás valores. Si bien tengo para mí que la axiología se rige bajo el pluralismo: ¿o acaso no se requiere ciertas dosis de paz y de seguridad para que podamos ejercer la libertad tal como es adecuado y conveniente?

Pese a que a Kant le entusiasmaban las noticias que le llegaban de la Revolución Francesa, en la que percibía un signo de progreso de la humanidad, pues los seres humanos eran capaces de sacrificarse en aras de ideales como la libertad, la igualdad y la fraternidad, no era partidario de las revoluciones precisamente porque instrumentalizan la vida de los seres humanos. Más bien era partidario del uso público de la razón como mecanismo para introducir y prolongar reformas graduales en las instituciones, lo que sorprendentemente contrasta con su idea de que bajo “una madera tan retorcida como la de que está hecho el hombre no puede tallarse nada enteramente recto”, pues como buen ilustrado denota una inmensa fe en la razón tanto para elaborar como para reconocer argumentos que permitan progresar.

El progreso, al igual que otros conceptos (emancipación, autonomía…) de la Ilustración, fue puesto en tela de juicio durante la denominada postmodernidad, si no antes –pienso en Nietzsche, Freud o en Dialéctica de la Ilustración, de Adorno y Horkheimer–. Sin embargo, aunque tomemos conciencia de las contingencias y de la finitud humana para ponerlos en práctica, ¿podemos renunciar a ellos? Es cierto que somos interdependientes, pero eso no le resta valor a la autonomía. Mientras más autónomos seamos, ¿acaso no es mejor para nosotros y para las sociedades desde una perspectiva ético-política? Es cierto que no progresamos como soñamos, pero ¿vamos a renunciar a seguir esforzándonos y trabajar por mejorar las condiciones de vida de las personas, de los seres vivos y del planeta? Como señaló Habermas, “la modernidad –vale decir la Ilustración– es un proyecto inacabado. Parte de los problemas de nuestro mundo se deben a la falta de ilustración histórica y actual, y no sólo tecno-científica. Quienes alberguen dudas al respecto, les sugiero la lectura de En defensa de la Ilustración. Por la razón, la ciencia, el humanismo y el progreso, de Steven Pinker.  

Claro que buena parte de la permanente actualidad de su pensamiento se debe a mi parecer al talante utópico que lo recorre. Kant, que pensaba que el ser humano es lo que puede hacer con su educación, escribió en Pedagogía: “un principio del arte de la educación es que no se debe educar los niños conforme al presente, sino conforme a un estado mejor, posible en lo futuro, de la especie humana; es decir, conforme a la idea de humanidad y de su completo destino”. Así, el sentido de su opúsculo de 1795, quizá la más esclarecedora reflexión sobre la paz que se haya escrito nunca, es “hacia la paz, perpetuamente”, pues Kant no ignora que la paz definitiva no se alcanzará nunca, ni siquiera en los cementerios, pero mientras más nos aproximemos, habrá más libertad, más justicia, más dignidad…  

En su Lógica formuló las tres preguntas esenciales: “¿Qué puedo saber? ¿Qué debo hacer? ¿Qué me cabe esperar?” Preguntas que desembocan en una cuarta: “¿Qué es el ser humano?”. Con la Crítica de la razón pura respondió a la primera, produciendo un “giro copernicano” que revolucionó la teoría del conocimiento, pues del mismo modo que Copérnico imaginó acertadamente que el Sol no gira en torno a la Tierra, sino al revés, no son los objetos los que modelan al sujeto, sino que más bien se moldean conforme al sujeto; con la Crítica de la razón práctica respondió a la segunda, como con Fundamentación de la metafísica de las costumbres, transformando la ética, que ya no tendrá como fin la felicidad (Aristóteles), el placer (epicureísmo), la ataraxia o serenidad (estoicismo), la bienaventuranza (cristianismo) o la utilidad (utilitarismo), sino la humanidad; con la inconclusa Crítica del juicio responde a la tercera y de paso le da carta de naturaleza a la estética como rama autónoma de la filosofía.

Y si bien no dedicó una obra equiparable a la política, su ética contiene tan poderosas implicaciones que, a pesar del realismo político inaugurado por Maquiavelo, es inevitable volver a contar con la ética para abordar cuestiones políticas. Y al revés, no se pueden abordar cuestiones éticas sin política, como harían Arendt, Rawls, Muguerza o Habermas, algunos de los principales filósofos ético-políticos de las últimas décadas. En 1924 Ortega y Gasset escribió: “En la obra de Kant están contenidos los secretos decisivos de la época moderna, sus virtudes y sus limitaciones”. Un siglo después podemos afirmar que seguimos bajo el mismo horizonte.

Lyndsey Stonebridge: «La ironía es que a Hannah Arendt no se le permitiría hoy obtener el Premio Hannah Arendt»

La académica Lyndsey Stonebridge publica una biografía en la que explica por qué Arent, judía, refugiada, feminista e intelectual independiente se ha vuelto “imprescindible para el siglo XXI” 

Leticia Blanco

En los meses posteriores a la victoria de Donald Trump en 2016, ‘Los orígenes del totalitarismo’ de Hannah Arendt se colocó inesperadamente en la lista de libros más vendidos en Estados Unidos. Amazon llegó a quedarse sin stock de este libro publicado en 1951 en el que Arendt, una filósofa judía que logró escapar de los nazis tras pasar por el campo de concentración de Gurs, describía cómo las condiciones históricas en el siglo XX se conjuraron para “dotar al mal de una forma política asombrosamente moderna”.

El ascenso de la ultraderecha, las teorías de la conspiración, la posverdad y la constatación de que, para muchos hoy las vidas de algunos son superfluas, la han vuelto a poner de moda. Millones de jóvenes en todo el mundo, de Rusia a Europa y Estados Unidos, han descubierto a Arendt. La académica y profesora de Humanidades y Derechos Humanos en la Universidad de Birmingham Lyndsey Stonebridge acaba de publicar ‘Somos libres de cambiar el mundo. Pensar como Hannah Arendt’ (Ariel) una biografía en la que explica por qué la brillante filósofa judía, refugiada, feminista e intelectual independiente se ha vuelto “imprescindible para el siglo XXI”. 

¿Cómo llegó a Hannah Arendt?

Por accidente. Leí ‘La condición humana’ casi en secreto; nunca antes había leído algo así. Cuando era estudiante no se la leía mucho, era la época del postestructuralismo en Europa. Luego llegó el siglo XXI y las cosas empezaron a torcerse: Putin, Orban, el colapso de Estados Unidos, el ascenso de la ultraderecha, el Brexit, Trump… y en ese momento mi conversación con Arendt se volvió más intensa y urgente. 

La actualidad resuena de forma muy poderosa en lo que escribió hace 70 años. 

Sí, pienso mucho en todo lo que Arendt tendría que decir hoy sobre la guerra de Gaza. Me acordé de ella cuando se canceló la entrega del premio que lleva su nombre a la escritora Masha Gessen. La ironía es que a Hannah Arendt no se le permitiría hoy obtener el Premio Hannah Arendt. Ella también criticaba a Israel todo el tiempo.

¿Cuál de sus ideas nos puede servir hoy?

En ‘Los orígenes del totalitarismo’ escribió que incluso cuando los regímenes totalitarios hubiesen terminado, los verdaderos problemas de nuestro tiempo se revelarían en su forma más verdadera, pero no necesariamente la más cruel. Para ella, el totalitarismo había puesto algo en el mundo que no iba a ser vencido ni por el liberalismo ni por el nuevo orden mundial, el derecho internacional o la derrota de la URSS. Creía que esa sensación de alienación y soledad, de desconexión y desarraigo que se apoderó del mundo no se iba a ir a ninguna parte. Esas corrientes subterráneas que salieron a la superficie con el nazismo y el comunismo han resurgido nuevamente. 

¿Por qué cree que conecta ahora con los jóvenes?

Un miembro de las Pussy Riot que logró escapar de Rusia después de que empezara la guerra llevaba una copia de ‘Los orígenes del totalitarismo’ en su mochila. La clave para mi es que más que tener una teoría filosófica o un sistema, lo que hace Hannah Arendt es animarte a pensar por ti mismo. Las redes sociales habrían sido una pesadilla para ella. Arendt pensaba que la categoría de lo social era una de las más peligrosas. Me atrevería a decir que Twitter es uno de los lugares más solitarios del planeta, lleno de gente buscando aprobación social, éxito, con miedo y tendencia a la autocensura. 

La académica Lyndsey Stonebridge publica una biografía en la que explica por qué Arent se ha vuelto “imprescindible para el siglo XXI”
La académica Lyndsey Stonebridge publica una biografía en la que explica por qué Arent se ha vuelto “imprescindible para el siglo XXI” / EPC

¿Y como feminista?

Crecí en la generación de ‘lo personal es político’. Y por supuesto que lo es, porque cada ley sobre el aborto o el divorcio impacta en nuestra vida privada. Pero Arendt me ha enseñado que no tiene por qué ser así. Las mujeres deberían tener derecho a la privacidad. Porque para pensar, actuar, para ser parte del mundo, hay que poder retirarse del mundo. 

Pero el cuerpo de las mujeres se ha convertido en un objetivo político.

El hecho de que la vida personal de las mujeres se vuelva política es totalitario. Que nuestros cuerpos se vuelvan algo político no significa que deban serlo. Las personas no deberíamos ser políticas todo el rato. En Irán, Rusia y Afganistán, estados totalitarios impulsados ideológicamente por el terror, las mujeres, lo queer y lo trans se presentan como lo peligroso. 

Se ha escrito mucho sobre su relación con Martin Heidegger. Ella escapó en 1933 de Alemania, ¿entiende cómo pudo volver a entablar una relación con él tras el Holocausto?

Arendt tenía dos fotos en el escritorio de su apartamento de Nueva York. Una era de su segundo marido, Heinrich Blücher, y la otra de Heidegger. La gente pasa por alto que fue su maestro, no solo su amante. Sus ideas dieron paso al existencialismo y la dejaron completamente atónita. Se sintió vista por primera vez. Todos hemos tenido un maestro que nos ha dado un lenguaje para hablar de vivir, para entender el mundo. Heidegger fue esa persona. Luego ella lo abandonó y se separaron después de que él se uniera al partido nazi. Es cierto que luego reiniciaron su amistad intelectual. Ella sabía que no podía pensar las cosas que pensaba sin él. Pero como vivimos en una sociedad sexista, la gente está obsesionada con el sexo y con lo que hacen las mujeres, no con lo que escriben. A las mujeres, además, no se les permite separarse. Y Arendt tuvo una vida privada muy intempestiva. 

La filósofa y escritora alemana Hannah Arendt.
La filósofa y escritora alemana Hannah Arendt. / EPC

¿Cree que ella no podía pensar las cosas que pensaba sin él?

Heidegger es el gran pensador de la tragedia existencial. Ella empezó a cambiar eso cuando tenía 23 años, al escribir su tesis sobre Agustín y pensar: no, la clave de la condición humana no es la muerte, es el amor. Arendt es heideggeriana y antiheideggeriana al mismo tiempo. 

La conexión con James Baldwin es sorprendente.

Sí, creo que no estaban de acuerdo en muchas cosas porque Arendt pensaba que el amor no debía entrar en política, pero le admiraba. No la culpo, la primera vez que lees a Baldwin suena como si viniera directamente de Dios. Es un genio. Me parece muy significativo que en solo seis meses, entre el 62 y el 63, se publicaran ‘Primavera silenciosa’ de Rachel Carson, ‘Carta desde una región en mi mente’ de James Baldwin y ‘Eichman en Jerusalén’ de Arendt. Son tres obras maestras sobre el mal de los tiempos modernos: la catástrofe medioambiental, el racismo endémico y la banalidad del mal. Ninguno de los tres fue un gran constructor de un sistema filosófico revolucionario, pero los tres tenían un agudo sentido de lo que ya había en el mundo. Querían preservar lo que veían que estaba siendo atacado. 

¿De qué sirve la filosofía hoy?

Gran pregunta. Después de 1933, Arendt dijo que no quería pasar más tiempo con filósofos ni tener nada que ver con lo que llamó ‘negocio intelectual’. Vio cómo personas que se consideraban muy inteligentes no eran lo suficientemente inteligentes como para no ser cómplices del fascismo. Tenía un fuerte compromiso con la esfera pública, de hecho muchos de sus ensayos surgen de discursos, pero nunca se inclinó por la profesionalización de la filosofía. Prefería a Sócrates, que se sentaba con los jóvenes en el ágora, enseñándoles a pensar y a estar perplejos, que a Platón, que quería un gobierno de reyes filósofos. Ese es el totalitarismo original.

