Agustín Arrieta Urtizberea (Rentería, 1962) es Licenciado en Filosofía (1985) y en Informática (1991). Se doctoró en Filosofía con la tesis «Lógica para la inteligencia artificial» (1993). Es profesor de Filosofía de la Universidad del País Vasco / Euskal Herriko Unibertsitatea (UPV-EHU). Ha trabajado en Lógica e Inteligencia Artificial, en Filosofía de la Lógica y del Lenguaje, y en Didáctica de la Filosofía. Ha publicado Filosofiarako sarrera bat (Una introducción a la filosofía) (2016), Zientziaren argi-itzalak (Luces y sombras de la ciencia) (2017) y Gogoeta-bide irekiak. Saiakera filosofiko bat (Reflexiones abiertas. Un ensayo filosófico) (2019). También ha publicado varios artículos sobre relativismo, pluralismo y valores éticos y estéticos, entre ellos uno sobre la pandemia y la posverdad, y dos libros de ficción: Istripuak (Accidentes) (2008) e Irlak eta beste kontakizun batzuk (Islas y otras narraciones) (2015).
Irati Zubia Landa es graduada en Filosofía por la Universidad del País Vasco (2019), ha cursado el Máster en Filosofía, Ciencia y Valores (2020) y actualmente es investigadora predoctoral en el grupo Language, Action and Thought de la citada universidad. Bajo la dirección de Joana Garmendia y Agustin Arrieta Urtizberea, está investigando la noción de «charlatanería» (bullshit) y su relación con la «posverdad». Su principal área de interés e investigación es la pragmática de la charlatanería y sus implicaciones éticas y políticas en el contexto de la posverdad.
Agustín, Irati, os agradecemos que hayáis aceptado conversar con El Laboratorio. Tras la victoria del brexit (2016), la llegada de Trump a la presidencia de Estados Unidos (2017), la proliferación de partidos y gobiernos ultraderechistas en muchos países de Europa y América, y la irrupción de la pandemia de Covid-19 en 2020, hemos asistido a un Big Bang de bulos, mentiras, fake news, teorías conspirativas y discursivos negacionistas. Este fenómeno ha recibido muchos nombres: «infodemia», «negacionismo», «posverdad», etc. A primera vista, podría parecer que todo esto puede explicarse mediante las viejas distinciones filosóficas entre el error, la mentira y la verdad, pero el fenómeno actual parece mucho más complejo. ¿Cómo podríamos comenzar a delimitarlo? Por ejemplo, ¿qué es lo que nombramos con el término «posverdad»?
AA: Creo que el término «posverdad» es una especie de paraguas de muchos fenómenos: fake news, charlatanería, negacionismo, teorías conspirativas, cinismo, propaganda, manipulación, engaño masivo… Esto hace difícil que se pueda dar una definición en el sentido clásico de «definir»: búsqueda de un conjunto de características que sea necesario y suficiente para la aplicación correcta de la palabra «posverdad». Por otro lado, el propio término «posverdad» parece que indica la llegada de un tiempo sin verdad o de superación de la verdad. Piénsese en términos como «posguerra», «posmodernidad», «poshumanismo». Sin embargo, pienso que el concepto de «verdad» es muy básico, omnipresente dentro de nuestro repertorio de conceptos. Quiero decir que cuando creemos algo, cuando argumentamos, cuando preguntamos, cuando esperamos respuestas, cuando afirmamos, cuando investigamos, cuando denunciamos… el concepto de «verdad» está ahí, de forma implícita o explícita. Por lo que pensar en un «tiempo sin verdad» resulta difícil, es, incluso, un sin-sentido. ¿Cómo lo ves, Irati?
IZ: Estoy de acuerdo. Yo no creo que hayamos dejado la verdad atrás. No creo ni que sea posible hacerlo ni que estemos dispuestos a ello; el término «verdad» sigue circulando en la vida pública y muchas decisiones importantes dependen de su uso. La posverdad tiene que ser otra cosa. Creo que si algo ha sido la posverdad en los últimos años es un objeto de investigación y de preocupación. Se ha hablado sobre el fenómeno desde distintos ámbitos (la psicología, el estudio de los medios, la política, la sociología y, por supuesto, también la filosofía), y cada uno ha puesto el foco en alguno de los aspectos que has mencionado, pero todavía no contamos con una definición conjunta que goce de más o menos aceptación. Es más, hay escépticos que niegan que pueda haber algo que podamos denominar posverdad.
