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«Creo que todo es conversación. El monólogo no existe». Entrevista a Rafael Argullol

Hoy tengo el placer de poder entrevistar a Rafael Argullol. Ensayista, narrador y poeta, es catedrático de Estética y Teoría de las Artes en la Facultad de Humanidades de la Universidad Pompeu Fabra. Su obra se desarrolla en treinta libros en distintos ámbitos literarios. Entre ellos: poesía (“Disturbios del conocimiento”, “Duelo en el Valle de la Muerte”, “El afilador de cuchillos”), novela (“Lampedusa”, “El asalto del cielo”, “Desciende, río invisible”, “La razón del mal”, “Transeuropa”, “Davalú o el dolor”) y ensayo (La “atracción del abismo”, “El Héroe y el Único”, “El fin del mundo como obra de arte”, “Aventura: Una filosofía nómada”, “Manifiesto contra la servidumbre”). Como escritura transversal, concepción que desborda cualquier género, ha publicado: (“Cazador de instantes”, “El puente del fuego”, “Enciclopedia del crepúsculo”, “Breviario de la aurora”, “Visión desde el fondo del mar”). Y los más recientes: “Moisès Broggi, cirurgià, lany 104 de la seva vida” (2013), “Maldita perfección. Escritos sobre el sacrificio y la celebración de la belleza” (2013) y “Pasión del dios que quiso ser hombre” (2014).

Un autor poliédrico y nómada, y un viajero atento que se refleja en el transcurso de su obra. Para mí, personalmente, el mejor conversador que tenemos en la cultura filosófica española (la prueba son sus diálogos con Eugenio Trías, y Vidya Nivas Misra), y uno de los grandes ensayistas en español de losúltimos treinta años. Cualquier historia que se haga, deberá contar con su escritura.

Desde aquel joven estudiante, espía lector en cafeterías anónimas, he disfrutado con su obra inclasificable. Hoy puedo desvelar muchas tardes asombradas en cada pregunta: he tematizado nuestro presente informacional, el nuevo lector y espectador que se está forjando, su idea de una escritura transversal y su relación con el viaje, el dolor y su fenomenología, esos universales humanos que son el tiempo y la creatividad, el amor siempre, la conversación y su epifanía, el arte, la educación, o su último libro sobre Jesús de Nazaret, Cristo, esa pasión del dios que quiso ser hombre.

Es hora de poder compartir su reflexión con los lectores del Magazine INED21. Sin más presentaciones, les dejo con la entrevista: un tiempo para disfrutar siempre. Luego corran a la librería más cercana: sus libros les esperan como una tentación que han de cumplir.

1. Descartes, ese nómada que buscó la seguridad en el pensamiento, iniciaba la modernidad filosófica con su presupuesto subjetivista. Hoy estamos lejos de esa experiencia, aún siendo herederos de ella. ¿Qué peligros y posibilidades existen simultáneamente en este cambio histórico que implica la revolución informacional y comunicativa de nuestro mundo hiperconectado?

Descartes intentó poner de nuevo el hombre en el centro del mundo a través del pensamiento. La revolución científica del Renacimiento había destruido la jerarquía cósmica antigua y medieval. Ni la Tierra era el centro del mundo ni, consecuentemente, el hombre pertenecía a ese centro. Desde el punto de vista físico el hombre era una pura periferia, un grano de arena en una playa deshabitada, como ya afirmó Torquato Tasso. Nosotros todavía somos la consecuencia de ese intento cartesiano de retornar a un centro. Sin embargo, en la medida en que nuestra sociedad avance hacia una disolución del pensamiento el sentido de exilio y de despojo se acentuará. Si se confirma la pérdida de la cultura de la palabra el ser humano entrará en un callejón sin salida de difícil previsión.

2. Hace poco tiempo leía en una entrevista a R. Calasso una observación inquietante:“El peligro es la psique del lector. No significa que un libro fuerte hoy no encuentre sus lectores. Es el tejido psíquico lo que ha cambiado. Es un tejido que rechaza muchas cosas.”Más allá del catastrofismo o de la apología informacional, ¿cómo analiza estos cambios que se están produciendo en el lector y el espectador actual?