Fuente: https://www.elperiodico.com/es/ocio-y-cultura/20240713/lyndsey-stonebridge-ironia-hannah-arendt-105511446

7 preguntas filosóficas a Pepe Viyuela

Pepe Viyuela, Premio Ondas de televisión de 2013, Premio Max de teatro de 2016, vocal de Payasos sin fronteras, organización de la que fue vicepresidente, estudió Filosofía en la Universidad Autónoma de Madrid. Filosofía&Pepe Viyuela en estas siete preguntas cortas y respuestas breves.

1 ¿Por qué se acercó usted a la filosofía?

Por los profesores y profesoras que tuve en bachillerato. Las buenas decisiones suelen venir acompañadas de gente a la que da gusto escuchar.

2 ¿Cree que ese interés repercute de alguna manera en su profesión o en su forma de ser?

Estoy convencido de que sí. La biología juega un papel en lo que somos, pero el entorno y el recorrido vital conforma tu ser y tu pensamiento.

3 ¿Qué libro filosófico le ha marcado y por qué?

Los diálogos de Platón. A pesar del tiempo transcurrido desde que fueron escritos, siguen palpitando.

4 ¿Qué idea o pensamiento suyo debería materializarse, no tardando mucho, por el bien de la humanidad?

Que todos somos refugiados.

5 ¿Qué idea comúnmente establecida en la sociedad debería desaparecer, no tardando mucho, por el bien de la humanidad?

La del crecimiento económico constante.

6 ¿Qué pensador actual le interesa particularmente y por qué?

Byung-Chul Han. En uno de sus últimos libros me alivia pensar en el freno que propone a la velocidad y al exceso de actividad en el que vivimos. Pensar en la existencia de un freno de emergencia que aún estamos a tiempo de usar es todo un consuelo.

7 ¿Una frase filosófica que le represente?

«Todo pensamiento empieza por un poema». Alain.

Fuente: https://filco.es/7-preguntas-filosoficas-a-pepe-viyuela/

¿Qué propone el humanismo?

¿De dónde vienen las humanidades? ¿Cuál es la propuesta del humanismo? ¿Qué significa el proyecto humanista? ¿Qué relación tiene con la libertad? ¿Cómo reconocerla? ¿A qué pensadores podemos recurrir para entenderlo?

Por Pierre-Ulysse Barranque.

El sentido de la palabra «humanismo» no es un misterio. Por definición, un humanista es alguien que estudia Humanidades, es decir, las humanidades clásicas, los textos antiguos, ya estén escritos en griego, latín o hebreo. El humanismo es una vuelta a la lectura de los autores de la Antigüedad grecorromana, por supuesto, como es una vuelta a la lectura de la Biblia directamente en hebreo y en griego.

Del mismo modo, sabemos lo que significa la palabra «Renacimiento». ¿Qué renace en el Renacimiento? Es la cultura antigua que renace de sus cenizas: una cultura que se había perdido en parte por la larga Edad Media. Son todos esos textos filosóficos griegos, en particular muchos de Platón, que habían desaparecido en Europa Occidental y que vuelven a encontrarse en el Renacimiento, gracias a los intelectuales griegos de Bizancio, que huyen de la conquista del Imperio Otomano.

Tradicionalmente, el origen del concepto «humanidades» se remite a la expresión latina litterae humaniores: letras que hacen a uno más humano, que le hacen merecedor del nombre de hombre. Leer esta literatura antigua forma parte de la humanización del lector, y sabemos que de ahí procede el verdadero significado de la palabra «humanismo».

Pero ¿sabemos por qué los autores del Renacimiento humanista decidieron volver a los autores antiguos? ¿Por qué se interesaron por las artes y la filosofía de la Antigüedad? ¿Por qué, en general, deberían interesarnos las obras del pasado? ¿Qué podemos aprender de ellas? ¿Qué podemos encontrar en ellas? ¿De qué humanización se trata al leer las humanidades clásicas? ¿En qué medida nos humaniza?

La Boétie y Montaigne

Humanismo
Discurso de la servidumbre voluntaria, de La Boétie (Akal).

En el breve ensayo de 40 páginas titulado Discurso de la servidumbre voluntaria, el filósofo francés Étienne de La Boétie nos da una respuesta a estas preguntas. Lo menos que podemos decir es que la concepción del humanismo según La Boétie se aleja de un simple afán de erudición. Para este filósofo, la cultura humanista tiene un objetivo eminentemente concreto: no es ni más ni menos que pensar en las condiciones culturales de un movimiento de liberación en el siglo XVI.

En Francia, Étienne de La Boétie es famoso por haber sido el gran amigo de Michel de Montaigne. La Boétie, que murió muy joven, a los 32 años, es conocido sobre todo por la descripción que Montaigne hace de él en sus Ensayos. Montaigne tenía la intención de incluir el Discurso de la servidumbre voluntaria como capítulo de los Ensayos, en homenaje a su amigo, pero la violencia de las guerras de religión en Francia le disuadió.

El Discurso sobre la servidumbre voluntaria, escrito probablemente entre 1546 y 1548, es una obra muy breve, pero de gran densidad teórica. Por sí sola sitúa a Étienne de La Boétie entre los más grandes pensadores de la filosofía política moderna. En un pasaje de este texto, Étienne de La Boétie plantea una pregunta que nos parece esencial: ¿por qué un pueblo libre prefiere morir a aceptar la sumisión? Y a la inversa: ¿por qué un pueblo que vive bajo la tiranía no se rebela para obtener la libertad?

Para responder a estas preguntas, La Boétie establece una comparación entre dos ejemplos históricos: uno contemporáneo suyo y otro de la Antigüedad. Como ejemplo de pueblo libre en su época, La Boétie se refiere a Venecia, que en aquel entonces era una república, no una monarquía. Venecia era una república independiente. Era incluso una gran potencia comercial y marítima. La Boétie se hace esta pregunta: mientras que el Imperio Otomano consiguió conquistar los distintos países vecinos de la región, ¿por qué la República de Venecia se resistió a ellos hasta el final?

El autor compara esta resistencia veneciana a los otomanos con la resistencia de Atenas y Esparta al Imperio persa en la Antigüedad. La comparación es interesante, porque Esparta y Atenas también eran ciudades-estado, como la República de Venecia. Además, el Imperio Otomano dominaba a su pueblo colonizado de una manera bastante similar a la del Imperio Persa.

Esta forma de dominación común tanto a los otomanos como a los persas es astuta, porque, una vez conquistado militarmente un país, el Imperio persa y el otomano no sustituyen necesariamente a las élites de ese país dominado por élites de la propia potencia central, sino que a menudo corrompen a algunas de las antiguas élites del país colonizado, para convertirlas en administradores de su propia región.

Esta es la famosa práctica de los sátrapas del Imperio Persa: los gobernadores de las regiones dominadas por los persas procedían en su mayoría de la antigua aristocracia autóctona. Del mismo modo, cuando el Imperio Otomano conquistó el Imperio Bizantino, los sultanes utilizaron una parte de la aristocracia griega bizantina, los fanariotas, para gobernar la zona europea del Imperio, poblada mayormente por cristianos ortodoxos.

Los otomanos simplemente no entendían por qué los venecianos no aceptan la sumisión, por qué rechazan la corrupción que ofrecen a estas élites. Esta corrupción de los otomanos enriquecería aún más personalmente a la élite veneciana. Y del mismo modo, La Boétie cuenta la historia de un embajador persa que fue a Grecia para someter a Atenas y Esparta.

El símbolo que ritualiza el avasallamiento de una región al Imperio persa es el siguiente: un embajador del Imperio persa, que por tanto procede él mismo de una región sometida al Imperio, pide «tierra» y «agua» a la región que quiere avasallar. Tanto en Atenas como en Esparta, los atenienses y los espartanos reaccionaron de la misma manera: tiraron al primer embajador a un pozo y al segundo a una fosa. Querían «tierra» y «agua» y las consiguieron.

Un tercer embajador llega de forma más diplomática y no les pide que se sometan, sino que les pregunta por qué reaccionan con tanta violencia. ¿Por qué iban a rechazar la propuesta del Imperio Persa si con esta ellos mismos se convertirían en sátrapas del Imperio y, por tanto, se volverían aún más ricos y poderosos? La respuesta de los espartanos al embajador persa, relatada por La Boétie, es una buena lección de filosofía:

«Sobre esto, […] no podrías aconsejarnos bien —dijeron los lacedemonios—, porque el bien que nos prometes tú lo has experimentado; pero el que nosotros disfrutamos no lo conoces; has probado los favores de un rey, pero no sabes qué gusto tiene ni cuán dulce es la libertad. Ahora bien, si la hubieras experimentado, tú mismo nos aconsejarías defenderla, no ya con la lanza y el escudo, sino con uñas y dientes».

Étienne de La Boétie plantea esta pregunta: ¿por qué un pueblo libre prefiere morir a aceptar la sumisión? Y a la inversa: ¿por qué un pueblo que vive bajo la tiranía no se rebela para obtener la libertad?

La libertad no tiene precio

Con esta cita, comprendemos cuál es el problema sobre el que La Boétie nos invita a meditar. Un pueblo libre, como los venecianos, los atenienses o los espartanos, nunca puede aceptar la servidumbre. La libertad, en el sentido estricto de la expresión, no tiene precio.

¿Y qué significa que la libertad no tiene precio? Significa que la libertad no es un objeto de intercambio: no existe ningún equivalente por el que pueda cambiarse, ni siquiera la riqueza o el poder. La libertad no es intercambiable.

¿Y por qué no lo es? Por la sencilla razón que quien intercambia su libertad, quien vende su libertad, por definición ya no puede intercambiar nada más. La libertad no se puede intercambiar porque es la condición de toda relación de intercambio. Por tanto, es al mismo tiempo la condición de toda relación social, porque desde el momento en que dos individuos interactúan, ya están en una relación de intercambio.

La naturaleza de los intercambios posibles es casi infinita. Se puede intercambiar un objeto igual que se puede intercambiar dinero. Se pueden intercambiar palabras en una conversación. Se puede intercambiar una actitud por otra, un comportamiento por otro. Se puede intercambiar un gesto por otro en una relación interpersonal, una relación que puede ser amistosa, profesional, romántica, etc. Pero también se pueden intercambiar miradas, palabras de amor, caricias, etc.

Más allá de la gran diversidad de estos ejemplos, para poder realizar todos estos intercambios hay que ser libre. Quien no es libre no es capaz de intercambiar nada. No es actor de un intercambio, sino más bien objeto de intercambio, o incluso objeto de chantaje. El que no es libre ya no intercambia, él mismo es intercambiado. Se convierte en algo intercambiable y, por tanto, sustituible.

La Boétie nos invita a meditar: un pueblo libre nunca puede aceptar la servidumbre; la libertad, en el sentido estricto de la expresión, no tiene precio, no es un objeto de intercambio, no existe ningún equivalente por el que pueda cambiarse, ni siquiera la riqueza o el poder

Baudrillard y el intercambio imposible

La libertad no se puede intercambiar. No tiene precio y nada puede comprarla. Es esta situación conceptual tan específica la que ha analizado especialmente el filósofo Jean Baudrillard, y a la que dedicó todo un ensayo en 1999: la del «intercambio imposible». Según Baudrillard, lo que «no tiene precio» está excluido de la esfera del «intercambio». Ciertos fenómenos entran así en la categoría de lo «incambiable», puesto que «no hay nada exterior con lo que pueda medirse, compararse y, por tanto, apreciarse en valor ». Que la libertad sea un «intercambio imposible» es lo que saben pueblos libres como los venecianos, los atenienses y los espartanos, y lo que ignoran un embajador persa y un visir otomano.

Aquí nos encontramos ante una paradoja: un pueblo libre no puede aceptar la servidumbre, pues sabe que la libertad no tiene precio. Pero a la inversa, un pueblo que no es libre, que no conoce la libertad, que nunca ha experimentado la libertad, ¿cómo podría querer ser libre? ¿Cómo se puede desear lo que no se sabe que existe? ¿Cómo se puede desear lo que no se conoce? La situación es tan trágica que la persona que no sabe lo que es la libertad puede confundir libertad con servidumbre. Se considerará libre cuando es un esclavo, porque nunca ha experimentado la libertad. ¿Cómo puede uno reconocer la libertad si nunca la ha visto?

¿Es Étienne de La Boétie un filósofo que nos conduce a la resignación, al fatalismo? ¿Tiene una visión esencialista de la libertad de los pueblos? ¿Habría, por una parte, pueblos esencialmente libres, que nunca aceptarían la servidumbre, y, por otra, pueblos esclavizados, que no pueden tener un verdadero deseo de libertad, puesto que no la conocen?

