El Laboratorio conversa con César Rendueles

César Rendueles (1975) es filósófo, ensayista y profesor de sociología en la Universidad Complutense de Madrid. Ha editado textos clásicos de Karl Marx, Walter Benjamin, Karl Polanyi, Jeremy Bentham o Antonio Gramsci. Ha publicado Sociofobia. El cambio político en la era de la utopía digital (2013), Capitalismo canalla (2015), En bruto. Una reivindicación del materialismo histórico (2016) y Contra la igualdad de oportunidades. Un panfleto igualitarista (2020). Escribe habitualmente en El País y otros medios de comunicación.

César, te agradecemos que hayas aceptado conversar con El Laboratorio. Acabas de publicar tu último libro Contra la igualdad de oportunidades. Un panfleto igualitarista (Barcelona, Seix Barral, 2020), en el que defiendes que la igualdad “forma parte de los cimientos biológicos y culturales de la sociabilidad humana”. ¿Podrías explicarnos por qué consideras que la igualdad es una exigencia a un tiempo antropológica y política?

Creo que estamos asistiendo a una corrección paulatina del antinaturalismo feroz que caracterizó las ciencias sociales y la filosofía de las últimas décadas. Del mismo modo que poca gente mantiene hoy que la ética se puede abstraer de las ciencias sociales, cada vez resulta más evidente que las argumentaciones normativas pueden y deben tomar en consideración nuestra historia evolutiva sin que eso conlleve de suyo una falacia naturalista. Vivimos atravesados por la paradoja de que somos una especie animal relativamente poco jerárquica que, al mismo tiempo, ha desarrollado niveles de desigualdad y mecanismos de explotación de seres humanos y otras especies animales a una escala descomunal. Esa dialéctica reverbera en algunos de los conflictos políticos que articulan nuestras sociedades.

Probablemente a lo largo de decenas de miles de años las primeras sociedades humanas experimentaron un proceso de autodomesticación a través de la eliminación de los individuos dominantes. Los humanos no nacemos iguales pero sí con una propensión a la igualdad única entre nuestros parientes cercanos, salvo quizás los bonobos. Creo que eso explica en parte por qué las formas de desigualdad material peculiares de las sociedades capitalistas tienen impactos sociales y personales tan negativos. Cada vez somos más conscientes de que la desigualdad está estrechamente correlacionada con un abanico de problemas y malestares sociales amplísimo.

No estamos muy seguros de cuáles son los mecanismos causales implicados, pero hay una conexión fuerte entre desigualdad, esperanza de vida, enfermedades mentales, delincuencia, fracaso escolar… Tradicionalmente se había achacado la proliferación de este tipo de problemas a la pobreza, pero ahora sabemos que, al menos en las sociedades más ricas, son más frecuentes cuanta más desigualdad existe, con independencia de la situación absoluta de los más pobres. A partir de cierto nivel de bienestar material, más o menos el de los países de la OCDE, incluso cuando la situación material de quienes peor están en una sociedad es comparativamente buena, si en esa sociedad existen grandes diferencias de ingresos entre las clases altas y las clases bajas, esos problemas serán más intensos que en sociedades más igualitarias, aunque estas últimas sean algo más pobres en términos absolutos.

En general, creo que los proyectos democráticos son mucho más incompatibles con la desigualdad relativa, y no sólo con la miseria, de lo que creen los liberales. También la desigualdad meritocrática destruye las condiciones sociales de una sociedad justa. Pero incluso quien prefiera apostarlo todo a la carta de la libertad individual en un sentido muy limitado, quien prefiera optar por una vida ultracompetitiva donde los ganadores se lo lleven todo, debería tener claro que su proyecto va a tener que afrontar una serie de malestares colectivos arraigados antropológicamente.

Vivimos bajo lo que tú llamas “el trauma de la desigualdad”. Según Thomas Piketty, el capitalismo moderno se ha caracterizado por una tendencia estructural a la desigualdad, que se vio corregida tras la Segunda Guerra Mundial, con la construcción del Estado de Bienestar, y que volvió a reactivarse con el auge del neoliberalismo. ¿Compartes este diagnóstico? ¿Cómo crees que ha evolucionado la desigualdad en las últimas décadas?

