Joan Benach es director del Grupo de Investigación en Desigualdades en Salud – Employment Conditions Network (GREDS-EMCONET, UPF), co-director del Johns Hopkins University – UPF Public Policy Center, y catedrático del Departamento de Ciencias Políticas y Sociales de la Universidad Pompeu Fabra.
En los últimos meses hemos oído hablar sobre salud y salud pública. ¿Puedes hacernos una aclaración conceptual para que sepamos de qué hablamos en cada caso?
El concepto de salud abarca muchas dimensiones e indicadores: la calidad de vida, el bienestar y sentirse sano, la ausencia de enfermedad, los trastornos de salud mental o la muerte prematura son algunas de las más conocidas, pero también puede incluir el no sufrir abandono, la soledad o falta de cuidados, el sentirse feliz, la alegría de vivir, el sentido de la vida, o la ausencia de alienación por citar algunas otras más más difíciles de estudiar. Hoy deberíamos enfatizar también nuestra interdependencia de los demás y del entorno ecosocial y político.
Hay tres maneras básicas de entender la salud. La salud individual, con la que estamos más familiarizados y que relacionamos con la enfermedad, la medicina y la sanidad, ya que, bien sea personalmente, con el cuidado de familiares o amigos, o la asistencia de profesionales socio sanitarios, todas las personas enfermamos y necesitamos ayuda. La salud pública, es decir, aquella disciplina que fomenta la salud colectiva con los conocimientos, tecnologías e intervenciones necesarias para proteger y promover la salud, prevenir y vigilar la enfermedad y los factores de riesgo, o ayudar a morir humana y dignamente. Y tercero, la salud de los grupos sociales, una visión que se relaciona con la estratificación de colectivos según su clase social, género, etnicidad, situación migratoria, edad, territorio, identidad sexual o cultural, o distintas formas de discapacidad, todo lo cual nos conecta con las desigualdades de salud.
De hecho, a menudo puede ocurrir que la salud promedio de una población determinada mejore, pero a la vez las desigualdades aumenten. Por tanto, en la salud pública debemos tratar de conseguir tres cosas: mejorar la salud colectiva y aumentar la equidad en todas las dimensiones de salud que sea posible.
A raíz del coronavirus, parece que como sociedad hemos empezado a preguntarnos algo en lo que ya estabas trabajando junto con otros expertos: ¿qué factores hacen que tengamos mala salud colectiva?
Hoy sabemos que todos los factores que intervienen en la enfermedad de nuestras sociedades están relacionados con los determinantes sociales de la salud y la equidad. Es decir, la producción y distribución de riqueza, el desempleo y la precarización laboral, las políticas de vivienda y los desahucios, el entorno ambiental y la degradación ecológica, la violencia estructural contra las mujeres, la ausencia de una red de cuidados, o factores culturales como la falta de educación y de oportunidades. Y algo también muy esencial, la política y las relaciones de poder, así como con los diferentes intereses e ideologías que condicionan las decisiones políticas.
Además, todo ello convive en el interior de un sistema socioeconómico y una forma de vida que, genéricamente, llamamos capitalismo basado en el egoísmo, el lucro y la destrucción ecológica. El conjunto de estos factores explica la generación de desigualdades sociales que a su vez ocasionan desigualdades de salud en casi todos los indicadores que consideremos, de modo que, cuanto peor es la situación social, casi siempre peor es la salud. En todo caso, aunque todas las causas son importantes, las más esenciales para entender por qué estamos sanos, enfermamos o morimos prematuramente y cómo se crean las desigualdades en salud son las políticas. La salud es política.
¿Cómo actúan estas causas de forma integrada?