En este caso, estaríamos no solo ante una extraña visión esencialista, sino también ante una concepción ahistórica de la libertad, que sería incapaz de pensar en los diferentes cambios a lo largo del tiempo, entre periodos de opresión y procesos de liberación dentro de la historia de un mismo pueblo.

Es obvio que La Boétie, que es uno de los más grandes pensadores de la filosofía política, no puede contentarse con tales aporías teóricas. Y es precisamente en este problema donde encontramos una respuesta a nuestra pregunta sobre la naturaleza del Renacimiento humanista. En efecto, La Boétie escribe:

«Son estos los que, […] al tener de por sí la cabeza bien puesta, se han tomado la molestia de pulirla por el estudio y el saber. Estos, aun cuando la libertad se hubiese perdido por completo, la imaginarían, la sentirían en su espíritu, e incluso la saborearían y seguirían repudiando la servidumbre por mucho que se la adornase».

El Gran Turco advirtió que los libros y la doctrina proporcionan a los hombres, más que cualquier otra cosa, el sentido y el entendimiento de reconocerse como tales, y el odio por la tiranía. La tesis de La Boétie es aquí esencial. ¿Qué puede hacer un pueblo, e incluso un individuo, si no sabe lo que es la libertad? ¿Está condenado a la sumisión? Por supuesto que no, porque la libertad también existe en los libros: en «el estudio y el saber», escribe La Boétie.

Un pueblo que no es libre, que no conoce la libertad, que nunca ha experimentado la libertad, ¿cómo podría querer ser libre? ¿Cómo se puede desear lo que no se sabe que existe? ¿Cómo se puede desear lo que no se conoce?

Testimonios de libertad

Las obras de los autores clásicos son testimonios de libertad. Una persona que nunca ha experimentado lo que es la libertad puede, nos dice La Boétie, «sentirla» e «imaginarla». Puede incluso «saborearla». Siente su presencia sensible. La libertad puede estar ausente en una sociedad, pero ya está presente en la contemplación de la obra.

Por esta razón, los humanistas fueron en busca de toda la cultura clásica: los griegos, con ciudades como Atenas o Esparta; los romanos, que en su origen fueron una república; o incluso los antiguos hebreos, y la historia de su emancipación de la esclavitud en Egipto, cada uno de estos diferentes modelos antiguos corresponde a pueblos libres. Griegos, romanos y hebreos son modelos de libertad para los humanistas.

Nadie está condenado a ser esclavo, según La Boétie, mientras sea capaz de redescubrir e inspirarse en los modelos de libertad del pasado. Y este es el sentido del proyecto humanista: en una época en la que la mayoría de las sociedades europeas eran tiranías, era necesario volver a los modelos de liberación del pasado para crear un presente emancipado. Para los autores del Renacimiento humanista, ese modelo de libertad del pasado era la Antigüedad. Para nosotros hoy, es en el conjunto de la historia universal donde podemos encontrar ejemplos de libertad.

Según La Boétie, y comparto plenamente su punto de vista, esta es la razón por la que amamos la cultura del pasado: encontrar experiencias de libertad, que pueden inspirar nuestro presente, para crear otro futuro. Al hacerlo hoy, lo sepamos o no, perseguimos el proyecto humanista: buscamos los elementos culturales necesarios para crear un nuevo movimiento de liberación.

Entonces, ¿qué es el humanismo? ¿Qué significa el proyecto humanista? El humanismo es la búsqueda de la reminiscencia de la libertad humana. El humanismo es el movimiento de liberación de la humanidad a través del recuerdo de las experiencias pasadas de libertad. Por ser un proceso de liberación, el humanismo es también un movimiento de educación y, por tanto, de humanización.

El proyecto humanista es la humanización del ser humano. Es el devenir-humano de la humanidad. No basta con nacer humano para serlo. Nos hacemos humanos porque nos humanizamos. Lo humano es en sí mismo un proceso permanente de humanización. No se trata de creer que lo humano ya existe de una vez por todas. Es un proyecto infinito, en el que nos pueden guiar los tesoros de las culturas de siglos anteriores.

El humanismo es el movimiento de liberación de la humanidad a través del recuerdo de las experiencias pasadas de libertad. Por ser un proceso de liberación, el humanismo es también un movimiento de educación y, por tanto, de humanización

¿Y qué es ser humano sino ser libre? Solo hay vida verdaderamente humana cuando hay un proceso de construcción de la libertad, a escala individual, interindividual y colectiva. En esto, como ya había comprendido el gran filósofo alemán Ernst Cassirer, el humanismo se anticipa al movimiento de la Ilustración, que nacerá a principios del siglo XVIII, y la Ilustración prolonga el proyecto humanista.

En las incertidumbres del tiempo, el humanista sabe que el presente es a veces mucho más pasado que el pasado, y que algunos muertos están mucho más vivos que los vivos. Como decía el escritor y director italiano Pier Paolo Pasolini en su magnífico documental de 1971 sobre Yemen, titulado Las murallas de Sanaá, el humanista reivindica la libertad presente «en nombre de la escandalosa fuerza revolucionaria del pasado».

FILOSOFÍA&CO - Pierre Ulysse Barranque scaled

Sobre el autor

Pierre-Ulysse Barranque es doctorando en Estética en Paris-1 Panthéon-Sorbonne, adscrito al laboratorio EsPas (ACTE). Su tesis se titula «Acto estético y acto político en Debord y Baudrillard» y está dirigida por Pascale Weber. Es docente en la Facultad de Filosofía de la Universidad Católica de la Santísima Concepción (UCSC) y enseña Filosofía en el Lycée francais Charles de Gaulle (Concepción, Chile).

Fuente: https://filco.es/que-propone-el-humanismo/

La ética del viaje

Existe? ¿Hay una ética del viaje? A la hora de preparar nuestras vacaciones, ¿somos turistas o viajeros? ¿Nos decantamos más por un crucero caribeño o por el pueblo de la familia? ¿Nos interesa conocer ciudades instagrameables, atestadas de turistas, o descubrir rincones tranquilos y alejados del ruido? A lo largo de la historia distintos pensadores, hombres y mujeres, han explorado el mundo y reflexionado sobre el significado del viaje. Hoy, el turismo de masas está poniendo en riesgo la experiencia de viajar. ¿Qué grado de responsabilidad tenemos todos en ello?

Por Laura Martínez Alarcón

Es una queja constante. Quienes vivimos en ciudades «con encanto» estamos hartos de la masificación turística. Ni hablar ya de las zonas costeras o isleñas, cuyos residentes habitan dentro de una pesadilla. El turismo, tan bienvenido en otros tiempos, se ha convertido en un serio problema para la convivencia debido a la subida de los costes de la vivienda, acumulación de basuras, aumento de ruidos, invasión de áreas residenciales y un largo etcétera que culmina con el deterioro de las áreas naturales. ¿Desde cuándo el turismo se convirtió en un fenómeno de masas en todo el mundo?

Si hacemos un poco de historia, encontramos que la idea de turismo nació en el siglo XIX, pero el concepto de viajero es mucho más antiguo y enriquecedor. Basta mencionar a Marco Polo. Hace setecientos años (murió el 9 de enero de 1324), este mercader veneciano escribió el Libro de las maravillas del mundo, donde contaba cómo, a los 18 años, al acompañar a su padre por la Ruta de la Seda, decidió quedarse en China, convertirse en consejero del emperador y permanecer casi tres décadas visitando otras regiones de Asia. Se dice que este fascinante relato inspiró a Cristóbal Colón para realizar sus travesías.

No tenemos que convertirnos en Marco Polo, pero sí podemos reflexionar sobre el significado de nuestros viajes, la evolución de los distintos destinos y la creación de una «filosofía de la naturaleza», gracias a la experiencia de Ralph Waldo Emerson, Henry David Thoreau o, más recientemente, del escritor Silvain Tesson1, conocido como el viajero más famoso de Francia.

Incluso se puede hablar del «viaje interior» que han realizado personajes de otros tiempos (recordemos a Robinson Crusoe), o la creación de lugares imaginarios (como el mundo resplandeciente de Margaret Cavendish, o la Utopía de Tomás Moro). ¿A dónde hemos llegado? ¿Es ético viajar a donde sea y al precio que sea?

¿Se puede morir de éxito?

Venecia, en Italia, es una prueba de que esto es posible… si no se aplican medidas urgentes. A partir de abril de 2024, su ayuntamiento empezó a cobrar una tasa de cinco euros a los turistas que deseen acceder a la «ciudad antigua» (como se conoce al centro histórico) y, desde enero, se redujo el número de personas que acuden en grupos acompañados por guías para visitar el casco antiguo y las islas de Murano, Burano y Torcello.

La ciudad japonesa de Fujikawaguchiko anunció recientemente que bloqueará con barreras metálicas un punto concreto con vistas al monte Fuji. Sus habitantes están hartos de la afluencia excesiva de turistas. No hace mucho, en las islas Canarias, en España, se manifestaron casi sesenta mil personas (una cifra nunca antes vista para los estándares canarios) con el fin de protestar contra el modelo turístico invasivo.

Si bien es cierto que el negocio es bastante jugoso (en 2023, llegaron más de 16 millones de turistas que dejaron 20 mil millones de euros, según el presidente de la Fundación Canaria Tamaimos2), lo son igualmente los problemas que acarrea: un sistema sanitario «crónicamente sobrecargado», empleos poco calificados y bajos sueldos para los habitantes, calles saturadas, entre otros.

En la isla canaria de Lanzarote, el espíritu reivindicativo que en la década de los ochenta lideró el artista César Manrique se hizo presente: alrededor de nueve mil personas recorrieron las calles de Arrecife para protestar por la falta de vivienda y los problemas de abastecimiento de agua. Algunas pancartas decían: «Queremos ser anfitriones, no esclavos».

Podríamos seguir dando ejemplos que, por desgracia, apabullan. Este afán de viajar a cualquier precio y a cualquier destino es tan abrumador que existe lo que se ha dado en llamar «turismo de última oportunidad», es decir, visitar entornos naturales que están en peligro de desaparecer debido al cambio climático. Tal es el caso de algunos glaciares (como Mer de Glace, el más grande de los Alpes franceses), o ciertos archipiélagos, como las Seychelles.

No dudamos que haya personas genuinamente interesadas en conocer estos paraísos en extinción, pero, en algunos casos, la huella contaminante que dejan para llegar ahí es enorme. Los ruidos de los barcos, las cremas solares, los plásticos que muchos turistas arrojan al mar y otras lindezas alteran la fauna y la flora. ¿Vale la pena?

Hace años que existe el «tanatoturismo»3, esto es, visitar sitios donde la tragedia y la muerte han sido protagonistas: los campos de concentración de Mauthhausen o Auschwitz, la prisión de Alcatraz o, incluso, lugares donde se han cometido genocidios, como Rwanda. Hay agencias de viajes que ofrecen tres noches en hotel 4 estrellas y tour por 260 euros… a la ciudad de Pripiat, donde se ubica la planta nuclear de Chernóbil.

En 2019, a partir de la emisión de la serie de Chernobyl, esta ciudad recibió a cien mil visitantes, superando con creces los años anteriores. ¿Qué mueve a los turistas a viajar a estos sitios? ¿Tomarse una foto y subirla a las redes sociales, o aproximarse con empatía a un sitio devastado?

Josep Maria Esquirol: «Cuando una sociedad no está bien, multiplica las normas»

Gemma Martínez

Los tiempos de la desorientación y de la sociedad pantallizada invitan a buscar refugio y guía para aprender a vivir, porque vivir a veces cansa. No hay manual de autoayuda ni youtuber de moda a la altura de un buen libro de filosofía, como los que escribe Josep Maria Esquirol (Sant Joan de Mediona, 1963), premio Nacional de Ensayo por ‘La resistencia íntima’. A base de verbo pausado, ideales claros, verdades como puños y vuelta a los básicos, Esquirol se ha convertido en una autoridad, tanto para los neófitos de la filosofía a los que encadila como para los especialistas a los que agita el intelecto. Su última obra, ‘La escuela del alma’, es una reflexión sobre la forma de educar –»la enseñanza es un modo de orientar la mirada»– y la manera de vivir. En este lugar, cuya puerta siempre está abierta para todos –sin que importe la edad–, se cuida y cultiva el alma, que empieza a hacer camino. También se entrena el prestar atención. Solo puede ser maestro quien vive y quien puede y debe enseñar desde el deseo y la pasión. Jamás desde la frialdad, sostiene Esquirol. El también autor de ‘Humano, más humano’ asegura que para crecer siempre es necesario juntar. Sepan que si entran en su escuela del alma, querrán quedarse.