Sin embargo, la mayoría apunta en otra dirección. Por un lado, la posverdad no es una era en la que se haya dejado la verdad atrás, ni tampoco se puede decir que sea una época donde la verdad se oculte de manera estricta (debido a la mentira o a la ignorancia). Sin negar que la mentira, la ignorancia y la desinformación son elementos clave para entender la posverdad, su principal característica es la indiferencia hacia la verdad y los valores epistémicos. En la entrada del Oxford Dictionary se hace esta aclaración: el «post» de «posverdad» no indica la pérdida o la superación de la verdad, sino que la verdad ha perdido importancia o se ha convertido en algo irrelevante. Las implicaciones que tiene esto en la vida pública no son exactamente iguales que las de la mentira. Por otro lado, la mayoría de autoras y autores están de acuerdo en que la posverdad se articula en la vida pública. La preocupación por la posverdad no está motivada por las creencias de unos individuos concretos, sino que lo que está en juego es el lugar y el tratamiento que se da a la verdad en la vida pública.
En la tradición filosófica, la mentira había sido analizada desde un punto de vista exclusivamente moral, como el comportamiento malintencionado de un individuo en relación con sus semejantes. Así la analiza Kant en su polémica con Benjamín Constant. Sin embargo, la aparición de los grandes medios de comunicación y de las democracias mediáticas parece haberla situado en un contexto nuevo. Eso es lo que afirmó Hannah Arendt a finales de los 60 y comienzos de los 70 del pasado siglo, al denunciar las técnicas de propaganda política de los regímenes totalitarios, pero también las del gobierno democrático de Estados Unidos durante la guerra del Vietnam. ¿Qué diferencias percibís entre la mentira privada, por así decirlo, y la mentira pública o política?
IZ: La principal diferencia, salta a la vista, se debe a la dimensión del fenómeno. La mentira pública o política, a diferencia de la privada, puede tener detrás un entramado de instituciones y mecanismos de dimensiones monstruosas, como efectivamente señaló Arendt. Un ejemplo claro del tiempo, energía y recursos destinados al engaño público es la llamada Estrategia del Tabaco, que relatan Naomi Oreskes y Erik M. Conway en Mercaderes de la duda (2010).
Hay, además, según Arendt, otra diferencia significativa entre la mentira privada y la mentira política moderna, que en mi opinión ayuda a entender la posverdad. La estrategia del engaño no es sólo mayor, también es diferente. A diferencia de la mentira clásica y cotidiana a la que estamos acostumbrados, Arendt percibe que el engaño político, más que ocultar o censurar ciertos hechos mediante la mentira, trata de diluir la línea entre el conocimiento y la opinión. Al diluir esa línea, se aprovecha de la libertad que otorga el reino de las opiniones, donde la verdad pierde su autoridad y capacidad de denuncia. Arendt no utilizó el término posverdad, pero a mí me parece que ofreció una fotografía bastante adecuada para describir lo que ocurre hoy en día.
AA: Como señala Irati, estamos ante un problema relacionado con la dimensión y con los efectos y consecuencias de lo que ella ha denominado «la indiferencia hacia la verdad y los valores epistémicos» o «la difuminación de la línea entre el conocimiento y la opinión». Piénsese en el caso de la indiferencia ante lo que sabemos sobre el cambio climático. La velocidad, movilidad y globalización de esos mensajes de la indiferencia, incluso en situaciones que reclaman actuaciones urgentes, nos pueden llevar a callejones sin salida, también globales. Lo curioso es que, frente a toda esa inmensa ola de mensajes, en este caso, negacionistas con respecto al cambio climático, está la información veraz que aportan muchas personas, grupos, instituciones y organismos, entre otros, los científicos de muy diversos campos que forman parte del Panel Intergubenamental de Expertos sobre el Cambio Climático (IPCC son sus siglas en inglés). Pero ese mensaje veraz, que estaba ahí desde hace tiempo, apenas se había oído. Parece que ahora se va abriendo camino. Ese es el problema de la dimensión. Por supuesto, mientras tanto el problema del calentamiento global se agrava.