Creo que en nuestra época el problema no es que haya disminuido la venta de libros sino que ha disminuido la capacidad de lectura. Se lee poco y, además, lo que se lee acostumbra a ser de escasa calidad cultural. En los últimos veinte años se aprecia una disminución de potencia para enfrentarse a obras de una cierta complejidad. El lector acostumbra a intentar evitar las encrucijadas de la complejidad, algo que seguramente está vinculado a la pérdida de la memoria. La lectura y el aprendizaje a través de la memoria son dos hechos que actúan íntimamente unidos. El lector, cuando existe, se ha convertido en un lector superficial, epidérmico. Y algo paralelo se puede decir con respecto al espectador. Nuestros museos están llenos de turistas que desfilan por sus galerías pero que no se detienen a mirar. Mirar exige una lentitud y una libertad completamente incompatible con el vertiginoso consumo de imágenes que se propone en nuestros días.

3. Rafael Argullol no  es  un autor clasificable fácilmente, su  obra nómada atraviesa la poesía, la novela, el ensayo, y es  el creador de esa escritura transversal que ha  ¿Cómo se desarrolla en su  caso ese bucle fascinante entre escritura/pensamiento y vida? ¿Se entrelaza con la experiencia del viaje, tan presente en su  biografía y su  obra?

Mi escritura es, creo, una directa consecuencia de mi propia configuración mental y anímica. Para mí el mundo de las ideas y el mundo de las imágenes son dos mundos que, a menudo, se presentan superpuestos. Me gusta expresarme a través de sensaciones que contienen conceptos y a través de conceptos que se desarrollan en relatos. Alguna vez he dicho que si tengo algún método literario este es el de la continua alternancia entre microscopio y telescopio. A través del microscopio intento ir hacia el interior de la subjetividad; y cuando ese viaje ya se vuelve imposible giro la lente y, a través del telescopio, busco descubrir el entorno que me rodea. El nomadismo y la transversalidad que se me han atribuido son la consecuencia de esa doble mirada. A partir de este presupuesto he tendido a respetar poco los géneros literarios tradicionales.

4. Su propuesta y ejercicio de una escritura transversal es un volver a un origen antes de que la separación (sensaciones/ideas; mito/filosofía) se estableciera en el mundo griego. Una observación rápida: me parece tremendamente actual y llena de sugerencias para la escritura/lectura de nuestra nueva historicidad. ¿Qué consecuencias ha tenido esa escisión en la cultura occidental? ¿Qué precio hemos pagado como sujetos de esta cultura dividida?

El fomento del dualismo en nuestra cultura ha llevado a un frecuente divorcio entre la esfera del conocimiento y la esfera de la sensibilidad. Nietzsche lo resumió bien cuando denunció que en Occidente se había hecho una filosofía sin cuerpo. Nosotros conocemos a través de los sentidos, a través del cuerpo. Por tanto parece inaceptable un tipo de conocimiento que esté alejado de nuestra experiencia sensorial. Pienso que el conocimiento exige una simbiosis entre contemplación y acción, entre teoría y práctica. La vida, nuestra vida, es nuestro primer objeto de aventura y de descubrimiento. En consecuencia, nunca me he sentido cómodo con los escritores refugiados en la artificiosidad ni con los profesores de filosofía que no vivían según hablaban.

5. Hay toda una fenomenología del dolor en su obra Davalú y el dolor, RBA, 2001. Para compartir con nuestros lectores y que pueda servir de invitación a su lectura: ¿qué conocimiento, si se produce, nos proporciona el fenómeno del dolor, tan plural en sus tipos y manifestaciones? ¿Cómo le  ha transformado personalmente esa experiencia de la que nos deja  una narración tan minuciosa?

El mejor dolor es el que no existe. Pero ya que hemos sido concebidos como sujetos en el que el dolor también ejerce una función primordial lo más recomendable es extraer aprendizaje de esta circunstancia. Desde los orígenes mismos el hombre ha intentado aprender a través del dolor e incluso reconvertir el sufrimiento en sabiduría, tal como defendió Esquilo. Ahora bien lo que se narra en Davalú es mucho más un dolor físico que moral. Y en este sentido la filosofía y la literatura han producido una obra abundante respecto al dolor moral y escasa respecto al dolor físico. Ello se debe, de acuerdo con lo que expongo en este relato, a que para describir el dolor se necesita una distancia que el sufrimiento físico apenas acepta. Y tras él tendemos a la amnesia, a olvidar lo que ha sido el dolor. Seguramente la pintura, en su inmediatez sensorial, tiene mayor aptitud para captar el sufrimiento físico. En Davalú sólo la autograbación de lo que después fue el relato me permitió asegurar una narración en la que se desarrollaba una crónica del dolor. Sin esta autograbación yo también hubiera optado por el olvido y, por tanto, por la imposibilidad del relato.