Creo que por lo que toca a los aspectos descriptivos hay pocas dudas de que las cosas son así. La explosión de desigualdad desde los inicios del capitalismo está, creo, más que demostrada. El punto de debate siempre ha sido si esa tendencia era dominante o había otras contratendencias endógenas –como el ascenso social de grupos capaces de aprovechar sus cualificaciones para mejorar su situación– que limitaban o incluso revertían esa dinámica. Los trabajos de Piketty son muy interesantes porque demuestran que si no se da una intervención tan gigantesca como la del keynesianismo, que requirió condiciones políticas y materiales únicas, la tendencia a la polarización económica tiene una fuerza inercial completamente imparable.

En ese sentido, creo que el aumento de la desigualdad en las últimas cuatro décadas como resultado de la contrarreforma neoliberal es igualmente innegable. Es un fenómeno complejo porque el propio capitalismo lo es, claro. Pero, en términos económicos, sociales y políticos lo que estamos observando es una polarización social muy grande que a menudo se mueve por debajo de nuestro radar político. Por ejemplo, según el Barómetro Social del Colectivo IOE, entre 2002 y 2014 los hogares medio-altos (los centiles 50-90) aumentaron su patrimonio un 7%, los hogares medio-bajos (los centiles 25-50) perdieron un 16% de su patrimonio. Pero es que el 25% más pobre perdió un alucinante 108%. Literalmente, lo perdieron todo. Si miramos las rentas, pasa algo parecido. Quienes peor lo están pasando hoy en España son los que ya estaban muy mal antes de la crisis de 2008.

Uno de los efectos de este aumento de la desigualdad es un deterioro de eso que a veces se llama “cohesión social”, un concepto complejo que puede significar muy distintas cosas y ni mucho menos todas ellas positivas. Pero, en general, es cierto que en las sociedades más desiguales la gente considera a los demás menos dignos de confianza. La competencia y la comparación odiosa son difícilmente compatibles con la sensación de compartir un espacio social, una serie de reglas e instituciones que de alguna manera reducen la conflictividad a unas dimensiones asumibles en una sociedad democrática. En un estudio ya clásico, Robert Putnam detectó un deterioro muy amplio de la participación en la esfera pública en Estados Unidos a partir de los años setenta del siglo XX, tras un ciclo de varias décadas de incremento posterior a la Segunda Guerra Mundial. Putnam no llega a esa conclusión, pero creo que hay una conexión evidente entre la pérdida de lo que él llama “capital social” y la restauración mercantil que comienza en esos años, que son los inicios del proyecto neoliberal.

Tenemos buenas razones para pensar que la mercantilización deteriora las condiciones sociales necesarias para crear un espacio democrático digno de tal nombre. Las políticas iliberales contemporáneas y el ascenso de la extrema derecha son, en parte, el resultado de esta desfundamentación de la democracia. Cuando la crisis obliga a la gente a recuperar la voz y la soberanía que el mercado le ha arrebatado, se encuentra con un entorno institucional degradado en el que prolifera la irracionalidad política.

Uno de los efectos de la desigualdad contemporánea es la precarización de las condiciones de vida (empleo, vivienda, familia, educación, salud, cultura, participación política, etc.), que afecta a sectores cada vez más amplios de la sociedad y que impide a los individuos desarrollar un proyecto autónomo de vida. Guy Standing ha llegado a hablar del “precariado” como una “nueva clase social”. ¿Cómo entiendes tú la relación entre desigualdad y precariedad?

La categoría de “precariado” entendida en los términos de Guy Standing tiene una potencia heurística indudable; pero, al mismo tiempo, me resulta bastante problemática. Para Standing, la consecuencia fundamental de las mutaciones en la estructura económica postfordista es la aparición de una nueva clase social en proceso de formación. El precariado sería el producto de una triple vulnerabilidad: la carencia de ingresos fijos, la ausencia de una identidad profesional y la falta de respaldo de una comunidad laboral solidaria.