Aunque no le gusten las etiquetas, Esquirol es sinónimo de filosofía de proximidad. ¿Cómo la definiría para los profanos? 

Mi trayectoria filosófica me ha llevado a ir articulando un pensamiento propio. ‘Proximidad’ es una palabra que me gusta mucho porque indica un intento de ir a lo concreto, a la vida, a la experiencia, y nunca desconectar de ello. Conviene que las abstracciones, cuando se hagan, mantengan este vínculo con lo próximo. El carácter de esta filosofía no es pesimista ni optimista, porque huyo de contraposiciones simplistas. La vida es a la vez gravedad y ligereza. No una cosa o la otra. Y abogo por la austeridad. 

¿En qué sentido?

Con poca y buena filosofía basta. A veces hay un exceso de discurso. Es como el peligro de la verborrea. La palabra es algo esencial y tiene que ver con nuestro modo de ser. Nos expresa y nos constituye. Vibramos con ella. Pero el exceso lleva a lo contrario. La verborrea es una traición a la palabra. 

«La palabra es algo esencial, nos expresa y nos constituye. Vibramos con ella. Pero el exceso lleva a lo contrario. La verborrea es una traición a la palabra»

Defiende la orden filosófica del amor y la escuela del alma en estos tiempos de desorientación. 

Sí. Quizá son conceptos que suenan demasiado buenistas o demasiado mayúsculos. Sin embargo, el horizonte de la acción y de nuestra capacidad de resistencia ha de tener este carácter. Se trata de lo que antes, y también ahora, llamamos los ideales. Estos no son aquellos puntos elevadísimos que nunca vamos a alcanzar. Los ideales tienen que ver con algo que ya se está realizando, a veces de manera marginal o incipiente, pero otras con una cierta plenitud. La esperanza es que eso que ya es bueno y que se da en pequeños lugares se propague a todas las zonas colindantes.

¿Qué papel juega la escuela? 

Es el lugar donde se producen dos encuentros, con los compañeros y con el maestro. Este indica al alumno las cosas buenas que merecen la pena, tanto las que nos vienen dadas –como el cielo estrellado–, como las que nosotros hemos creado, es decir, la literatura, la música o las matemáticas.

Josep Maria Esquirol, en otro momento de la entrevista.
Josep Maria Esquirol, en otro momento de la entrevista. / JORDI OTIX

En ocasiones, a los niños se les impulsa a ser menos niños, como si tuvieran que hacerse mayores cuanto antes. ¿No es excesivo?

Sí. Uno de los problemas de la sociedad contemporánea, quizá de los más graves, es la desorientación, la falta de sentido. Esto provoca homogeneización. Inquieta que todo parezca lo mismo. Hay que reivindicar la diferencia y cultivar la infancia como infancia, la juventud como juventud, etcétera. Las instituciones educativas no siempre lo hacen. De hecho, están en una crisis profunda.

«Uno de los problemas más graves de la sociedad contemporánea es la progresiva homogeneización de todo. Hay que reivindicar la diferencia»

¿De qué tipo?

Cultural, referida a cómo debe ser el cultivo de las personas y a cómo debe entenderse la madurez humana. Esa falta de horizonte conduce a tratar la educación como un problema estrictamente técnico, relativo a la disposición de las piezas y los elementos. Y, sí, cuando los resultados no son los esperados, puede que haya que cambiar de estrategia técnica. Pero esto no es lo principal. Lo principal es la dimensión del sentido. 

En este cultivo de las personas, no debería haber espacio para la violencia ni el acoso escolar. 

No, por mucho que en la sociedad haya mucha violencia y que esta se exprese de modos distintos. Existe violencia física, verbal, gestual… En esencia, la escuela es el lugar de la no violencia. Por eso, cuando la violencia aparece, la luz de la escuela se apaga por completo. Lo mismo sucede en lo relativo a la casa. Un hogar violento es una contradicción. Puede tener la forma externa de casa, pero no lo es sin calidez, amparo, bondad, acogida y amor. 

«Un hogar violento es una contradicción. Puede tener la forma externa de casa, pero no lo es sin calidez, amparo, bondad, acogida y amor»

¿Casa y escuela son compatibles con la sociedad pantallizada?

Cuando algo predomina tanto que está por todas partes, se produce un empobrecimiento de la experiencia. No hay nada perverso intrínsecamente en un móvil ni en un ordenador. El problema surge cuando lo colonizan todo. Enlaza con la connotación negativa que posee el totalitarismo político. 

¿Es bueno imponer reglas para combatir esa colonización?

No hace falta. Eso es parte del problema. Cuando una sociedad no está bien, multiplica las normas. Ya lo decía Platón. La manía legislativa es síntoma de que las cosas no funcionan. Hace falta más sentido común. Ya sé que el sentido común es un poco difícil de definir. Tiene que ver con cierto equilibrio que evita la colonización excesiva o la totalización. 

¿Ayudaría ese sentido común a potenciar algo tan necesario como la atención? 

Sí, sobre todo ese concepto de atención que tan bien acota Simone Weil. Ella decía que cuando una persona está absorta, cuando un niño intenta resolver un problema matemático, da igual si llega a la solución o no. Lo importante es que en ese momento está cultivando su espíritu, haciéndose más poroso, es decir, incrementando su capacidad para que algo le llegue y le transforme. Esa es la idea. Yo defino el ser humano como una hondura abierta. El cultivo de la atención es el cultivo de esta hondura que somos. Una hondura que no es una interioridad, en el sentido de algo cerrado que obliga a hacer una introspección para sumergirse. Una hondura abierta significa una hondura especialmente conectada con el mundo y con el tú. El cultivo de uno mismo es el cultivo de esas relaciones esenciales. 

Hay que tener momentos para ello. ¡Qué importante es el tiempo!

Las cosas bellas son difíciles y requieren esfuerzo, paciencia, tenacidad y tiempo. La productividad prematura es mala cosa. Por ejemplo, algo no se está haciendo bien cuando hoy la universidad pide a los jóvenes que empiezan su carrera académica que tengan unos currículos muy gordos ya desde el principio. Le hablaba antes de la importancia de la diferencia, también de los lenguajes. ¿Es adecuado que el lenguaje mercantilista, que no tiene nada de perverso, se exporte al ámbito escolar y allí se hable ya de manera muy prematura del emprendedor o del liderazgo? Es una auténtica barbaridad y un error mayúsculo, aunque lo defiendan las escuelas de negocios. Error semejante es el de extender el lenguaje y la mentalidad consumista por doquier, convirtiendo al yo en un consumidor corto de miras y muy egocéntrico que continuamente está reclamando para sí cosas que quizá no debería. 

«Las cosas bellas son difíciles y requieren esfuerzo, paciencia, tenacidad y tiempo. La productividad prematura es mala cosa»

No podemos quererlo todo. ¿La ambición desmedida genera frustración?

El límite que separa lo bueno de lo malo está ahí, pero a veces es difícil detectarlo. La autoridad, por ejemplo, es positiva, y así se lo digo a mis alumnos. Ahora bien, el límite entre la autoridad y el autoritarismo es muy fino y se puede traspasar fácilmente. Ocurre que muy cerca de fenómenos buenos y valiosos siempre surge lo contrario. Que una persona tenga pasión, que quiera abrirse camino y llegar lejos, es bonito. Pero si eso degenera y traspasa ese umbral, ya no es lo mismo. La ambición desmesurada traiciona el movimiento más genuino. 

En este contexto, ¿es obligado amar mucho siempre, como dice en su libro? ¿No caben filtros? 

El amor es un concepto muy general, que hay que matizar, porque en lo concreto adquiere distintas formas. El afecto intenso que puede darse desde el ámbito de la familia no es lo mismo que el respeto que debería darse en la escuela. El amor fraternal es una cosa y el conyugal otra. Creo que hay que describir el amor en función de las distintas situaciones de la vida.

Josep Maria Esquirol, autor de 'La escuela del alma', en otro momento de la entrevista.
Josep Maria Esquirol, autor de ‘La escuela del alma’. / JORDI OTIX

¿La debilidad está permitida?

Claro. En la escuela del alma a veces hay lágrimas que vienen de lo profundo, igual que la alegría. Ya le dije que las contraposiciones pueden ser inadecuadas. Existe una angustia existencial que nos acompaña casi siempre. Pero eso no impide que haya momentos de alegría, de gozo, de disfrute de la belleza y de la amistad. A veces hay lágrimas y mucho dolor. Hay que afrontar la dificultad de la existencia de la mejor manera. 

¿Cómo?

Pues comprendiendo que esta dificultad de la existencia no siempre es una anomalía y que la tristeza no es una enfermedad que pida soluciones farmacológicas. Hay una dificultad vinculada a la finitud de la vida, al cansancio, al paso del tiempo, a las pérdidas, etcétera. Hay que trabajar esa comprensión. 

¿Es un error ser demasiado bueno?

En absoluto. Lo más humano del humano tiene que ver con la calidez, con ese gesto hacia los demás, que, en función de la situación, será un gesto de compañerismo, de fraternidad, de respeto o de atención. Hay quien predice y preconiza un futuro de dureza y de prepotencia. Pero no hay que someterse acríticamente a ello. Eso sería una nueva forma de fatalismo. Justo cuando todo el mundo dice que se están dejando atrás algunos esquemas religiosos tradicionales, resulta que emerge un fatalismo peor que el de los antiguos, como si algo viniese, en forma de un futuro implacable, y no quedase otra alternativa que adaptarnos. Tenemos que denunciarlo. De nosotros depende el futuro, de nuestro compromiso, de nuestra responsabilidad y de nuestra capacidad para construirlo. 

«Justo cuando todo el mundo dice que se están dejando atrás algunos esquemas religiosos tradicionales, emerge un fatalismo peor que el de los antiguos»

¿El infierno es narcisista?

Hay muchos libros de autoayuda y de seudofilosofía oriental que cargan directamente sobre el concepto del yo. Pero de ningún modo comparto este planteamiento. Cuando describimos nuestra propia vida y nuestras acciones, siempre está presente la referencia al yo. Una referencia que perfectamente puede tener un tono sencillo y modesto. El problema lo tienen las personas que han hipertrofiado su ego. La perversidad sucede cuando el yo se convierte a sí mismo en centro único y se hincha hasta tal punto que no ve ya nada más. Ese yo ya no es capaz de advertir que la principal belleza no está en uno mismo. 

¿Las personas que viven solas son menos casa, menos hogar?

Casa es calidez y es anecdótico si en ella viven una, tres o cinco personas. Una sola puede desprender mucha calidez. Conozco una ermitaña hospitalaria hasta límites increíbles. He ahí la calidez.  

Mencionaba usted antes a los alumnos. Su carrera discurre entre la filosofía, la docencia y la escritura. ¿La palabra es el elemento común en los tres campos?

Sí. La palabra y el pensamiento. No habría que olvidar nunca que la palabra alude a nuestra capacidad de expresarnos, literalmente. Es decir, el humano es el que se expresa, el que sale hacia fuera y se dirige a los demás. Así, la palabra que sale de nuestra hondura es cordial. En ella late y vibra nuestro corazón. En este sentido, hablamos sobre todo para cuidar a los demás y para cuidarnos a nosotros mismos.

¿Qué son sus libros entonces?

Son una manera de compartir, en este caso a través de la palabra escrita. Compartir con los lectores la pasión por lo valioso, incrementa esa misma pasión y el goce. Es un regalo.

¿Es consciente de que leerle remueve por dentro?

Gracias. Es verdad que a menudo noto una especie de sintonía, que creo que es fruto de que no explico las cosas como una divulgación fría que no vaya conmigo. Al revés. Planteo lo que vivo, lo que pienso, lo que me tiene conmovido. Y me dirijo al lector de tú a tú. 

Fuente: https://www.elperiodico.com/es/abril/20240615/entrevista-josep-maria-esquirol-escuela-alma-103701025

Educar en valores en tiempos políticos convulsos.

Elisa Rosselló Forteza. Profesora de Filosofía.  Presidenta AFIB (Asociación filosófica de las Islas  Baleares).

Foto de Jaume Muntaner

Nuestra tarea es educar en valores, pero ¿Cómo hacerlo si desde la ventana del aula hacia fuera lo que observamos no responde al modelo al que queremos aspirar? ¿Cómo invitar al alumnado a resolver los conflictos a partir del reconocimiento del otro, de su dignidad, mediante el diálogo y el consenso? La juventud es mucho más inteligente de lo que parece, y como queda patente,  responde con practicidad:  

¿Por qué esforzarme en el proyecto común de trabajar para un mundo mejor? ¿Qué gano yo en concreto? 

