Rafael Guardiola Iranzo
Presidente de la Asociación Andaluza de Filosofía
¡Qué tiempos aquellos en los que la realidad superaba a la ficción! Esta es la crónica de una gozosa serendipia en el Ateneo de Málaga. La escribo pocos días después de la celebración del Día Mundial de la Filosofía recibida por la ciudadanía sin fastos ni parabienes de postín. Me dispongo a desmentir este desdén gracias al diálogo con algunos de los artífices más cercanos del amor a la sabiduría y el gusto por la historia de la cultura, pues el tema de la verdad parece ser, parafraseando a Ortega y Gasset, “el tema de nuestro tiempo” y protagoniza los titulares de prensa y los artículos académicos.
En la sesión “Pensando con Picasso” del pasado 10 de octubre de 2024 que pude compartir en la Sala Muñoz Degrain del Ateneo de Málaga, practiqué con el profesor, crítico de arte, escritor y poeta Sebastián Gámez Millán la sospecha filosófica de forma activa. Nos encontramos en el entramado de un puñado de actividades coordinadas por José Olivero Palomeque, Secretario de la institución, que combinan la filosofía para zombis y necrófilos con la filosofía practicada. En ellas queda también de manifiesto el entusiasmo de algunos miembros destacados de la Asociación Andaluza de Filosofía que me honro en presidir, como Antonio Sánchez Millán, poeta y filósofo práctico, y nuestro amigo, bioquímico y también filósofo práctico, Ramiro Ortega Subires. Me explico.
Empleando el Guernica de Picasso como recurso, insistí en que las obras de arte no se
disfrutan plenamente si omitimos la labor de los intérpretes, aunque muchas veces la
interpretación, inspirada por ideologías alienantes y sesgos cognitivos, traiciona el significado de la obra en su empeño de mostrar lo universal en lo particular. Por eso hay que intentar proteger al Guernica, convertido en mito, de sus adoradores, como escribiera el pintor Antonio Saura: nada hay en el cuadro que remita a un hecho histórico, sino a cuestiones privadas, como el conflicto erótico del pintor con sus amantes del momento, Dora Maar y Marie-Thèrese Walter, o a la memoria familiar del propio Picasso. Los especialistas nos recuerdan que en la Estética y en la Teoría de las Artes late una tensión entre lo particular y lo universal. Pues individuales, personales y subjetivos son los gustos y las experiencias estéticas, aunque nuestra aspiración sea el logro de un conocimiento objetivo fruto del acuerdo universal. Este es, ente otros, el ideal filosófico hegeliano de la presencia de lo universal en las manifestaciones artísticas concretas.
Por otra parte, como subrayara, entre otros, el filósofo norteamericano Nelson
Goodman, el arte tiene la virtud de “crear mundos”, de generar ambientes, una especie de escenografía teatral que tenemos que reconstruir a través de sus diferentes versiones. Por ejemplo, los mundos que crea Veermer están presididos por la intimidad de lo privado y la armonía, de tal modo que al contemplar sus cuadros deseamos entrar. Pero no todas versiones son “correctas”. Dice Goodman: “Hacer versiones-del-mundo-correctas –o hacer mundos- es algo más difícil que hacer sillas o aviones, y es frecuente fracasar en ello, en su mayor parte, porque de lo que disponemos es de un escaso material reciclado, procedente de mundos antiguos e inquebrantables.” Umberto Eco señala también que algunas afirmaciones sobre los textos literarios son verdades absolutas: “Con respecto al mundo de los libros, proposiciones como Sherlock Homes era soltero, Caperucita Roja es devorada por el lobo pero luego es liberada
por el cazador, Ana Karenina se mata, seguirán siendo verdaderas toda la eternidad y jamás podrán ser refutadas por nadie”. Por el contrario, “Hamlet se casó con Ofelia” o “Superman no es Clark Kent” son enunciados falsos, puesto que el mundo de la literatura nos inspira tal confianza, que no pueden ponerse en duda algunas proposiciones, son un “modelo de verdad”. Están registradas en un texto y el texto es “como una partitura musical”.