Evidentemente, el trabajo temporal y la inestabilidad laboral siempre han existido en las sociedades capitalistas y en ciertos momentos han sido muy intensas. Lo que, según Standing, diferencia el mercado de trabajo actual de otros periodos es que el precariado, por un lado, se ve obligado a adecuar permanentemente sus aspiraciones y estilos de vida a una trayectoria laboral intrínsecamente inestable y, por otro, cuenta con un nivel educativo muy por encima de lo que exige su trabajo. Todo eso es cierto. Pero, a mi modo de ver, la noción de precariado tiene el inconveniente de que tiende a nivelar las diferencias de clase, que son realmente profundas, en el interior del propio grupo de trabajadores sometidos a la flexibilización. No permite distinguir entre el sufrimiento, por así decirlo, “existencial” de los jóvenes de clase media que han visto truncadas sus expectativas pero cuentan con medios económicos y capital relacional para adaptarse a la precariedad y otros jóvenes con menos recursos que afrontan enormes dificultades materiales completamente inermes. Creo que la desigualdad influye muchísimo en cómo se vive la precariedad.

Se ha repetido muchas veces que la pandemia de Covid-19 ha sido como un catalizador que ha revelado los elevados niveles de desigualdad y precariedad de nuestras sociedades, y que al mismo tiempo ha contribuido a agudizarlos, en parte por los efectos de la propia enfermedad y en parte por las medidas políticas adoptadas para frenarla. ¿Cuál es tu diagnóstico de la situación?

Comparto ese diagnóstico, que en realidad es casi de sentido común. La mayor parte de los problemas que han acaparado la atención pública el último año ya existían antes de la pandemia. Lo que ocurrió durante los primeros meses es que tuvimos que observarlos concentrados y, además, de forma muy generalizada. El deterioro de la sanidad pública viene de muy lejos, pero normalmente logramos ignorarlo porque nos afecta en momentos muy concretos de nuestra vida o bien disponemos de recursos para esquivarlos. En abril de 2020 daba igual que fueras rico o pobre, la falta de respiradores o la carencia de camas en la UCI te podía matar. De igual modo, normalmente conseguimos hacer como que no sabemos lo que ocurre en ese escándalo que son las residencias para mayores. En la primavera de hace unos meses, esos problemas estructurales se convirtieron en una película gore emitida en todas las televisiones en prime time. Los problemas educativos que hemos vivido tampoco tenían que ver con que todo fuera completamente distinto durante la pandemia, sino más bien con que todo seguía siendo igual: simplemente, se veían más claramente las inmensas desigualdades entre las familias con más recursos culturales y económicos, y el resto.

En mi opinión, hay un problema del que se ha hablado poco y es la crisis de la burocracia. La pandemia nos ha mostrado las dificultades que tiene un Estado en una situación de excepción para movilizar recursos materiales y ejecutivos con eficacia tras décadas de socavamiento de las estructuras burocráticas. Estoy convencido de que esa es una de las grandes victorias ideológicas del neoliberalismo: convencernos de que los recursos administrativos necesarios para que las actividades públicas funcionen son de suyo innecesarios, caros e ineficaces.

Otra cuestión que está pasando un tanto desapercibida, pienso, es cómo muy rápidamente las élites sociales y económicas están desarrollando estrategias exitosas para surfear estos problemas. En algunos casos es muy evidente, como la posibilidad de gastar un montón de dinero en pruebas PCR privadas o el modo en que alguna gente ha tenido la oportunidad de trasladarse a sus segundas residencias en zonas rurales. En otros casos son movimientos más sutiles. El aumento del teletrabajo está beneficiando mucho más a las clases medias-altas que al resto (es difícil teletrabajar si eres camarero). Del mismo modo, el aumento de los desplazamientos a pie o en bicicleta sólo se lo puede permitir quien vive y trabaja en lugares accesibles por esos medios.

Se ha discutido mucho si la pandemia nos ayudará a corregir los errores del pasado o si más bien contribuirá a acelerar y agravar esos errores: las desigualdades sociales, la aceleración tecnológica, la degradación de la biosfera, etc. ¿Te atreverías a aventurar cuáles serán las consecuencias de este gran experimento ecosocial?