Ante esta tesitura, pienso que nuestra respuesta debería ser una pregunta: ¿todo lo que hacemos debe ser para “ganar algo”? Empezamos por ahí… ¿Qué es ganar? ¿Qué es perder?

Educar en valores basados ​​en la imposición y la competitividad, es seguir apostando por el individualismo que fundamenta el sistema social y económico actual, es continuar en una direccionalidad hegemónica que descansa sobre la verticalidad de los valores capitalistas y patriarcales donde todo se convierte en jerarquía y relaciones de poder. Entonces… ¿y si empezamos a cambiarlo todo desde los cimientos y no desde el tejado? ¿A qué me refiero? Pues a “educar” no para “hacer” o para “conseguir”, sino a educar para “ser”. La propuesta requiere de educadores y educadoras convencidos y convencidas,  cuyo   punto de partida  sea principalmente su propia deconstrucción frente a un  mundo esencialmente utilitarista. Para priorizar “el ser” debes andar en solitario, sin esperar el reconocimiento de los que te miran, sin actuar de cara “a la galería”. Tu «hacer» y tu «decir», no deben esperar nada a cambio, se trata de «ser» desde la verdad y no desde el like o el postureo. Recuerdo cuando era joven, (en el sentido biológico del término), observaba conductas adultas realmente escandalosas, hipócritas, interesadas, superficiales… Las observaba en todos los ámbitos, en el educativo, el deportivo, el religioso, el académico, el laboral… Pero también recuerdo otras actitudes, la de personas auténticas que no se prostituyen por intereses personales, éstas son las que, sin ellas saberlo, son mis grandes referentes y todavía a día de hoy, alientan mi mirada .

Frente al panorama político actual en el que casi todos sus representantes nos muestran la parte más ridícula del ser humano, y en lugar de ofrecer soluciones, el escenario se carga de insultos, resentimiento y enfrentamiento para obtener o mantener el poder… ¿Cómo hablar en el aula de valores cívicos y éticos? ¿Cómo educar desde, a partir y en el respeto? Porque no se trata de ser o pensar igual que el otro, pero sí debe haber unos mínimos de los que se derive la buena educación. ¿Cómo hablar al alumnado de todo esto cuando la política se convierte en un montaje escenificado que ofende a la ciudadanía? Pienso que lo único que convence es la coherencia. Eres coherente si lo que dices y lo que haces no brota de un ser tramposo, falso. Sólo es coherente “quien no necesita”, quien se conoce, quien se acepta tal y como es, quien se ama y se reconoce como ser digno, capaz de transformar desde la convicción sin esperar a que la alteridad le aplauda … Si seguimos priorizando “el yo” frente a la justicia y el bien común, nada cambiará. Tal vez el cambio debe empezar por uno mismo, por una misma, sin excusas circunstanciales del “yo solo no puedo hacer nada” o yo ya no tengo edad, pienso que nunca es tarde: basta ser coherentes. La propuesta es apostar por un futuro que ya no vamos a saborear nosotros, sino los que vienen detrás. Educar en valores que fomenten la autoestima saludable, no narcisista, valores comunitarios horizontales, igualitarios, que busquen el bien común, educar en el “interés del desinterés”. Pienso que a la juventud le hace ilusión un mundo mejor, y a mí me ilusiona su ilusión. La propuesta es deconstruir para después construir, educar con cariño, con espíritu crítico, y así contagiarnos de la descontaminación todavía vigente de los y las jóvenes, en un feedback constante.

Artículo publicado en el “Diario de Mallorca” el 23/05/2024

Sacar a la luz las falacias que nos anestesian

Cuidado con los «embaucadores artilugios emocionales» y las medidas de adoctrinamiento y manipulación que se han normalizado en nuestra sociedad y que producen en el individuo contemporáneo un «sentimiento endémico de soledad».

Olga Amarís Duarte

Atendiendo a la denominación acuñada por Paul Ricoeur, los «filósofos de la sospecha» son aquellos que realizan una labor arqueológica de los presupuestos de la realidad para contemplarlos desde abajo, es decir, desde la duda. Marx, Freud y Nietzsche son tres «aguafiestas» cuyo fin último es sacar a la luz las falacias de los estados aparentemente conscientes. Los tres, a su manera, se encargan de detectar las distintas enfermedades que acucian a una sociedad convaleciente que aún no ha conseguido dar con las razones de su malestar. Tal vez, porque todavía ni siquiera ha entendido que está enferma.

Contra las falacias, una revolución intelectual

En esta lista de pensadores arqueólogos que no desisten, resisten, en ese continuo y necesario cuestionamiento de la realidad, se inscribe Carlos Javier González Serrano, autor del nuevo libro publicado por la editorial Destino titulado Una filosofía de la resistencia, para asestar una crítica lucentísima a todos aquellos «embaucadores artilugios emocionales».

De ellos, el autor destaca el mindfulness, la autoayuda, el coaching y la logoterapia entre otros, así como a todas aquellas medidas de adoctrinamiento y de manipulación que se han normalizado en nuestra sociedad y que producen en el individuo contemporáneo un «sentimiento endémico de soledad en el que el autocuidado, el autoconocimiento y la autosatisfacción han abocado a los sujetos a un onanismo emocional que olvida y desprecia la dimensión social y compartida de nuestra vida».

Para estos fines, redefine el concepto de resistencia entroncando con la tradición estoica, a la vez que renovándola, al suponer que la aceptación gozosa del destino, aquel nietzscheano amor fati, no debe confundirse con la resignación o, en términos del autor, con una «mansedumbre intelectual» que, cual eclipse, oscurece el entendimiento del sujeto en un determinismo moral que impide cualquier facultad de agenciamiento.

Aceptar el puesto de la persona en el cosmos, significa, primero, crearlo ex nihilo. Porque resistir, en este caso, equivale a un acto poiético de autocreación de la propia capacidad reflexiva. En las primeras páginas valientes que introducen el libro, el autor apunta que la resistencia no debe entenderse aquí como una rebelión, pero sí «como una revolución intelectual y cívica que recoge el esfuerzo por constituirnos como sujetos autónomos mediante el ejercicio comprometido del pensamiento y una reeducación de nuestro deseo».

No debe confundirse la resistencia con la resignación ni con una mansedumbre intelectual que, cual eclipse, oscurece el entendimiento del sujeto en un determinismo moral que impide cualquier facultad de agenciamiento

Arendt y la responsabilidad

En la urgencia de desenmascarar las falacias que constituyen la base de lo «contemporáneo», de hacer rodar los monolitos cuesta abajo, González Serrano es minucioso en la creación de neologismos en la consciencia de que, para reconocer la realidad, primero hay que nombrarla. Al alentarnos a no caer en la «idioticracia», o en la «cultura psi», en donde cualquier malestar se patologiza y psicologiza, o en la «dictadura de lo fit» y en la «emotiocracia», se está haciendo una llamada, en forma de llamarada, a abandonar ese estado que el autor define sirviéndose de la imagen de un «sujeto sedado» por el ruido constante de la inmediatez, para convertirnos en sujetos conscientes y activos, en fin, en artífices de la historia.

Echando raíces en los presupuestos de Hannah Arendt, pensadora mencionada con gran acierto en este libro, el sujeto está llamado a tomar cuidado, en otras palabras, a sentirse responsable del mundo en el que ha nacido. También la cita del poeta alemán Friedrich Hebbel se retoma en el libro, según la cual «vivir significa tomar partido». Algo que encontraría su contrapartida en el equivalente menos amable de aquella otra sentencia proferida por el teórico marxista Antonio Gramsci y que, igualmente, podría acompasar el tono directo y sin concesiones de González Serrano: «La indiferencia es el peso muerto de la historia».

Pero el libro va mucho más allá de una simple constatación de los hechos. Ya desde el prólogo se patentiza la vocación pedagógica del autor, para quien el proceso educativo de los más jóvenes implica acompañarlos en el camino de convertirse en aquello a lo que su ser está destinado. Como diría María Zambrano, autora que también emerge en varios momentos del libro, el educador es un guía que permite que el guiado se convierta en persona y no en un vacuo personaje histórico que resbala perplejo por los acontecimientos históricos.

Resbalar es, en este sentido, resignarse. Según González Serrano, el educador debe recuperar su función de canalizador de emociones al entender que la escuela es, así como fue, σχολή, el lugar en donde se incuban las futuras pasiones y en donde se ejercita un cierto ocio culto y la capacidad del asombro, esa emoción que nos produce la «sombra» del otro, o del Otro, al cernerse sobre nuestra ipseidad: «Dejarnos asombrar por lo cotidiano y acogerlo como elemento cotidiano que debe ser pensado y con el que, lejos de permanecer pasivos, tenemos que entregarnos a la acción responsable».

Otra de las razones que el autor esgrime para entender que los centros educativos son los pilares de nuestra sociedad es esa capacidad de crear espacios y tiempos de encuentro entre generaciones; en definitiva: «La comparecencia de varios cuerpos que comparten la misma coyuntura existencial y vivencial». Los instantes de corporeidad que se intercambian en las escuelas son, para los nativos digitales, una suerte de islas de provisión en donde se configuran «nexos humanos significativos» que duran más de lo que tarda una imagen en desvanecerse de la pantalla.

El educador debe recuperar su función de canalizador de emociones al entender que la escuela es el lugar en donde se incuban las futuras pasiones y en donde se ejercita un cierto ocio culto y la capacidad del asombro

Somos seres narrativos

El contacto, inesperado a veces, con otro cuerpo que interpela y que demanda una respuesta táctil es el primer paso hacia la toma de consciencia de la propia identidad, así como de la alteridad que también nos integra. De forma magistral, el autor argumenta el hecho incontestable de que «somos seres narrativos», un discurso biológico e histórico que se va transcribiendo en el proceso intersubjetivo de ser y de estar con los otros; en esos instantes en los que nos hacemos presencia, también presente de una pluralidad de seres unívocos que integran una sociedad. Porque, como tan bien soslaya Zambrano, parece que nos hemos olvidado de que vivimos en el mundo, en una ciudad, y no encerrados entre las cuatro paredes de una casa.

«Triste generación la que carece de maestros» anunciaba Gilles Deleuze en 1964 en homenaje a Jean-Paul Sartre. En este sentido, este libro se torna esencial en nuestros días al transformarse en una suerte de palestra, un symposium en donde, al igual que ocurre con la obra platónica, el deseo, el buen deseo dotado de eukráteia, la virtud del control, está firmemente vinculado a la educación.

Al hilo de la provocadora cita de Susan Sontag «En lugar de una hermenéutica, necesitamos una erótica del arte», en Contra la interpretación, la educación se entiende aquí como incitación, como erótica y no tanto como hermenéutica de saberes prácticos cuyo objetivo es crear sujetos productivos y competitivos. Y así se puede leer en la nota bene introducida por el autor a modo de declaración de intenciones: «Por tanto, su pretensión es incitadora y, si se quiere, provocadora, en tanto que la filosofía nunca debe dejar de desencadenar, al menos, el posible desacuerdo para, llegado el caso, desembocar en algún acuerdo».

«Triste generación la que carece de maestros» anunciaba Gilles Deleuze en 1964 en homenaje a Jean-Paul Sartre

El libro finaliza con una bella loa a los libros, esa segunda piel, digamos mejor hábito, que educa en la atención, facultad que resulta central en la filosofía de la resistencia de González Serrano. Para el autor, igual que para Simone Weil, la contemplación sin apego que propicia la atención es la clave para una relación auténtica con la realidad. Convertida en potencia política, la atención «puede promover la resistencia frente al régimen disciplinario del gobierno emocional», liberando a los más jóvenes de la ardua tarea de tener que ser como los adultos, obtusos en la estrechez de su mirada, pretenden que sean.

El libro debiera ser una lectura imprescindible tanto para educadores como padres y políticos, ciudadanos al fin y al cabo, que presienten que los baremos educativos que tienen como rúbrica la utilidad y la rentabilidad están poniendo en serio peligro las potencialidades infinitas de esos iniciadores que son nuestros niños y adolescentes: el futuro del mundo.

También sería aconsejable su lectura para aquellos órganos con poder de decisión que parecen no querer recordar que, no hace mucho, la escuela no era el patio de un mercado, sino el ágora en donde se ensayaba la convivencia ética de una república de individuos libres. Y así concluye González Serrano su brillante tesis: «Una educación sin una carga lectiva considerable en humanidades nos entrega al vasallaje intelectual y emocional. Si la educación se convierte en esclava de la productividad, la rentabilidad, la eficacia y la utilidad, estaremos educando para producir sujetos sedados y serviles».

