«Nunca la ‘realidad’ ha parecido tan clara y nítida gracias a ‘dispositivos’ que nos permiten ‘entenderla’ mejor y hacerla tan ‘disponible’. Nunca ha sido todo tan fácil y tan a la mano. Pero, al mismo tiempo, nunca hemos estado nosotros mismos tan a la mano», escribe la filósofa en su serie ‘Disruptiva’
Hubo un tiempo, según un conocido cuento de Borges, en el que la cartografía alcanzó tal nivel de perfección que el mapa de una provincia ocupaba por sí solo una ciudad entera y el del imperio una provincia hasta que, con el rigor al que la ciencia aspira, el propio mapa del imperio se extendió sobre el mismo imperio. A causa de su desmesurado e inmanejable tamaño, aquel mapa acabó hecho jirones sobre el territorio. Cuentan que, como proscritos escondidos en cuevas, entre sus restos y pliegues habitaban animales y mendigos.
Baudrillard empleó esta fábula para describir un tiempo, finales del siglo XX, en el que con la aparición de lo virtual (el mapa) podría bien prescindirse de un territorio previo, que él identifica con la “realidad”, porque de alguna forma lo “virtual” la engendra. Y así, por llevar bastante más lejos la metáfora de Baudrillard, los jirones en los que habitaban animales y mendigos serían los de la “realidad” en sí misma que “trasparecería” obstinadamente como aquello que no puede –o no quiere– ser convertido en mapa… es decir, en dato o “carne de algoritmo”. Un mapa, del latín mappa, no deja de ser un lienzo en el que se tejen y entretejen trama y urdimbre, un tejido por tanto, un texto. El algoritmo es el texto con el que leemos la realidad como un velo a través del cual miramos el mundo, como quien va a un concierto y decide disfrutarlo a través del móvil. Esta es la palabra clave: “a través” o, si me lee algún hegeliano, “mediación”.
Vivimos mediados por algoritmos, es decir, por programas informáticos que ordenan datos para solventar un problema (por ejemplo, cómo el corrector ortográfico me indica una palabra mal escrita) y, al mismo tiempo, ignorantes de este hecho. Claro que siempre ha habido algoritmos (unas instrucciones en papel lo son). El problema radica en que en nuestro tiempo a los algoritmos se les añade una velocidad de procesamiento con los sistemas informáticos que nosotros, humanos y mortales, no podemos controlar aunque haya decisiones previas y determinantes (y con peligrosos sesgos) antes de su puesta en marcha. Cuando usted arranca el coche con una llave de proximidad o paga en el supermercado con el móvil para comprar una colifor, cuando para encender el ordenador ha de introducir una contraseña o para desbloquear el teléfono basta la huella digital, cuando para hacer una compra por Internet debe hacerlo a través de su cuenta de Facebook o cuando emplea el GPS para orientarse en el coche por las calles de la ciudad en la que ha vivido desde siempre, no solo está siendo guiado por un algoritmo: está siendo convertido en datos. Enhorabuena. Ya es usted un ser visible y legible por el sistema y susceptible de ser introducido en la ecuación.
La fábula empleada por Baudrillard ha devenido algo más inquietante. En primer lugar porque el mapa siempre está en un proceso de actualización en el que ya no es precisa la figura del cartógrafo. No porque no exista: lo hace, pero su función inicial es asumida por aquello que puede llevar a cabo su tarea de forma más eficiente. Este ha sido fagocitado por su “creación” al ser convertido en un dato más de aquel mappa, como aquel operario que, integrado en el sistema que diseñó, ya no puede salir de él ni controlarlo, como sucedió a gran escala en el Flash Crack de 2010. El “mapa” tampoco es lo que era: no existe un “territorio” por un lado y un “mapa” por el otro, como dos ámbitos separados. Existe el tejido o el texto que une ambas cosas: el entretejimiento que hace que, por ejemplo, se arrasen montañas con dinamita para cablear con fibra óptica y conectar los sistemas informáticos de dos ciudades. Existe una síntesis o, si se quiere, una forma de interacción que modifica nuestro modo de estar con los otros, nuestro contorno y nuestra forma de habitar el mundo. No hay un “afuera” de este tejido entretejido, sino programas que mapean datos y los devuelven bajo la forma de una ordenada interfaz a unos usuarios, nosotros, que somos leídos como datos y fagocitados por algoritmos.
Nunca encontrar un buen restaurante ha sido tan fácil. Nunca hemos tenido tanta información. Nunca la “realidad” ha parecido tan clara y nítida gracias a “dispositivos” que nos permiten “entenderla” mejor y hacerla tan “disponible”. Nunca ha sido todo tan fácil y tan a la mano. Pero, al mismo tiempo, nunca hemos estado nosotros mismos tan a la mano. Y lo que está a la mano es, como bien vio Heidegger, una herramienta o utensilio para otra cosa. Nunca ha sido todo tan opaco, ciego e inalcanzable. La “realidad” ha cambiado. La lectura de los bigdata o “littledata” no es neutra: nos reescribe y transforma. Y mientras, bajo la interfaz, opera el reino binario de los unos y ceros donde los algoritmos, programados para facilitarnos la vida, han terminado por dar forma: a nosotros, a la realidad, a la vida y al modo de vivirla. Desde este punto de vista, ni Hegel ni Marx tenían razón. O tal vez ambos la tuvieran: lo que da forma al mundo son las categorías lógicas de un sistema informático programado por un sistema de producción.
Y así vivimos: normalizando sin preguntas o cuestionamientos el empleo de una aplicación informática para ir a cenar o la llave de proximidad para arrancar el coche. La cuestión es si podemos decidir hacerlo de otro modo. ¿Puede usted? ¿Podremos mañana? La fábula de Borges olvida otra cosa: que el mapa es una hoja de ruta en la que los caminos están ya escritos. Es verdad que podemos elegir tomar una senda u otra. El problema estriba en que nos han desposeído de la capacidad de decidir qué camino queremos abrir con nuestra propia azada sin estar previsto por ningún algoritmo. Hay algo más terrible que transitar los caminos que han decidido otros por ti: ser movidos con complacencia por las cintas automáticas de un sistema en el que depositamos el modo en el que transitamos por nuestra propia vida. Quizá haya que aprender a perderse y encontrarse así con los animales y mendigos del mapa de Borges. Los antiguos griegos lo llamaban plázein. Nosotros, salirse del camino. Ahora bien ¿cómo hacerlo sin hacernos invisibles?
Autora: Ana Carrasco-Conde Fuente: lamarea.com (04/05/2019)