Además, según avanzaba la enorme ola negacionista con respecto al cambio climático, otro tipo de mensaje iba calando en la gente y engrandecía dicha ola: un mensaje que generaba indiferencia y dudas, no sólo sobre el fenómeno del cambio climático, sino también sobre la verdad y los valores epistémicos mismos y sobre toda actividad dependiente de ellos.
IZ: Eso trajo consigo toda una contraofensiva en defensa de los valores epistémicos.
AA: Sí, así es. Y esa dialéctica continúa. Por ejemplo, Susan Haack señalaba, ya en 1993, el carácter falaz de ese tipo de mensaje, que ella recoge en una píldora y que denomina la falacia de «pasar-por». Esa falacia es un resumen de muchas historias, de muchos discursos que se han producido a lo largo de muchos años. De forma esquemática viene a decir lo siguiente: «Ya que lo que pasa-por verdadero (lo que cala en la gente como verdadero) es, por ejemplo, un fraude ideológico, se concluye que la verdad misma es un fraude ideológico». El núcleo de la falacia consiste en confundir o identificar la verdad con lo que «pasa-por verdadero». Según Haack, esta falacia está en el trasfondo de muchas de las «campañas» de desprestigio contra la verdad (y los valores epistémicos), pero no deja de ser una falacia: que alguien pase-por ser un millonario, no significa que lo sea. Haack considera que se trata de una falacia ubicua, con muchas versiones.
Un aspecto importante de la «posverdad» es la proliferación de discursos negacionistas y teorías conspirativas que no solamente niegan tales o cuales hechos (el Holocausto, el sida, el cambio climático, el virus SARS-2-CoV, etc.), sino que inventan realidades paralelas completamente delirantes. ¿Cómo puede explicarse que este tipo de discursos tengan tanto éxito en una sociedad que se autodefine como «sociedad del conocimiento»?
AA: Como han señalado distintas pensadoras y pensadores, el ser humano tiene las capacidades necesarias para embarcarse en la tarea de la adquisición del conocimiento y en la investigación. Los valores epistémicos están ligados a esas actividades. En ocasiones, en la filosofía se ha indagado sobre esta capacidad, y, sin embargo, se han obviado otras características. Por ejemplo, el ser humano se resiste a aceptar sus limitaciones y su enorme falibilidad en dichas actividades, lo que le ha llevado a caer en actitudes dogmáticas o supersticiosas. También el ser humano tiende a creer que la realidad es como él quiere que sea. Además, como Hume señaló en su día, el ser humano siente atracción por lo misterioso y por aquello que es, digámoslo así, insondable. Todo ello está en el ser humano. Mi impresión es que las redes sociales han llevado a una especie de igualitarismo entre estas tendencias en ámbitos donde el igualitarismo y la simetría no son características centrales: por ejemplo, en toda actividad que rodea a la investigación, sea del tipo que sea (científica, detectivesca, filosófica, periodística, propia de la vida cotidiana…). Es curioso, pero el programa fuerte de sociología de la ciencia encabezado por David Bloor y Barry Barnes hace una justificación de ese igualitarismo mediante el «principio de simetría». Las nuevas tecnologías facilitan ese igualitarismo, aunque en determinados ámbitos no es adecuado. Así, los deseos e intereses se igualan (en lo que a visibilidad e impacto se refiere) con la ardua actividad investigadora, cuando se están tratando cuestiones que requieren un estudio riguroso y especializado. En el ámbito de la investigación esta modalidad de igualitarismo/simetría no tiene ningún sentido. Por decirlo brevemente: en cuestiones epistemológicas, entre el experto y las restantes personas hay inevitablemente una asimetría.
IZ: Ante la proliferación y el éxito de teorías la mar de descabelladas, Colin Wight habla de algo así como «la paradoja de la posverdad». Es decir, por mucha información que tengamos a nuestro alcance, parece que eso no ha sido una garantía a la hora de combatir la desinformación, ni ha sumado calidad democrática al debate público. ¿Por qué ocurre esto? En primer lugar, como bien ha señalado Agus, aunque el ser humano esté dotado para la tarea epistémica y la investigación, hay otros factores que interfieren en la adquisición de creencias. Puede que la primera explicación se deba a nuestro propio carácter irracional. El estudio de los sesgos cognitivos explica bien lo que acaba de mencionar Agus. Nos solemos resistir a la información incómoda que altere nuestras hipótesis y creencias iniciales, por lo que muchas veces solemos atender solo a la información que nos resulta favorable, ignorando el resto (ante la incomodidad que nos genera la disonancia cognitiva, se ponen en marcha mecanismos como el razonamiento motivado). También nos cuesta admitir nuestra propia ignorancia, nos solemos creer más listos de lo que somos en realidad (el famoso «efecto Dunnig-Kruger»). Además, parece ser que estas tendencias se refuerzan con la presión de grupo y los contextos de miedo e incertidumbre, como puede ser claramente el contexto de una pandemia. Las redes sociales, por supuesto, juegan un papel importante en reforzar estas tendencias.