6. Su obra El cazador de instantes. Cuaderno de travesí 1990-1995, Destino 1996; Acantilado 2007, última edición, me deslumbró por su belleza hace casi veinte años, siendo un joven estudiante de filosofía (aún guardo las anotaciones personales de la misma); tuvieron su continuación en El puente de fuego 1996-2001, Destino, 2003.Léanlos inmediatamente: una síntesis de experiencia más experimentación en tus palabras, que son una muestra extraordinaria de esa escritura transversal. Y paradoja de la vida (nunca creí que las podría utilizar con el autor…), desde ellas le hago varias preguntas sobre dos universales humanos fascinantes: el tiempo, y el amor. Allí escrib :En su relato oficial el hombre es un perseguidor de seguridades en tanto que en su relato secreto es un cazador de instantes, ¿no son ellos, esos instantes, la génesis de toda vocación creativa (artística, literaria, plástica, científica o filosófica) que le  sirven de texto invisible?, ¿reconoces los suyos ?; sobre el amor, y sigo recordándolo como la primera vez: Uno puede afirmar que ama cuando un cuerpo le hace olvidar todos los cuerpos que ha recorrido. Uno puede afirmar que, a pesar suyo, sigue amando cuando todos los cuerpos que recorre le hacen recordar aquel cuerpo que ya perdió, ¿qué nos desvela de nosotros y del otro la experiencia del amor?, ¿se puede volver del amor, o tan sóloregresamos?

En mi opinión toda la historia de la cultura, al menos en Occidente, es una lucha contra la muerte, es decir, contra nuestra condición mortal. Pero la muerte, en nuestras vidas, se expresa a través del tiempo, algo que hemos inventado los propios hombres como máscara de la muerte. Esto ha hecho que, como una gran paradoja, a la que el arte ha atendido siempre, los hombres confiemos a los instantes nuestras ilusiones de eternidad. Lo que Octavio Paz llamaba “consagración del instante” es nuestra única posibilidad de entrever lo eterno. De ahí que nosotros confiemos a determinadas actividades, como el arte o el amor, unas posibilidades de superación del tiempo y, en consecuencia, de enfrentamiento a la muerte, que, generalmente, en otras actividades no concebimos.

Con respecto a lo que llamamos amor creo que tenemos la sensación de que hemos sido incrustados en la vida con el conocimiento de la mitad de la frase y nos pasamos la vida buscando la otra mitad para comprender el significado que tal frase pueda tener. Quizá esto lo hacemos a través de la amistad o del saber o de la aventura o de la obra bien hecha pero, por lo común, hemos atribuido al amor una capacidad fulminante por encima de las otras dimensiones. En el amor desarrollamos nuestra ilusión de plenitud o, quizá utilizando una palabra poco utilizada, de entereza. O sea de superación de la escisión que continuamente nos acompaña. De ahí que hayamos dedicado tantas energías y tantas quimeras en esa dirección.

7. Siempre he creído que es el mejor conversador de la cultura filosófica española -una opinión que no es arbitraria, sin fundamento-, ahí están sus  obras con Eugenio Trías (El cansancio de Occidente, Destino, 2003), o con Vidya Nivas Misra (Del Ganges al Mediterráneo: un diálogo entre las culturas de la India y Europa, Siruela, 2004) para poder comprobar esta afirmació Hay otra razón de peso: se da en usted  esa destilación, no tan frecuente como pueda parecer, de conocimiento y sabiduría que se refleja en su  obra poliédrica. ¿Podría  compartir algunos de esos instantes/ideas/significado con cada uno de ellos y que otorguen luz a esos diálogos apasionantes?