Muy al contrario, resulta que “en nuestro tiempo”, la verdad que podemos cosechar en
la ficción artística difícilmente puede encontrar acomodo en la realidad: estamos perdidos en el mundo de las interpretaciones, de los “relatos”, fruto de la sobredosis de información al que estamos expuestos. En esto no estoy siendo nada original. ¿Y si el mejor tratamiento para la enfermedad social de la posverdad y del egoísmo –que se sustenta en las patas del infantilismo y el victimismo contemporáneos- se encontrara en el mundo del arte? Esta es la propuesta del viejo Schopenhauer, y sobre la base de sus ideas edificaron Horkheimer y Adorno el pensamiento de la llamada “Escuela de Frankfurt” y emprendieron su pugna frente a la “razón instrumental” –el pensamiento que proclama el imperio de los medios para lograr fines- y el utilitarismo en sus versiones más groseras. Nietzsche y Goethe también confiaron en el poder cognitivo de la experiencia artística, consiguiendo que el cadáver de Platón se revolviera en su mausoleo invisible del Mundo de las Ideas.
¿Y si la lucha más eficaz frente al egoísmo y la posverdad se encontrase en la experiencia estética, desinteresada y plurisensorial? Como afirma la filósofa catalana Marta Tafalla: “Desde una concepción schopenhaueriana, la estética no es una mera actividad hedonista, ni mucho menos un capricho ni un lujo: es una vía para construir una relación más ética y pacífica con los otros seres humanos y con la naturaleza en la que vivimos”. Lo lógica hace que nos elevemos, a un tiempo, frente a la estupidez y el vano optimismo de la charlatanería, pero la estética –de algún modo- nos salva. El problema sea, tal vez, que muchos no quieren ser salvados, quieren permanecer en las profundidades de la caverna de Platón.
Precisamente, frente a la amenaza de Platón, quien quería a poetas y artistas fuera de
la Polis por ser unos miserables cazadores de sombras que nos alejan de la verdad, me atrevo a enarbolar aquí, con un pecho fuera si así lo exigiera el guion, la bandera de Aristóteles.
Oponiéndose a su maestro, Aristóteles rehabilitó la poesía y el arte como parte de la vida buena, como nos recuerda el historiador de la literatura y crítico literario francés, Antoine Compagnon en un famoso discurso pronunciado en el Collège de France. El ser humano aprende gracias a la “mímesis”, a la imitación o representación, “por mediación de la literatura entendida como ficción” y esto nos proporciona placer. La catarsis, es decir, la purificación o depuración de las pasiones por medio de la representación tiene como resultado “una mejoría de la vida tanto privada como pública”. Pues la literatura (el cuento, la fábula, la ficción) tiene un fascinante poder moral –algo que se reconoce desde Horacio y Quintiliano, hasta el clasicismo francés. Por eso conviene reservar un lugar adecuado a la literatura y el arte en el espacio público y, en particular, en la escuela. Un lugar como el que se destina a las tecnociencias.
Entre las conclusiones del reputado filósofo francés Gilles Lipovetsky en la conferencia
sobre “El capitalismo artista” que pronunciara hace dos años en el Museo Pompidou de Málaga se encuentra la defensa del arte como promesa de felicidad, como hiciera Stendhal en su tiempo. No hay que demonizar el arte porque nos aporte “momentos” de felicidad y no la felicidad completa. No obstante, tampoco debemos sacralizarlo. El capitalismo industrial ha encontrado la clave para crear infinidad de objetos, procesos y sucesos que hacen más cómoda nuestra vida. Pero comparto con Lipovetsky, que el reto está en aumentar la calidad de los mismos y para ello, es imprescindible colaborar en la formación estética del público
promoviendo la “educación artística”: hay que crear deseos bellos, cultivar la ironía, y desterrar el mal gusto. La verdad está en juego.