Fuente: https://filco.es/sacar-a-la-luz-las-falacias-que-nos-anestesian/

El amor en tiempos absurdos

Seguimos mandando mensajes de amor, seguimos comprando flores y reservando en restaurantes cenas para dos, pero lo hacemos con menos ganas, más cansados. El amor da sentido a nuestra vida, pero parece que ya no tuviera ese poder, o que el sinsentido de la vida fuera tan grande que ni el amor vale para taparlo

Mario Marquina

¿Ha cambiado tanto el amor?

El amor es viejo, tan viejo como los poetas. Desde que Safo escribiese aquellos versos a orillas del Mediterráneo («Mi voz cuando te veo cerca / se niega a aparecer»), el amor no se ha podido separar de sus imágenes, de sus manifestaciones en nuestro imaginario (si es que no es, como dicen algunos, enteramente eso y todos nosotros no cumplimos más que un papel).

El amor es antiguo, sí, pero se actualiza de vez en cuando. Donde hubo diosas y pastores hubo después caballeros y princesas, y hoy influencers de moda con influencers de deportes. Donde Safo usó hexámetros otros usarán alejandrinos, cartas y whatsapps. Lo que esperaríamos de nuestro acelerado tejido social es que el amor se moviese tan rápido como lo hace el resto, pero ese no parece ser el caso.

Hace poco tuve una cita. Nos conocimos en Hinge (la app más popular en Australia). Dimos un paseo para comprar vino, cocinamos en mi casa y nos besamos antes de que se fuera. Ahí quedó la cosa. Un tiempo después, uno de los dos mensajeó al otro —no recuerdo quién, probablemente quien más solo se sintiese en ese momento— y quedamos en vernos de nuevo, esta vez en el parque. Era una tarde de verano cálida y agradable. El cielo estaba despejado, los pájaros trinaban y la gente en la calle parecía relajada y llena de una risa ligera. Lo último que me apetecía era verla.

El amor es antiguo, sí, pero se actualiza de vez en cuando. Lo que esperaríamos de nuestro acelerado tejido social es que el amor se moviese tan rápido como lo hace el resto, pero ese no parece ser el caso

Qué nos dice Antonioni sobre el amor

Mientras caminaba por el parque a la hora convenida, con las manos en los bolsillos y un poemario bajo el brazo, me acordé de la película de Michelangelo Antonioni L’eclisse, rodada en 1962. Con las aburridas urbanizaciones de la periferia romana como escenario, Antonioni nos presenta a Vittoria (interpretada por Monica Vitti) como una joven privilegiada que comienza la trama dejando a su pareja, afligida ya por un profundo desasosiego del que duda poder librarse.

Por el otro lado, aparece Piero (Alain Delon) como un joven y exitoso bróker (un finance-bro, que decimos ahora) que se mueve en bolsa con la frialdad de un tiburón, incapaz de estarse quieto durante cinco minutos y de mantener una conversación sobre algo distinto al trabajo o al dinero.

Ver una película de Antonioni es estudiar cine en directo porque compone los planos como lo haría un pintor. Si me viese aquí tirado en el césped bajo los últimos rayos de sol leyendo mi libro, compondría una imagen que me separase de los demás (de la fiesta de cumpleaños y de la pareja con el perro), pero no de los árboles, de forma que el movimiento de las hojas y de los tallos fuese aún perceptible.

En L’eclisse hace exactamente lo mismo con Vittoria y con Piero. Los separa mediante amplias y sólidas columnas, mediante tablones, barandillas y verjas. Los lanza contra edificios nuevos sin personalidad, la hoja en blanco de los suburbios, o contra interiores amenazantes en los constreñidos espacios sociales del centro de la ciudad. En ambos, aparecen continuamente solitarios, atrapados en el marco de las puertas o ventanas, desplazados hacia las esquinas de la pantalla, casi como tratando de escapar pero sin saber de qué.

El amor como el color de nuestra vida

Vittoria lo intuye, busca señales, signos, restos de sentido por todas partes. Algo dentro de ella quiere escapar de esta vida gris e insignificante: de la batalla por la acumulación, de la búsqueda de seguridad en matrimonios e hipotecas, del deseo insatisfecho de encuentros reales y de una ausencia de propósito que convierte cualquier horizonte en una fuente de ansiedad.

Se nota que quiere sentir de nuevo, pero su rostro se ensombrece cada vez que se ilusiona. En cada ocasión en la que Piero va a besarla, ella se aparta abruptamente, seria, triste, como si de pronto recordase una verdad desagradable que preferiría olvidar.

En cuanto a Piero… ni siquiera Antonioni sabe lo que un finance-bro quiere en realidad. Quizá algo de certeza: «Cuando lleguemos al otro lado del paso de cebra te daré un beso», dice, como si pudiese domesticar la incertidumbre. Exactamente igual que hacemos nosotros un viernes por la tarde, terminada la jornada laboral, cuando escribimos un «¿te apetece hacer algo?» a esa persona que no termina de gustarnos, pero que dirá a todo que sí, o como cuando planeamos unas vacaciones dando por sentado que, cuando llegue la fecha, aún querremos vernos las caras en el desayuno del hotel.

Vittori, la protagonista de L’eclisse, busca señales, signos, restos de sentido por todas partes. Algo dentro de ella quiere escapar de esta vida gris e insignificante

La muerte de la pasión

En Vittoria y en Piero observamos una inercia a reproducir las imágenes del amor (el paseo, darse la mano, esperarse a la salida) sin que este necesariamente tenga que darse. Esta inercia por la seducción es, en realidad, la confirmación de una muerte: la muerte de la pasión. Una sensación que puede parecer abstracta pero que es fácilmente reconocible en nuestras formas de consumo, ya sean de cuerpos, de ropa o de comida rápida: se elige online, es rápido, conveniente y a menudo decepciona pasadas las primeras sensaciones.

A medida que el filme avanza, ella no para de buscar algo. Él no tiene nada que decir. No hay ninguna química entre ellos, ni la más mínima razón para que se besen. Y, sin embargo, acaban haciéndolo. El primer beso que se consiguen dar es a través de un cristal: hay, por lo tanto, un velo, una secreta distancia.

Surge la pregunta: ¿son realmente ellos quienes se besan o no es más que su reflejo? En las siguientes escenas, incluso cuando están en los brazos del otro, son incapaces de compartir plano. Cada vez que vemos la cara de uno, el otro abandona el rectángulo de la imagen. Parecen dolorosamente incapaces de intimar.

¿Por qué nos besamos si no hay pasión?

¿Por qué se besan entonces? ¿Por qué tenemos citas con personas que apenas nos gustan? En Fragmentos de un discurso amoroso (1977), el teórico francés Roland Barthes habló de una anulación: «Es mi deseo lo que deseo y el otro no es más que su agente». Que es parecido a decir que no es la persona que tenemos delante lo que nos atrae, sino la idea misma de sentir atracción, la sacudida que supone el amor: la promesa de encontrar una salida a este laberinto.

Sesenta años han pasado desde el estreno de esta película que postula al amor como el gran superviviente del derrumbe posmoderno de las narrativas. El amor es aún un gran mosaico de imágenes que componen una estructura de significancias: una vez insertos en ella, los días grises se llenan de color; los actos insignificantes se tornan cruciales (elegir una camisa u otra, acelerar el paso para coincidir en la puerta); lo arbitrario son designios (si el autobús se retrasa, si ella dice que prefiere una cosa sobre otra), y las coincidencias terminan por ser destino (no podría haber ocurrido de otra forma).

Frente a la desabrida apatía contemporánea, frente a la impotencia que sienten los jóvenes para cambiar su vida o frente a las aciagas visiones de futuro, el amor promete intercambiar el absurdo por significado.

Roland Barthes: «Es mi deseo lo que deseo y el otro no es más que su agente». Esto es parecido a decir que no es la persona que tenemos delante lo que nos atrae, sino la idea misma de sentir atracción, la sacudida que supone el amor: la promesa de encontrar una salida a este laberinto

El fin del amor

No hay promesa más dulce, pero no siempre se cumple. Hacia el final de la película, los amantes improbables, habiéndose confesado su incapacidad para comunicarse («Me siento en un país extranjero», dice Piero. «Qué curioso, así me siento yo contigo», contesta Vittoria) se arrullan, ruedan y besan casi con infantil ingenuidad. Parecen felices. No obstante, es tan frágil que solo hace falta un timbre para sacarles del embrujo.

Prometen verse ese mismo día a las ocho en punto enfrente del edificio en construcción. Lánguidamente llegan las ocho y ninguno de los dos se presenta. Vemos hombres y mujeres que podrían ser ellos, pero que no lo son. Y el edificio permanece inacabado, interrumpido, suspendido en el tiempo.

Es inevitable acordarse de las palabras de Pasolini en Cartas luteranas (1975), cuando habla precisamente de esos años y describe con horror el proceso de aculturación por el cual toda la población italiana perdió sus particularidades y pasó, como copias espectrales, a ser como Vittoria y como Piero. «Se les convirtió a otro modo de ser y de concebir la existencia: el pequeño burgués».

Sesenta años después, hemos llegado al final de esos raíles, pero aún nos sentimos como ellos: tratando de sustituir con consumo lo que solo puede llenarse con sentido. Individuos solitarios tan alejados unos de otros que ni el lenguaje parece alcanzar ya la orilla del otro. Agotados bajo las formas paradójicas del capitalismo tardío, perdidos en cambios acelerados y en su distintiva vacuidad.

Se está haciendo tarde cuando decido cerrar el libro y levantarme. Ella no ha venido. Marco su número, por educación. «Lo siento… sí, estoy bien… es solo que estaba muy cansada», dice, replicando con exactitud las palabras de Vittoria: («Estoy cansada, exhausta, asqueada, desorientada. Hay días en que una mesa, una tela, un libro o un hombre me dan lo mismo»). Palabras que podrían haber salido del Ensayo sobre el cansancio (1990) de Peter Handke, cuando describe a una pareja incapaz de comunicarse, ni siquiera para discutir: «estos cansancios nos quemaban la capacidad de hablar, el alma, sin dejar rastro».

Por mi parte, respiro aliviado. Regreso a casa despacio, disfrutando del calor de la noche, extrañamente satisfecho. Ha sido una buena tarde. Sin mentiras. Sin deseo artificial. Es mejor así.

Sobre el autor

Mario Marquina (Madrid, 1998) es graduado en Humanidades por la Universidad Carlos III de Madrid. Ha trabajado en comunicación en el ámbito de la cooperación internacional. Ha publicado artículos en medios como El Salto o en la revista El Ciervo, de quien recibió el Premio Enrique Ferrán de artículos periodísticos en 2023. Ocasionalmente, también publica en revistas de poesía como Casapaís (2024).

Fuente: https://filco.es/amor-tiempos-absurdos/

Tres días escuchando a Byung-Chul Han

Byung-Chul Han es un autor discreto, que concede muy pocas entrevistas. Por eso mismo, cada encuentro, cada seminario transcrito, cada conversación es de un alto valor, porque ayuda y enriquece su obra. El autor de este artículo asistió a las conferencias que Han impartió en Santander (España) en 2022 sobre la insignificancia de los objetos en el capitalismo de masas y narra aquí lo que vio y escuchó.

Por Íñigo García-Moncó

Un fetiche es un objeto poderoso, y nuestra época tiene hambre de poder y de magia. En un espacio saturado, neutro, surgen de forma natural los fetiches porque estos son objetos cargados de sentido, llenos, los únicos objetos que parecen ser algo. La cuestión es que los fetiches no son lo que realmente son, sino que son otra cosa. En este «ser otra cosa» consiste la magia del ídolo antiguo, la magia de la herramienta, del smartphone o de la inteligencia artificial. Todos estos elementos tienen para nosotros el poder que le falta a lo demás. De esta forma, el mundo que se piensa a sí mismo como el más descreído es el mundo más supersticioso y fetichista.

Como contrapoder a los fetiches tenemos la crítica. Pero nuestro ejercicio filosófico también puede caer en esta dinámica, ser cómplice de la industria de contenidos, y ser reducido a un nuevo formato de consumo. En este caso, le podemos poner cara y nombre: Byung-Chul Han. Lo que nos parecía una experiencia radicalmente distinta basada en el pensamiento crítico, una alternativa a la superstición tecnológica, se nos termina ofreciendo bajo el mismo encanto del fetiche.


Una personalidad, no un personaje

En 2022, el profesor Byung-Chul Han impartió en la Universidad Internacional Menéndez Pelayo (Santander, España) el curso titulado «Digitalización y disrupción en el mundo de la vida». Tres días, traducción simultánea.