A parte de estos diálogos explícitos que se comentan y que para mí fueron muy fructíferos creo que todo es conversación. El monólogo no existe. Ni siquiera existe en lo que podríamos considerar nuestros pensamientos más íntimos. Incluso en esos actúa una polifonía en el que lo que somos se contrasta con lo que deberíamos ser o con lo que desearíamos ser o con lo que creemos que seríamos; es decir, un conjunto de voces confrontadas entre sí. Partiendo de este presupuesto, no sólo han sido diálogos mis libros explícitamente titulados así sino también todos los demás. Por eso es importante que la experiencia esté incorporada a la propia obra. Por eso adquiere luz mi afirmación de que la literatura es igual a experiencia más experimentación. La literatura es exteriorizar la polifonía que hay en nuestro interior.

8. Es una clasificación generalista y poco matizada: arte clásico, arte romántico, arte de las vanguardias en el s. XX. Y como ha reflexionado, toda la modernidad estética se puede comprender desde dos líneas de desarrollo: “La modernidad estética se mueve entre dos polos aparentemente muy distantes: la conciencia de la estética del fragmento, que deriva en la poética del silencio, y los proyectos, desarrollos y despliegues en torno a la obra de arte total, integral. En toda la modernidad estética hay un fuerte elemento uto -apocalíptico”. Desde este incierto y acelerado s. XXI, ¿qué sensibilidad artística cree  que predomina en la situación actual? ¿Se está gestando una nueva estética en nuestro mundo presente, o sólo hay agotamiento y repetición saturada de esas tendencias apuntadas?

En el escenario de nuestro presente aparecen pocos indicios para identificar una estética compartida, más allá de los engranajes de simulacro y arbitrariedad vinculados al espectáculo y a la especulación. Pero esto no me preocupa. Me parece más importante que haya creadores que desde su propia soledad e intempestividad afronten la idea de realizar una obra. Estoy seguro de que estos creadores existen aunque sus voces de momento no sean las más escuchadas. Si nos ponemos en el lugar de ellos sus proyectos siempre estarán tensados por el fragmento y la obra totalizadora. Un artista, un escritor tiene que estar preparado para enfrentarse a lo contingente y fragmentario y, también, para establecer un duelo con lo trascendente.

9. Haciendo memoria de su experiencia como profesor universitario de Estética: ¿qué y cómo comprende  esta experiencia compleja de la tarea de enseñanza-aprendizaje? ¿Cuáles son las limitaciones y/o peligros de la educación actual desde su  perspectiva?

No hay un problema específico de la estética sino uno general que afecta a las Humanidades. Aunque también podría decirse que no hay un problema que afecte a las Humanidades sino a la cultura de la palabra. Esta es la cuestión fundamental, como ya comentaba más arriba. La dificultad de los estudiantes para enfrentarse a los procesos profundos y complejos de la lectura, así como la dejación tecnológica de la memoria, contribuyen a fomentar una mentalidad escasamente crítica y con una muy pobre potencia de relación entre fenómenos. Si tuviera que indicar un solo problema en la enseñanza actual indicaría este. Con el agravante de que la situación acrítica del estudiante ha acabado contagiando también al profesor.

10. Termino con su última obra: Pasión del dios que quiso ser hombre, Acantilado, 2014. Recordaba un fragmento de Javier Gomá en su última obra: Necesario pero imposible, Taurus, 2104: “Los filósofos hasta el día de hoy vuelven una vez y otra, incansables, a la figura de Sócrates, a quien mencionan a cada paso con ocasión o sin ella en sus cogitaciones, pero en cambio se olvidan casi siempre de ese otro ágrafo de Galilea, muerto en circunstancias similares, de vida y doctrina al menos tan incitantes para una meditación filosófica libre de prejuicios como las del ateniense y sin parangón posible en la proyección de su influencia sobre la historia de la humanidad.” pág 30. Desde su  perspectiva, ¿cuál es la comprensión que nuestra cultura occidental del s. XXI, hija de la secularización, tiene sobre su figura?

A mí la figura de Cristo, a estas alturas, me interesa como metáfora de la encarnación de lo espiritual. El gran triunfo histórico del cristianismo fue proponer la resurrección de la carne. Su gran error mantener una rígida separación entre cuerpo y alma, error ampliado por ciertas perspectivas filosóficas de nuestra cultura. En mi último libro, lo que relato es el difícil aprendizaje de ser hombre y, por tanto, de conseguir una cierta unidad entre pensamientos y sensaciones. En términos generales creo que las figuras de Sócrates y de Cristo, desligadas de herencias canónicas, son complementarias para entender nuestra confrontación con el significado de la vida. La pasión de Cristo implica el sacrificio trágico del héroe mientras que la biografía y la muerte de Sócrates representan una propuesta de sabia serenidad.