Esta integración de causas tiene lugar mediante una especie de “cascada causal” o, por mejor decir, por una red causal sistémica en un complejo proceso que llamamos incorporación (embodiment). Pensemos en el ejemplo de la obesidad. Una mujer es diagnosticada de diabetes y necesita tratamiento. Esa enfermedad puede tener que ver con la obesidad que arrastra desde hace años, y que está relacionada con sus malos hábitos de alimentación. Esa conducta a su vez tiene también que ver con el hecho de no tener tiempo para cuidarse y hacer ejercicio, por su falta de opciones educativas y culturales, por sus malas condiciones de vida y trabajo, por las preocupaciones familiares y el estrés económico y cotidiano que sufre al cuidar a su hija, etc. Todo ello dificulta sobremanera que pueda adoptar buenas pautas de alimentación ya que vive en un entorno «obesogénico», donde, además, puede serle difícil comprar alimentos sanos a un precio asequible.
Vale la pena recordar que desde hace años la industria agroalimentaria añade azúcares a multitud de productos para hacer que éstos sean más apetitosos, y con ello conseguir más ventas y obtener más ganancias. Conviene resaltar que prácticamente todo lo que podemos comprar en un supermercado está en manos de un puñado de transnacionales (Big Food), unos oligopolios que a menudo destruyen el medio ambiente: destruyen ecosistemas y seres vivos, emiten muchos gases contaminantes, tienen un alto consumo de energía y agua, y utilizan masivamente fertilizantes, antibióticos y pesticidas en un mercado supuestamente libre. En definitiva, lo político y el resto de factores citados entran dentro de nuestros cuerpos y mentes expresándose en forma de daño psicobiológico con enfermedades, sufrimiento y mortalidad prematura.
Has escrito últimamente que la generada por la Covid-19, además de vírica, también es una pandemia de la desigualdad. ¿A qué te refieres?
Habrá que esperar a tener análisis elaborados y conocer con detalle ese impacto, pero la pandemia del coronavirus es un problema serio de salud pública que no afecta igualmente a todos, como a veces se dice, sino que presenta grandes desigualdades según la clase, el género, la situación migratoria y otros ejes de desigualdad. A nivel global, ya estamos viendo los problemas que se están dando en los países con sistemas de salud más débiles, cuya población muere cotidianamente de todo tipo de enfermedades infecciosas evitables, y que no están preparados para hacer frente a una crisis de esta magnitud. Aunque en este momento lo desconocemos (y los medios apenas si hablan de ello), la pandemia constituye una enorme amenaza para los grupos de población y los barrios más pobres y vulnerables de muchos países, con determinantes sociales de la salud frágiles e incluso calamitosos: vivienda, pobreza, precarización, falta de servicios básicos, agua y alimentación, contaminantes ambientales, etc. En nuestro entorno, también hay desigualdades muy diversas relacionadas con la pandemia, si bien deberemos esperar a tener los estudios adecuados para conocer en detalle ese impacto.
En relación al sector sanitario, destaca el mayor riesgo que enfrentan unos profesionales sanitarios y de los servicios sociales que muchas veces trabajan con medios escasos o inadecuados, o el tipo de atención que se puede ofrecer a quienes atienden a las ancianas y ancianos en residencias. En cuanto al medio laboral, pensemos en quienes son despedidos de sus empleos, los sectores laborales y los trabajadores y trabajadoras precarizados que tienen que ir al tajo exponiéndose al dilema de perder el trabajo o enfermar. El teletrabajo sólo emplea a algunas profesiones, pero no a limpiadoras, camareras de piso, trabajadoras de cuidados, cajeras, y a otras muchas ocupaciones en gran parte precarizadas y feminizadas, que tienen peores determinantes sociales, ambientales y laborales de la salud. Así pues, la Covid-19 tiene todas las características para que la consideremos no solo una pandemia vírica sino una “pandemia de la desigualdad” en salud según la clase, género, edad, situación migratoria y lugar donde se vive.
[Esta es una edición abreviada, que publicamos con permiso de Joan Benach, de la entrevista más extensa realizada por Gabriel Boichat para la revista Critic y luego revisada y publicada en castellano en Sinpermiso].