Ana Carrasco-Conde es profesora de Filosofía Moderna y Contemporánea en la Universidad Complutense de Madrid. Coordina la Red Internacional de Estudios en Idealismo Alemán y Romanticismo. Sus inquietudes filosóficas se centran en el «lado oscuro» de la realidad: el mal, la crueldad, la injusticia, el miedo, el terror y el horror, además de las formas de destrucción de la subjetividad. Colabora habitualmnte en medios de comunicación como Hoy por Hoy de la Cadena Ser y La Marea. Este artículo ha sido publicado originalmente por Ana Carrasco-Conde en La Marea, el 9 de octubre de 2020. El Laboratorio agradece a la autora y a La Marea la autorización para reproducirlo aquí.
Hemos perdido muchas cosas. Entre ellas, al parecer, la normalidad. Y así encaramos un tiempo que denominamos de pérdidas, de trabajo, de familiares, de seguridad, que generan la sensación dolorosa de ausencia o de desgarro, de angustia ante la incertidumbre. Y esperamos a que todo vuelva a su cauce. Se pasará. Y cuando la situación se «normalice», llenos de heridas, nos sentiremos de nuevo a salvo. Y recordaremos a los que no están. Y lloraremos. Y reiremos de nuevo abrazados. Y no estaremos pendientes de la distancia, ni de la mascarilla. Y tendremos trabajo y volveremos a la oficina y las clases se reanudarán en presencial. Y llenaremos los teatros y los cines. Todo volverá a su cauce porque esta normalidad, «la nueva», es pasajera. No es en realidad “la nuestra” y renegamos de ella. Y esperamos.
Quizás habría que plantearse de otro modo la situación. Es habitual en nosotros alejar de nuestro ámbito cotidiano lo que no nos gusta, aquello que nos parece desagradable como si no tuviera que ver con nosotros. Solo que hoy lo desagradable es la realidad que nos rodea y esta no puede ser apartada espacialmente. Nos queda entonces el tiempo: o el pasado o el futuro. Y, sin embargo, no se trata de negar lo desagradable de esta normalidad “nueva”, como si en realidad no fuera nuestra y esperáramos a que todo volviera a ser como antes, sino de aprender a asumirlo, aceptarlo y a soportarlo. Hemos perdido algunas cosas, pero si sirve de algo aferrarse a lo perdido, es para no encarar adecuadamente el presente. Y en este hemos ganado muchas cosas, aunque no todas nos gusten. Y miramos hacia otro lado. Es temporal. «Cuando la pandemia pase» decimos algunas veces. «Saldremos de esta» escuchamos otras. ¿Para ir hacia dónde? ¿Somos conscientes de lo que estamos ganando? Somos conscientes de la pandemia, pero no extraemos lecciones de ella porque pasará.
Vivimos en un tiempo de ganancia. Pero las ganancias, por mucho que las asociemos a los bienes, pueden ser también malas. No toda ganancia es un provecho del mismo modo que no todo avance es un progreso. Tenemos abundancia incluso cuando no vemos algunos elementos que ya avanzaban despacio y soterradamente y que se han implantado y normalizado sin que nos preguntemos nada. Están aquí para quedarse. Lo que era «temporal» –y así lo hemos aceptado– es lo que hemos ganado. Hemos ganado un tiempo ilimitado de trabajo (para quien lo tiene), hemos ganado inmediatez y prisas, conexión y teletrabajo, hemos ganado comodidad, como si lo cómodo fuera lo mismo que lo mejor. Hemos ganado, incluso, en inmortalidad. No se extrañe. Claro que somos mortales, pero vivimos como si no lo fuéramos y como si no necesitáramos descansar.
La imagen de Trump es sintomática. Nos parece «normal» que se quiera transmitir una imagen de «normalidad» e incluso de «poder» cuando lo que es problemático es la normalidad que hemos ganado: la de trabajar enfermos. Tantas cosas son «normales» que, en realidad, si lo son es porque formaban parte de nuestra vida en escala menor. No hay una normalidad mejor a la que volver, sino una normalidad –la que ahora negamos– que es la nuestra y que debemos cuestionar.
¿Qué hemos invertido para obtener tan pingües maleficios? A nosotros mismos tras haber aceptado ser engranajes de una forma de vivir que nos hace malvivir. ¿Para qué vivimos? ¿Qué sentido le damos a nuestra forma de vivir? ¿Cuáles son nuestras prioridades? ¿Qué provecho sacamos de esta ganancia? ¿Cuál es su beneficio?
En un texto de 1919 Freud definía lo inhóspito (Unheimlich) como aquel sentimiento que se despierta cuando en el seno de lo familiar (Heim) –es decir, de lo que considerábamos seguro o, al menos predecible en su funcionamiento– vemos algo extraño e inesperado que no encaja. Lo familiar se torna extraño y no hay manera de salir de ahí como quien dando un paseo se da cuenta de que no deja de pasar una y otra vez por el mismo sitio. Para ilustrar esta idea, Freud emplea una formulación de un filósofo alemán llamado Schelling: «Inhóspito sería lo que debiendo quedar oculto, se ha manifestado». Dicho de otra manera: nuestra normalidad no es «nueva» sino «inhóspita» porque hemos ganado la manifestación de problemas estructurales que rechazamos a través del rechazo de «esta» normalidad.
Lo siniestro no es ver a Trump trabajando enfermo y despeinado. Lo siniestro es la facilidad con la que asumimos la normalidad de este gesto. Si Trump da ejemplo, ¿no deberá hacer lo mismo cualquier ciudadano? Son esos actos los que configuran la normalidad o, mejor dicho, los que la refuerzan. Hay modos concretos que son nuevos (la mascarilla, el celo para respetar el contacto físico), pero estructuras que son las de siempre. Y son estas las que se repiten, del mismo modo que la repetición según Freud está asociada a una forma de volver a lo que no queremos ver, pero peor. Si hay segunda o tercera ola de contagios no es porque no haya todavía una vacuna, sino porque esperando «volver a lo de antes», hacemos volver las dinámicas intersubjetivas de antes que no funcionan.