Odio la idea de que las crisis son una oportunidad. Las crisis están llenas de sufrimiento y muerte. Pueden ser un momento de ruptura, es cierto, pero el sentido que adopte esa ruptura no está definido de antemano. Me parece que el covid ha dado la puntilla a la utopía neoliberal, que era un zombi político desde la crisis de 2008. Creo que nadie plantea ya en serio que el mercado autorregulado es un proyecto universalista que nos beneficiará a todos. Por el contrario, se ha normalizado rápidamente la idea de que las intervenciones estatales a gran escala son necesarias. Entre las escenas cómicas que ha dejado la pandemia están ese editorial de Financial Times pidiendo la renta básica e impuestos a las rentas altas, o las alabanzas de conocidos anarcoliberales a las medidas autoritarias tomadas por el estado chino.

El problema es que esa aceptación de la intervención pública tiene un carácter claramente reactivo, muy hobbesiano. Viene a decir: en un mundo peligroso y amenazador, tenemos que aceptar recortes en nuestras libertades. No se entienden esas intervenciones públicas como parte de un proceso de profundización en la democracia.

La clave, para mí, es el momento político que estamos atravesando, que es profundamente anticíclico para los movimientos progresistas. Los proyectos antagonistas y emancipadores han vivido en distintos lugares del mundo una década muy vigorosa, con momentos realmente esperanzadores. Pero el covid nos ha pillado a contrapié, en la fase decreciente de ese ciclo. Las fuerzas del cambio atraviesan una situación de cansancio y desmovilización, justo en el momento en el que finalmente instituciones como la Unión Europea han aceptado un giro radical de sus políticas económicas ortodoxas precedentes. En cambio, la derecha radical está viviendo un momento muy activo. Se puso de manifiesto, en nuestro país, con la movilización de la ultraderecha en pleno confinamiento, creo que nos dejaron claro lo que estaban dispuestos a arriesgar para defender sus privilegios.

En tu “panfleto igualitarista”, de manera análoga a lo que Erik Olin Wright llamó “utopías reales”, planteas una serie de propuestas de transformación social en muy diferentes ámbitos: la igualdad material, la relación entre hombres y mujeres, la participación política, la educación, la cultura, etc. ¿Podrías decirnos en qué medida se trata de propuestas no sólo deseables sino también realizables?

Creo que son realizables en el sentido de que la mayor parte de las propuestas que menciono han sido ensayadas y desarrolladas en algún momento de la historia de la modernidad. Yo las esbozo de una forma muy impresionista, pero el bagaje práctico del que disponemos al respecto es inmenso. El cooperativismo, por ejemplo, es una realidad en la que participan cientos de millones de personas en todo el mundo. De hecho, en España tenemos una de las cooperativas más importantes de la historia a nivel internacional, el Grupo Mondragón, que es objeto de interés práctico y académico en todo el mundo.

Son realizables también en el sentido de que nos encontramos a las puertas de una crisis material que va a imponer transformaciones cataclísmicas, una situación que, como decía Naomi Klein, lo cambia todo. Me refiero a que lo que es irrealizable, en realidad, es nuestra facticidad presente. La mayor parte de nuestra vida de ultraconsumismo es una ficción utópica. Los países occidentales están viviendo como si dispusiéramos de varios planetas, como si el petróleo fuera infinito y la pérdida de biodiversidad fuera un lamentable asunto que sólo importa a los aficionados a la observación de aves.

Se repite mucho la frase de Jameson de que somos incapaces de imaginar un futuro postcapitalista. Creo que no es del todo verdad. En realidad, tenemos planes bastante detallados, algunos de ellos inspirados en experiencias pasadas y presentes. Lo que nos falta es la voluntad política para ponerlos en marcha. Pero en un plazo bastante breve esa voluntad será inevitable: habrá que racionar bienes escasos e intervenir para paliar nuevas epidemias zoonóticas causadas por la crisis ecosocial. Lo que está en juego es el sentido político que tendrán esas medidas, si nos permitirán avanzar en la democracia y la igualdad o estarán dirigidas a preservar los privilegios de una minoría decreciente a costa de la mayoría.