Esta entrevista ha sido publicada en la revista digital: www.ined21.com.

La imagen pertenece a Barcelonogy.com

Vida sin cultura

Quizá lleguemos a ver cómo será la vida sin cultura. De momento ya tenemos indicios de lo que está siendo, paulatinamente, un mundo que ha optado, al parecer, por desembarazarse de la cultura de la palabra pese a poseer índices de alfabetización escolar sin precedentes. Hace poco un editor me comentaba que el problema -o, más bien, el síntoma- no eran los bajos niveles de venta de libros sino la drástica disminución del hábito de la lectura. Si el problema fuera de ventas, decía, con esperar a la recuperación económica sería suficiente; sin embargo, la caída de la lectura, al adquirir continuidad estructural, se convierte en un fenómeno epocal que necesariamente marcará el futuro. El preocupado editor -un buen editor, de buena literatura- añadía que, además, la inmensa mayoría de los libros que se leen son de pésima calidad, desde best sellers prefabricados que avergonzarían a los grandes autores de best sellers tradicionales hasta panfletos de autoayuda que sacarían los colores a los curanderos espirituales de antaño.

De querer preocupar todavía más al editor, y a los que piensan como él, se podría analizar detenidamente la última encuesta sobre la lectura que hace unas semanas apareció en los medios de comunicación. No sólo un tanto por ciento muy elevado de la población jamás leía un libro sino que se vanagloriaba de tal circunstancia. Para muchos de nuestros contemporáneos la lectura se ha hecho agresivamente superflua e incluso experimentan una cierta incomodidad al ser preguntados al respecto. Dicen no tener tiempo para leer, o que prefieren dedicar su tiempo a otras cosas más útiles y divertidas. Nos encontramos, por tanto, ante una bastante generalizada falta de prestigio social de la lectura que probablemente oculte una incapacidad real para leer. Dicho de otro modo: el acto de leer se ha transformado en un acto altamente dificultoso y, para muchos, imposible. Me refiero, claro está, a leer un texto que vaya más allá de la instrucción de manual, del mensaje breve o del titular de noticia. Me refiero a leer un texto de una cierta complejidad mental que requiera un cierto uso de la memoria y que exija una cierta duración temporal para ir eligiendo en libertad, y en soledad, los distintos caminos ofrecidos por las sucesivas encrucijadas argumentales.

El pseudolector actual rehúye las cinco condiciones mínimas inherentes al acto de leer: complejidad, memoria, lentitud, libertad y soledad. Él abomina de lo complejo como algo insoportablemente pesado; desprecia la memoria, para la que ya tenemos nuestras máquinas; no tiene tiempo que perder en vericuetos textuales; no se atreve a elegir libremente en la soledad que, de modo implacable, exige la lectura. En definitiva, nuestro pseudolector actual ha sido alfabetizado en la escuela y, en muchos casos, ha acudido a la universidad, pero no está en condiciones de confrontarse con el legado histórico de la cultura humanista e ilustrada construido a lo largo de más de dos milenios. Este pseudolector -en el que se identifica a la mayoría de nuestros contemporáneos- no puede leer un solo libro verdaderamente significativo de lo que hemos llamado, durante siglos, «cultura».

Quien escuche una opinión semejante rápidamente alegará que hemos sustituido la cultura de la palabra por la cultura de la imagen, el argumento favorito cuando se conversa de estas cuestiones. De ser así, habríamos sustituido la centralidad del acto de leer por la del acto de mirar. Surgen, como es lógico, las nuevas tecnologías, extraordinarias productoras de imágenes, e incluso las vastas muchedumbres que el turismo masivo ha dirigido hacia las salas de los museos de todo el mundo. Esto probaría que el hombre actual, reacio al valor de la palabra, confía su conocimiento al poder de la imagen. Esto es indudable, pero, ¿cuál es la calidad de su mirada? ¿Mira auténticamente? A este respecto, puede hacerse un experimento interesante en los museos a los que se accede con móviles y cámaras fotográficas, que son casi todos por la presión del denominado turismo cultural.