Nunca tuve la intención de escribir sobre esa experiencia, porque no es única —muchos fuimos los asistentes— ni me permitió una gran profundidad. Solamente eran unas jornadas dentro de un curso de verano. Un ambiente separado y tranquilo, con algunos filósofos como residentes invitados. Un palacio al estilo inglés, regalo de la ciudad a Victoria Eugenia de Battenberg, con caballerizas, campo de polo y paseo, todo reunido en mitad de una bahía, en la Península de la Magdalena.

Volver a ese escenario después de haber tomado tiempo y distancia me permite ahora no proyectar una imagen viciada de aquel curso. Me remite a la experiencia puntual de una personalidad concreta y no de un personaje.

Nuestro ejercicio filosófico también puede ser cómplice de la industria de contenidos y ser reducido a un nuevo formato de consumo. En este caso, le podemos poner cara y nombre, es lo que nos pasa con Byung-Chul Han

Byung-Chul Han: no-retrato

«Yo no tengo paciencia. Soy un holgazán» dijo Han. Consiguió sorprendernos. Han comenzó en las primeras frases de su ponencia su batalla contra el tópico, contra lo que más o menos todos esperábamos de él como figura intelectual de primera línea. Ich habe keine Geduld [No tengo paciencia]. Byung-Chul Han comparte con sus adversarios la denuncia de los defectos de su propia obra, principalmente la ausencia de sistematización en su pensamiento filosófico.

Así, Han mencionó desde el principio del curso sus contradicciones y sus vicios: la pereza, la ligereza, la obstinada falta de interés por ciertos temas… Sin embargo, tal vez la más cruda contradicción sea el hecho de haberse convertido en un fenómeno mediático de consumo digital. Y es que con él se forman largas colas al final de cada clase para llevarse sus obras firmadas.

«Siempre escribo el mismo libro: La sociedad del cansancio». Dijo que todos los demás son variaciones de este, pero que eso no le resta valor (también dijo que las Variaciones Goldberg, de Bach, se ajustan a treinta diferencias musicales sobre un mismo tema).

«Mis libros son cada vez más finos». También: «Me encanta mirar al techo». Así, poco a poco fue ganando nuestra simpatía. Se dibuja a sí mismo como una persona real, llena de gustos y de limitaciones. Creo que nadie pensó en falsa modestia. Nos reconoció, de hecho, que las clases tenían lugar después de la hora de comer porque él no suele levantarse antes.

Contaba cómo tuvo que escapar de su entorno para poder estudiar filosofía en Alemania. Nos habló sobre la estética retirada y la contemplación, ideas que tomarían forma más tarde, en 2023, en libros como Vida contemplativa.

Le pidieron una dedicatoria escrita en coreano. Se negó.

Han comenzó en las primeras frases de su ponencia su batalla contra el tópico, contra lo que más o menos todos esperábamos de él como figura intelectual de primera línea

El mundo digital y la necesidad de un pensamiento

Para Byung-Chul Han, el homo digitalis no tiene manos, solo tiene dedos. Este es el tipo de imagen que usa en sus textos para escenificar la transformación epistemológica que opera en nuestros hábitos y cómo esta transformación altera nuestra esfera vital. Las manos se hunden en la realidad, la moldean, se ensucian y se resienten, se le forman durezas por el trabajo. Las manos abrazan las cosas, pero el índice las huye y las domina en la distancia, el índice tan solo las señala. El índice hace aparecer como un truco todas las cosas que quiere en el smartphone.

Puso otro ejemplo. El traje de un joven coreano hace décadas no era solo un traje, sino el traje que llevé a mi primera fiesta, o bien el traje que llevé al entierro de mi abuela. Su terrible particularidad no se agotaba, no se hacía pesada porque significaba algo en la vida. En cambio, mucha ropa que hoy compramos se usa rápido y se olvida en su insignificancia, es tan solo una prenda y termina por sernos demasiado pronto un bulto sobrante. Es anónima, se deshecha.

La pérdida de valor vital de los objetos y la saturación informativa son dos efectos estructurales de nuestro paradigma cultural. Y junto con otras dinámicas, estos efectos derivan en nuevas relaciones patológicas con el otro en el plano de lo estético, en lo meramente afectivo, en lo imaginario y en lo social. Teniendo en cuenta esta distancia mórbida del individuo contemporáneo con las cosas y con las personas que le rodean, la pandemia no nos ha llevado a un lugar que no estuviese ya señalado para nosotros.

Los dispositivos digitales forman parte de estos objetos sin significancia, sin historia personal, impermeables, pero en ellos se ha dado un salto a una ontología superior. Es precisamente porque han sido desustanciados que pueden dar acceso a todas las cosas y pasar así de «objeto neutro» a «fetiche de poder».

Las reflexiones de Byung-Chul Han afianzaban nuestro interés y supongo que en muchos de nosotros la preocupación era cómo sistematizar estas ideas en un campo de investigación rigurosa. «Necesitamos una fenomenología de las tecnologías digitales», dijo. Pienso ahora en el proyecto de ontología de Yuk Hui, especialmente en su Sobre la existencia de los objetos digitales, y en el camino que inaugura junto a Han y otros. Pienso en si podremos servirnos de esas ficciones académicas (como lo es la propia universidad) para generar una crítica elaborada, capaz de ser agente en el mundo digitalizado.

Casi isla

A través de Ortega y Gasset y otros intelectuales, la Segunda República española (1931-1936) hizo del conjunto palaciego una universidad de verano, análoga en espíritu a la Residencia de Estudiantes, un centro internacional para acoger en la península —ibérica y Magdalena— a científicos y literatos: Hugo Obermaier, Johan Huizinga, Marcelle Auclair, Henri Léon Lebesgue, Jean Prévost… Xavier Zubiri respondió aquí a Heidegger con una lección sobre la filosofía griega y su concepto de cosa. Ortega leyó sus Meditación de la técnica. También fueron invitados María de Maeztu, Unamuno, Jorge Guillén, Pedro Salinas. Incluso La barraca (el grupo de teatro dirigido por Lorca) representó varias obras, a la altura de la playa, en el teatro de las caballerizas.

A las diez de la noche la península se cierra. Cada día, se baja una barrera para impedir el paso y solo con acreditación de la universidad puede uno entrar y salir. Es la ruptura simbólica, administrativa, del istmo para encerrar la Magdalena en sí misma. Un espacio separado, que pone al continente entre paréntesis. A partir de esas horas se veía la figura de algunos residentes conversando mientras deambulaban por el paseo. Disfrutaban entonces de una comunidad perfecta, en mitad del mar, sin ruido, sin tiempo, cuando la sociedad exterior y sus categorías eran por el momento únicamente hipótesis, mientras seguía íntegra la ínsula de los filósofos.

Pero esto se traducía a un hecho prosaico. Pronto en la mañana se levantaba la barrera, y visitantes y bañistas se confundían de nuevo. Volvían los horarios y los cursos. Fuera del palacio lo encontré, en el final de la Magdalena. Byung-Chul Han miraba al mar Cantábrico, miraba cómo la península se iba quedando sola, miraba cómo a lo lejos la Isla de Mouro, con su faro, era el último vestigio de tierra antes del horizonte.

Las reflexiones de Byung-Chul Han afianzaban nuestro interés y supongo que en muchos de nosotros la preocupación era cómo sistematizar estas ideas en un campo de investigación rigurosa. «Necesitamos una fenomenología de las tecnologías digitales», dijo

Un hombre insulta a Byung-Chul Han

Asumo que todos los que estábamos allí nos acordamos. Y con cualquiera de los asistentes, que eran estudiantes, profesores, o simplemente interesados en el pensamiento de Han, uno podría tomar un café y escuchar cómo se narra esto mismo.

Para estas personas, Han estaba impartiendo un curso magistral, un curso oficial, pero no especializado. Nada teníamos que saber previamente sobre filosofía, ni sobre dispositivos digitales, ni sobre el mismo profesor o su obra. Era el tercer día, el último, y Han hablaba de esto mismo, de su afán divulgativo y de su voluntad expresa de no impartir contenidos complicados por un espíritu excesivamente académico. Lo repitió varias veces. Quiere divulgar.

Los demás asistentes respondieron inmediatamente al hombre de atrás. La gente mostraba su indignación. Todos asistíamos a esa figura que se había levantado y que continuaba gritando desde el final de la sala, haciendo gestos, insultando a Byung-Chul Han, acusándole de que nos tomaba por tontos. «Fantasma. Quién te crees».

Sentí vergüenza, todos la sentimos. Vergüenza de un país, de un sector del país, de un sector acomplejado por un ego excesivo y que no es capaz de justificar —autofetiche del presunto intelectual—. Han pareció no haber entendido mucho de lo que había ocurrido. Tal vez prefirió no entender.

El hombre abandonó la sala y seguimos escuchando con un renovado aire de acuerdo, de sana humildad por parte de gente que solo estaba allí por el placer de conocer.

Era el tercer día, el último, y Han hablaba de su afán divulgativo y de su voluntad expresa de no impartir contenidos complicados por un espíritu excesivamente académico. Lo repitió varias veces. Quiere divulgar

Byung-Chul Han piensa la muerte

Una cosa misma

Byung-Chul Han puede convertirse en una imagen, en un objeto extraño que irradia esa tensión atrayente y aversiva. Otra pieza industrial de nuestro consumo. Es un fenómeno posible, también forma parte de los personajes que nos inventamos para evitar personas reales y no dar con el otro. Siempre nos ha amenazado el hecho de elaborar una crítica basándonos en este proceso, en el personaje, mientras la obra escrita (la propiamente literaria o filosófica) queda suplantada por otra obra, también a su modo literaria, pero posterior, apócrifa y constantemente manipulada, que es la imagen biográfica de las autoras y autores: el fetiche final de su persona.

La distorsión puede continuar indefinidamente, cuando se haga moda de su olvido y se le desprecie más aún de lo que ya se le desprecia, y cuando años más tarde llegue la moda de su reivindicación y utilicen de nuevo su nombre. Para entonces, los dispositivos digitales habrán evolucionado, más en su lenguaje y en su contenido que en su formato. Olvidemos el nombre, olvidemos la cara. Atendamos lo que los textos y esa voz traducida nos están diciendo.

Algo debe de existir entre los objetos neutros e insignificantes (sin rastro de experiencia humana) y los fetiches mágicos que lo significan todo. Algo particular, algo que ofrezca resistencia, pero que pueda ser asumido en nuestra vida. Algo que sea un otro, pero que por ello no nos anule, sino todo lo contrario.

Sobre el autor

Íñigo García-Moncó es doctorando en la Universidad Carlos III de Madrid y miembro del grupo de investigación Técnica y Humanidades Ecológicas (THECO). En 2021 recibió el Premio San Isidoro de Sevilla de Iniciación a la Investigación (Universidad CEU San Pablo) y cursó con una beca de excelencia el máster en Cultura Contemporánea en el Instituto Universitario Ortega-Marañó, centro adscrito a la Universidad Complutense de Madrid. Actualmente, sus principales campos de estudio son la fenomenología y la filosofía de las tecnologías digitales.

Fuente: https://filco.es/byung-chul-han-espana/

Hegel y la inteligencia artificial vistos por Žižek

En su libro «Hegel y el cerebro conectado», el filósofo esloveno Slavoj
Žižek no plantea algo completamente nuevo, pero sí lo es la forma de
abordarlo. ¿Qué sucede con la esencia del ser humano cuando una máquina
puede leer y procesar nuestros pensamientos? El autor reflexiona sobre
el mundo de hoy desde una perspectiva hegeliana, trayendo a este
filósofo a nuestro siglo.

Julieta Lomelí

En su libro Hegel y el cerebro conectado, el filósofo esloveno Slavoj Žižek no plantea algo completamente nuevo, pero sí lo es la forma de abordarlo. ¿Qué sucede con la esencia del ser humano cuando una máquina puede leer y procesar nuestros pensamientos? El autor reflexiona sobre el mundo de hoy desde una perspectiva hegeliana, trayendo a este filósofo a nuestro siglo.

Vivimos y recorremos una época del mismo modo que recorremos las páginas de Hegel y el cerebro conectado: sin un aparente hilo conductor. Una época en la que parece suceder todo y nada en un tiempo simultáneo. La actualidad no puede ser explicada cabalmente porque nos rebasa y avanza a paso veloz en sus productos culturales, tecnológicos, científicos y sociales.

El presente ha dejado de ser presente para convertirse en algo confuso, en un tiempo acelerado, un futuro sin certezas, voraz y de índole desconocido. Del mismo modo pasamos por Hegel y el cerebro conectado, sin una idea clara de lo que pretende el autor, en una obra que puede ser leída de atrás hacia adelante o de en medio hacia el final.