AA: Irati, ¿cabe pensar que John Stuart Mill estaba equivocado cuando parecía tan optimista con respecto al «mercado libre de las ideas», al pensar que ese mercado garantizaría la «aparición o el fomento de la verdad»?
IZ: Por lo menos, la denominada posverdad parece indicar que no hay por qué ser tan optimista. Hay que ser más precavidas. Supongo que con el «mercado libre de las ideas» puede ocurrir algo parecido a lo que pasa con el mercado libre de mercancías. Ni los consumidores, ni los productores, ni los engranajes en los que se sustenta el sistema mismo son ideales. Si es cierto que vivimos en una época de posverdad, el terreno donde se genera el debate público y las reglas de juego distan mucho de ofrecer un campo donde las ideas compitan libremente. Fue la misma Arendt la que advirtió que a menos que garanticemos información objetiva, la libertad de expresión puede terminar siendo una trampa.
AA: La simetría de la que he hablado es una de esas trampas, que produce falsas controversias donde, en un principio, no las hay. Muchos de los negacionismos se alimentan de estas falsas controversias e invierten tiempo y energía en producir un ambiente de duda o incertidumbre.
IZ: Sí, estoy de acuerdo. Richard Douglas, por ejemplo, explica cómo ciertos tipos de negacionismos científicos aprovechan la incertidumbre para justificar un escepticismo tramposo. Se parte de que la incertidumbre (inevitable en la ciencia, por otro lado) abre las puertas a una especie de escepticismo radical, para desembocar en un escepticismo «tramposo» que no consiste más que en una elección sesgada de los hechos: los negacionistas solo otorgan veracidad a aquellos hechos favorables a su teoría. Según Lee McIntyre, esto los lleva a agitar la bandera escéptica con una mano mientras que con la otra sujetan teorías descabelladas, lo cual lleva a pensar que más que escépticos son, en cierta manera, bastante crédulos.
Por otra parte, y mirando desde la perspectiva de la posverdad en general, muchas autoras y autores creen que estas teorías y estas actitudes son inevitables en un mundo donde poco a poco hemos erosionado la idea de un terreno común de hechos, a la vez que se va debilitando la posibilidad de distinguir de manera más o menos objetiva entre creencias verdaderas y falsas. Es como si en el terreno donde se articula el debate público careciéramos de una base común mínima. Según Wight, en una situación así, cobra sentido que lo más cómodo para uno mismo sea elegir el bando que mejor concuerde con sus valores y creencias, y tirar la toalla en la búsqueda del conocimiento. En este sentido, las teorías conspirativas creo que cumplen una función de salvavidas ante las realidades incómodas. Una vía de escape para seguir opinando.
AA: También Arendt, en Los orígenes del totalitarismo, decía lo siguiente: «el sujeto ideal para el gobierno totalitario no es el nazi convencido o el comunista convencido, sino la gente para quien la distinción entre los hechos y la ficción… [entre] verdadero y falso… ya no existe».
IZ: Efectivamente. Para algunos autores y autoras, como Harry Frankfurt y Cornelis De Waal, es precisamente esa pérdida de fe en la posibilidad de discernir entre lo verdadero y lo falso, lo que nos empuja, casi inevitablemente, a la charlatanería o a la indiferencia por la verdad. Sobre todo, cuando estamos bajo la presión constante de tener que opinar de todo. Es decir, observando el terreno de juego donde se articula el debate público hoy en día, parece ser que tenemos muchos boletos para convertirnos en charlatanes. Muchos de los conspiranoicos y negacionistas, en efecto, lo son.
Se dice que la reciente proliferación de este tipo de discursos se debe a Internet y, en particular, a las redes sociales digitales y a los algoritmos que construyen mensajes personalizados y generan grupos burbuja y polarizaciones ideológicas extremas. ¿Qué opináis de esta cuestión?