Les propongo tres ejemplos de obras maestras sometidas al asedio de dicho turismo: La Gioconda en el Museo del Louvre, El nacimiento de Venus en los Uffizi y La Pietà en la Basílica de San Pedro. No intenten acercarse a las obras con detenimiento porque eso es imposible; apóstense, más bien, a un lado y miren a los que tendrían que mirar. La conclusión es fácil: en su mayoría no miran porque únicamente tienen tiempo de observar, unos segundos, a través de su cámara: de posar para hacerse un selfie. Capturadas las imágenes, los ajetreados cazadores vuelven en tropel a la comitiva que desfila por las galerías. ¿Alguien tiene tiempo de pensar en la ambigua ironía de Leonardo, o en la sensualidad de Botticelli, o en el sereno dramatismo de Miguel Ángel? Es más: ¿alguien piensa que tiene que pensar en tales cosas?

Paradójicamente, nuestra célebre cultura de la imagen alberga una mirada de baja calidad en la que la velocidad del consumo parece proporcionalmente inverso a la captación del sentido. El experimento en los museos, aun con su componente paródico, ilustra bien la orientación presente del acto de mirar: un acto masivo, permanente, que atraviesa fronteras e intimidades, pero, simultáneamente, un acto superficial, amnésico, que apenas proporciona significado al que mira, si este niega las propiedades que exigiría una mirada profunda y que, de alguna manera, se identifican con los que requiere el acto de leer: complejidad, memoria, lentitud, libre elección desde la libertad. Frente a estas propiedades la mirada idolátrica es un vertiginoso consumo de imágenes que se devoran entre sí. Al adicto a esta mirada, al ciego mirón, le ocurre lo que al pseudolector: tampoco está en condiciones de confrontarse con las imágenes creadas a lo largo de milenios, desde una pintura renacentista a una secuencia de Orson Welles: las mira pero no las ve.

De ser cierto esto, la cultura de la imagen no ha sustituido a la cultura de la palabra sino que ambas culturas han quedado aparentemente invalidadas, a los ojos y oídos de muchos, al mismo tiempo. El pseudolector, que ha aceptado que a su alrededor se desvanezcan las palabras, marcha al unísono con el pseudoespectador, que naufraga, satisfecho, en el océano de las imágenes. La casi desaparición del acto de leer y, pese a la abundante materia prima visual, el empobrecimiento del acto de mirar llevan consigo una creciente dificultad para la interrogación. En nuestro escenario actual el espectáculo tiene una apariencia impactante pero las voces que escuchamos son escasamente interrogativas. Y con bastante justificación puede identificarse el oscurecimiento actual de la cultura humanista e ilustrada con nuestra triple incapacidad para leer, mirar e interrogar. Cuando en la última reforma educativa se defiende enfáticamente que la lógica filosófica va a ser sustituida, en la enseñanza escolar, por la «lógica del emprendedor» no hace sino sancionarse el fin de una determinada manera de entender el acceso al conocimiento. Aunque ni siquiera quien ha acuñado esta frase sabe qué diablos significa la «lógica del emprendedor», aquella sustitución es perfectamente representativa del modo de pensar dominante en la actualidad.

El mundo político se ha adaptado sin titubeos al nuevo decorado, expulsando de su retórica cualquier conexión cultural. Esto habría sido imposible en los últimos tres siglos. Pero el mundo político, el que más crudamente expresa las oscilaciones de la oferta y la demanda, no es sino la superficie especular en la que se contemplan los otros mundos, más o menos distorsionadamente. La expulsión de la cultura -o de una determinada cultura: la de la palabra, la de la mirada, la de la interrogación- es un proceso colectivo que afecta a todos los ámbitos, desde los medios de comunicación hasta, paradójicamente, las mismas universidades. No obstante, en ninguno de ellos es tan determinante como en el de los propios ciudadanos, que han dejado de relacionar su libertad con aquella búsqueda de la verdad, el bien y la belleza que caracterizaba la libertad humanista e ilustrada. La utilidad, la apariencia y la posesión parecen, hoy, valores más sólidos en la supuesta conquista de la felicidad.

Y puede que sea cierto. Igual la vida sin cultura es mucho más feliz. O puede que no: puede que la vida sin cultura no sea ni siquiera vida sino un pobre simulacro, un juego que sea aburrido jugar.

Artículo publicado en El País, por Rafael Argullol.