La sensación que nos deja Hegel y el cerebro conectado es parecida a la forma en que experimentamos el tiempo hoy: amanecemos con muchas ideas nuevas, con nuevas guerras al otro lado del mundo, con conflictos sociales y económicos de los que nos enteramos de forma inmediata gracias al uso de internet; mientras, la tecnología, el uso de la inteligencia artificial (IA) y de la ciencia nos arrojan innovadores objetos e inventos que abren nuevos retos morales y bioéticos sobre los cuales reflexionar.

El transhumanismo en «Hegel y el cerebro conectado»

Hegel y el cerebro conectado, del filósofo Slavoj Žižek, puede parecer, como tantos de sus libros, una obra compleja, un pensamiento laberíntico. Con el exceso de información y las ideas que viajan de una coordenada del mundo a su otro extremo en microsegundos, perdemos un poco la brújula de nuestra realidad, sintiéndonos aturdidos por un montón de opiniones que quedan en el tintero mental o bien se expulsan, como lo ha hecho de una lúcida manera Slavoj Žižek en sus páginas.

Ahora bien, el libro de Žižek tiene su centro en el análisis de un asunto muy contemporáneo: el transhumanismo. Y aunque sus reflexiones broten de manera caótica y libre hacia múltiples temas, como si fueran un rizoma, el corazón de su obra advierte sobre el desarrollo de la inteligencia artificial. Desarrollo que vemos materializado en un montón de mercancías tecnológicas y médicas que ahora también intentan, o mejor dicho, podrían intentar, legislar lo más profundo de nuestro propio cuerpo: la consciencia, los pensamientos.

Para esbozar esta preocupación, el filósofo analiza a lo largo de sus páginas dos ideas principales: la llegada de la «singularidad», concepto de Roy Kurzweil, y cómo se puede ver objetivada en el neuralink, un proyecto liderado por Elon Musk que desarrolla «interfaces cerebro-ordenador (BCI) implantables, también llamadas interfaz de control neural (NCI), interfaz mente-máquina (MMI) o interfaz neural directa (DNI); todos estos términos indican la misma idea de una vía de comunicación directa, primero entre un cerebro mejorado o conectado y un dispositivo externo, y luego entre los propios cerebros».

Hegel y el cerebro conectado tiene su centro en el análisis del transhumanismo y advierte sobre el desarrollo de la inteligencia artificial, que vemos materializado en mercancías tecnológicas y médicas que podrían intentar legislar sobre lo más profundo de nosotros mismos

Este proyecto ambicioso, no exento de polémica, es el que intenta analizar Žižek desde la ética, que es la característica más crítica de su mirada filosófica. El autor de Hegel y el cerebro conectado considera que lo que se está intentando desde ya con el neuralink podría ser el primer episodio para llegar a la «singularidad», la que el futurólogo Raymond Kurzweil definió en 2005 —en su peculiar libro The Singularity is near— como la que se «caracterizará por el rápido ciclo de la (cada vez menos biológica) inteligencia humana, capaz de abarcar y de impulsar sus propias capacidades».

Sería, entonces, una gran máquina que podría leer los procesos mentales e incluso transferirlas a otras mentes humanas. Una «singularidad» humana moldeada por un «dominio de experiencia mental global compartida que funcionará como una nueva forma de divinidad: mis pensamientos estarán directamente inmersos en un pensamiento global del propio universo».

La inteligencia artificial y el proyecto de Elon Musk son el parteaguas para llegar a dicho momento en el cual la inteligencia humana no solo podría ser superada por las máquinas, sino que también sería revertida por las mismas, siendo las máquinas quienes configuren los deseos y pensamientos del ser humano.

En términos históricos, ¿esto significaría el fin de la humanidad como la conocemos hoy en día? ¿Sería la llegada de una época poshumana, una época que inició con el estado policial alentado por el avance de la IA y el control de los datos biométricos y que devendría hasta la programación y el control total de la consciencia individual?

Posiblemente sí, contestará Žižek, pensando en el estado actual de nuestra libertad social:

«La perspectiva de la digitalización exhaustiva de nuestra vida cotidiana, combinada con el escaneo de nuestro cerebro (o el seguimiento de nuestros procesos corporales con implantes), abre la posibilidad realista de que una máquina externa nos conozca, biológica y psíquicamente, mucho mejor que nosotros mismos: registrando lo que comemos, compramos, leemos y vemos, y discerniendo nuestros estados de ánimo, miedos y satisfacciones, la máquina externa obtendrá una imagen mucho más precisa de nosotros mismos que nuestro Yo consciente que, como sabemos, ni siquiera existe como entidad consistente».

Lo que se está intentando con el neuralink podría ser el primer episodio para llegar a la «singularidad», la que Raymond Kurzweil dijo que «caracterizará por el rápido ciclo de la (cada vez menos biológica) inteligencia humana, capaz de abarcar y de impulsar sus propias capacidades»

Los habitantes vigilados por el Estado

Para entender lo anterior no hace falta ir tan lejos, basta con mirar lo que sucede en algunas ciudades chinas y el cada vez más creciente control y vigilancia que el Estado ejerce sobre sus habitantes, con el uso de la IA y la recopilación de sus datos biométricos.

Concluye así Žižek su primer capítulo con la reflexión sobre cómo la policía, cuando el poder del Estado parece decaer, le ayuda a no perder el control aparentando no ser una milicia antagónica a la sociedad civil, sino cercana a la ciudadanía, para entonces insertarse en la sociedad civil, volviéndose algo así como una milicia emanada desde el pueblo, una milicia popular que sea la intermediaria entre el Estado y sus habitantes, una que logre devolverle al Estado su poder sobre la comunidad.

Escribe Žižek:

«Aquí deberíamos plantear la pregunta: ¿se está marchitando realmente el Estado en el capitalismo global actual? ¿No se está haciendo más fuerte que nunca, no solo regulando la sociedad civil, sino interviniendo directamente en ella y colaborando con (partes de) ella?»

Colaborando desde lo más íntimo del individuo, desde el aporte que este mismo hace desde su privacidad al control público: «Hoy, la milicia adquiere una nueva forma en la red de control digital bautizada por Shoshana Zuboff como capitalismo de la vigilancia».


Sin embargo, a pesar de esta actualización policial que va trazando el uso de las IA y de la tecnología, parece ser que Žižek concibe cierta esperanza de no sucumbir por completo al control, derivada de la naturaleza ambigua, subjetiva y compleja que la conciencia y el pensamiento humano consignan. Esto podría ser un obstáculo para el desarrollo tan rápido del neuralink y, por ello, podría retardar la llegada de la «singularidad».

Como escribe Žižek, las palabras «expresan demasiado poco porque nunca pueden captar adecuadamente nuestra intención interior: siempre fallamos en poner en palabras lo que queríamos decir. Simultáneamente, expresan demasiado porque en y a través de este mismo fracaso expresan más de lo que queríamos decir, la verdad de lo que subjetivamente queríamos decir».

A través de la imprecisión y el fallo es como se logra decir algo, sobre todo en el momento de querer expresar lo que sentimos. Por ejemplo, muchas veces fallamos al asegurar a los demás que no sentimos nada romántico por una persona, cuando en realidad el deseo nos quema por estar con ella.

La expresión y comunicación de los afectos siempre se han caracterizado por no tener una concordancia directa con las palabras. El amor y el odio, el sufrimiento y la alegría, superan las fronteras del lenguaje objetivo, volviéndose materia de las metáforas y del arte, de la poesía y de eso que da cabida a un excedente de sentido: uno que quizá escapa a la concordancia de todo lenguaje discursivo.

La expresión y comunicación de los afectos siempre se han caracterizado por no tener una concordancia directa con las palabras

El lenguaje, las palabras

Para explicar esta imprecisión entre lo exterior y la exuberancia de lo que se siente interiormente, Žižek retoma a Hegel, quien, en su Fenomenología del espíritu, afirmaba que las palabras…

«… expresan demasiado lo interior como que lo expresan demasiado poco; demasiado: porque lo interior mismo brota en ellas, y no queda ninguna oposición entre ellas y él; ellas no solo dan una expresión de lo interior, sino que lo dan inmediatamente, en ellas mismas; demasiado poco: porque, en el lenguaje y en la acción, el lenguaje se hace otro, se abandona así al elemento de la trasmutación que tergiversa la palabra hablada y el acto ejecutado, y hace de ellos algo distinto de lo que son en y para sí en cuanto acciones de este individuo determinado».

El lenguaje muchas veces naufraga en el momento en que intenta recuperar la vastedad oceánica que es el mundo subjetivo de cada uno de nosotros. Por ello, sucede en momentos que decimos algo cuando finalmente deseamos todo lo opuesto. Este «fracaso» quizá dé un atisbo de esperanza al voraz desarrollo del neuralink que en algún momento podría llegar hasta el lugar más recóndito del individuo y fecundar, en sus propias contradicciones, una nueva forma de pensamiento, una alineada al rigor de lo político, al control de determinados agentes, a la alineación del Estado al que se suscriba.

Escribe Žižek:

«El fracaso del sujeto en decir lo que realmente quería decir puede sacar a la luz una dimensión de su deseo de la que no era consciente. Así pues, en lugar de preocuparnos por la pregunta: ¿puede el neuralink captar el verdadero sentido de nuestro flujo de pensamientos?, deberíamos centrarnos en otra cuestión: ¿puede captar la superposición de lo poco y lo mucho indicada por Hegel, puede captar el exceso producido por el propio fracaso?».

Es quizá muy pronto para saber cuándo la IA llegaría a ese momento de la «singularidad», pero Žižek, al igual que muchos de los lectores, sabe que dicho momento llegará y se pregunta cómo podremos definir a lo humano cuando ello suceda. ¿Será posible conservar algo de lo humano en una época que amenaza con volver toda subjetividad en algo alienable a una objetividad común?

El lenguaje muchas veces naufraga en el momento en el que intenta recuperar la vastedad oceánica que es el mundo subjetivo de cada uno de nosotros. Por ello, sucede en momentos que decimos algo cuando finalmente deseamos todo lo opuesto

En este pos o transhumanismo, se pregunta el filósofo esloveno, «¿qué pasa con las consecuencias sociales del paso a la ‘singularidad’? ¿Qué tipo de orden social implica su ascenso? Está claro que la democracia liberal contemporánea, con su individualismo, está condenada en este caso, así que ¿qué la sustituirá?»

Podría ser que —imaginándolo desde un tipo de distopía o utopía dependiendo desde la lente del poder en que se mire—, la perfección del neuralink y la llegada de la «singularidad» reviente el capitalismo, tan aborrecido por muchos contemporáneos, volviéndonos partícipes de un neocomunismo neuronal, fundado en el compartimiento total de los pensamientos de unos hacia otros, y, por supuesto, en el control de tales pensamientos si no son adecuados al régimen o al orden social en turno.

Escribe Žižek:

«Así que, por decirlo de nuevo en hegeliano, el neuralink promete promulgar su propio juicio infinito en el que lo más bajo (la realidad material de las redes neurales y digitales) y lo más alto (la mente) coinciden. Se abre así la perspectiva del pensamiento puro: un pensamiento que será puro en el sentido preciso de un vínculo directo entre las mentes sin necesidad de ninguna mediación comunicativa. ¿No es esto también una versión del comunismo en el sentido de un espacio de pensamientos directamente compartidos?».

No sé si realmente nos gustaría ver realizada esa gran obra de la IA dibujada, o, mejor dicho, advertida, desde algún tipo de sueño distópico, por Žižek. Lo que advierte el autor de Hegel y el cerebro conectado no es algo completamente nuevo, sin embargo, la manera de abordarlo sí lo es. El libro de Žižek es una precisa —o imprecisa, aún no lo podemos saber— exhortación que realmente vale la pena tomarse en serio, más en un mundo en el cual el futuro de la humanidad no es el futuro de la ética ni de la bioética.

El desarrollo de la reflexión filosófica no parece caminar a la par que el desarrollo de la tecnología ni mucho menos de la inteligencia artificial. Si la filosofía no logra volar a la par de los nuevos avances de la IA, posiblemente se volverá un tipo de nueva Inquisición que mire con desprecio y de forma reaccionaria al desarrollo tecnocientífico. O, por otro lado, al verse rebasada por una muy acelerada actualidad, será desaparecida convenientemente en esa nueva época liderada por las máquinas, de la misma forma en que podría ser borrado también el último resquicio humano y humanista. La amenaza sigue presente.

Fuente: https://filco.es/hegel-y-el-cerebro-conectado/