IZ: Sí, no se puede obviar el papel de las redes sociales en esto. Las redes sociales son un perfecto analgésico para la disonancia cognitiva. La velocidad y el amplio abanico de opciones respecto a la información que ofrecen, hace que resulte muy fácil ignorar las verdades incómodas y refugiarse en aquellos testimonios que corroboren nuestras creencias, por muy locas que estas sean. Como dijo R. Jay Wallace: «el caledoscopio de información es cada vez más amplio».
Quiero subrayar un aspecto que ha generado controversia: hay quien cree que Internet ha jugado un papel únicamente amplificador con respecto a la proliferación de bulos. Yo no estoy de acuerdo, el problema de los bulos y las fake news no se explica solamente apelando al aumento de la velocidad y la cantidad de información. También hay que fijarse en cómo se organiza dicha información y cómo nos organizamos los consumidores. Según Petter Törnberg, la información en la red se organiza de manera descentralizada, siguiendo una estructura más horizontal (¿o democrática?), donde las identidades tienen más peso que el contenido. Esto tiene relación con el igualitarismo y la simetría que mencionaba Agus en la anterior pregunta.
Debido a ello, surgen fenómenos como los nichos o las cajas de resonancia, donde nos juntamos con la gente que nos gusta para consumir aquello que nos gusta (la división homofílica). Estos nichos están altamente polarizados y suele haber poco contacto entre los distintos grupos. Los algoritmos, por supuesto, contribuyen a ello, ya que suelen ser ciegos al contenido, pero muy hábiles a la hora de «cazar» nuestros gustos, como dice Matthew D’Ancona. Es curioso que el botón con el que mostramos nuestro acuerdo con alguna noticia en la red se llame «me gusta» y no «estoy de acuerdo» o «me lo creo». Este modo de organización en la red configura el modo en el que una información o una noticia alcanza su viralidad y, por tanto, cobra relevancia social. Hay una extensa literatura al respecto y parece que las principales fuentes de viralidad poco tienen que ver con el contenido mismo de la información: un testimonio tiene más probabilidades de convertirse en viral si hay un gran nicho que lo apoya. A veces, incluso, ni siquiera es necesario que los componentes del nicho lean la noticia. Esto es muy peligroso, sobre todo para las minorías, ya que la lucha por «ser escuchada» o formar parte de la agenda pública está muy lejos de ser igualitaria. Inevitablemente, ciertas verdades incómodas y muchas realidades minoritarias quedan fuera de la agenda del debate público. No sólo porque puedan ser censuradas, sino porque la indiferencia directamente les bloquea el acceso.
AA: Sólo añadiría una cuestión muy genérica. El testimonio siempre ha sido un canal muy importante en los procesos de adquisición de creencias. Hay debates sobre cuál es su lugar epistemológico frente a otras fuentes del conocimiento, pero los podemos obviar. Lo que nadie pone en duda es la relevancia que de facto tiene el testimonio. Como decía Hume, un pionero en el estudio de este concepto con su célebre capítulo sobre los milagros, la mayoría de nuestras creencias se obtiene vía testimonio. Y no hay que olvidar que las creencias son un factor crucial de nuestras acciones. En cualquier caso, el testimonio, en tiempos de posverdad, es más influyente que nunca, ha adquirido otra dimensión, como diría Irati: todo el mundo (o gran parte de él) está conectado a fuentes testimoniales de todo tipo durante largos periodos de tiempo.
Creo que el estudio de todos los aspectos que Irati ha señalado contestando a la pregunta, debería servir para profundizar y avanzar en las reflexiones acerca de un tema clásico como es el del testimonio. Esas reflexiones pueden complementar, por ejemplo, la aportación de Miranda Fricker sobre la «injusticia epistémica», en su doble dimensión: testimonial y hermenéutica.
Fue también Arendt la que habló de la importancia de los «repositorios de la verdad»: la educación, la universidad, la ciencia, el sistema judicial, la prensa… Más recientemente, Bruno Latour ha señalado algo parecido: los «hechos» no se sostienen por sí solos, sino que requieren de instituciones sociales que los validen y que cuenten con una autoridad epistémica reconocida. Esto nos plantea una cuestión muy importante: ¿cuáles deberían ser las relaciones entre la democracia y el conocimiento?
IZ: No lo sé. Pero es sin duda una de las preguntas que queda por responder cuando hablamos de la posverdad. La otra pregunta pendiente tiene que ver, yo creo, con la relación entre valores epistémicos y no epistémicos. Son dos debates clásicos en la filosofía, pero creo que cobran especial relevancia en el tema que nos ocupa.
Cuando señalamos los problemas y los peligros de la posverdad, obviamente, señalamos que algo va mal. Resulta inevitable reivindicar que hay que reforzar el lugar de la verdad, los valores epistémicos y las instituciones ligadas a estos en la vida política. Frieder Volgeman, que se muestra crítico con los autores que defienden el concepto de posverdad, dice que cuando señalamos que vivimos en la posverdad presuponemos que ya sabemos cuál debe ser la relación sana entre la verdad y la política. También dice que eso es presuponer demasiado y que la reivindicación de la asignación de un lugar más digno para la verdad en la política puede derivar en cierta forma de dogmatismo. No creo que recalcar la importancia de la verdad en la política y exigir reforzar las instituciones públicas nos lleve inevitablemente a un dogmatismo o a una tiranía de la verdad. La misma Arendt subraya la necesidad de hacerlo y creo que conocía bien los peligros del autoritarismo. Yo no comparto la visión de Volgeman, pero sí que tiene algo de razón: es muy difícil determinar cuál debería ser la relación entre verdad y política. Es, sin duda, una cuestión con la que nos topamos siempre al final de las reflexiones sobre la posverdad.
AA: Es difícil hacer un planteamiento general. Una vez más, resulta más fácil identificar el problema que articular «la solución».
IZ: No hay una fórmula adecuada que nos indique el papel adecuado de la verdad, la ciencia o los expertos. Entre otras razones, porque en el entramado democrático estamos obligados a relacionar la verdad y los valores epistémicos con los no epistémicos. Y hay casos donde las cuestiones epistémicas y no epistémicas entran en conflicto. Regular esa balanza es una tarea muy complicada. Por muy complejo que sea el debate, hay maneras y maneras de tratarlo. La sensación es que hoy en día no vamos por buen camino. Yo no tengo una respuesta, habrá que seguir pensando y reflexionando.
AA: Yo complementaría las reflexiones de Irati con un breve comentario. La política, en este «hábitat de la posverdad», sigue estrategias muy propias de la propaganda publicitaria. También hay un incremento de democracia aparente porque todo el mundo accede o puede acceder al micrófono, pero hay una serie de déficits a resaltar. No hay responsabilidad sobre lo que se dice o afirma. Y en muchas ocasiones hay anonimato. Los mensajes son efímeros. Hay una gran celeridad. El debate político se desembaraza, no sólo del rigor, sino del concepto de responsabilidad. Creo que todo esto es novedoso con respecto a otras épocas. Claro que la verdad sigue funcionando, claro que los hechos siguen ahí, hasta un mentiroso compulsivo dice y se atiene a la verdad en la mayoría de las ocasiones en la vida cotidiana, pero en la política además de rigor epistémico se requieren más «virtudes». Un ambiente en el que hay mucho ruido y nadie (o casi nadie) rinde cuentas, no parece el adecuado para el desarrollo de procesos democráticos, donde, por ejemplo, se acojan actividades deliberativas rigurosas y honestas, aunque falibles. Ese «ambiente de la posverdad» en el que se desarrolla la política contemporánea, no parece ser el adecuado para proyectos de carácter democrático. Resulta difícil vislumbrar hacia dónde vamos, resulta difícil vaticinar cuál es el futuro de los sistemas denominados «democráticos»… También es difícil ser optimista.
Puesto que hablamos de la verdad, la mentira, la charlatanería, la propaganda, la negación de los hechos, etc., ¿creéis que la Filosofía puede contribuir a mejorar los debates de la vida pública? Más concretamente, como sabemos que Agustín se ha ocupado de la didáctica de la Filosofía, ¿creéis que el sistema educativo debería conceder más importancia al aprendizaje de la Filosofía, y no sólo en el bachillerato sino también en la enseñanza primaria y secundaria, como proponen la Red española de Filosofía y el programa de Filosofía para Niños y Niñas?
AA: Considero que la promoción de la interrelación entre los diferentes campos incluidos en el sistema educativo (disciplinas científicas -naturales, sociales, humanas, tecnológicas…—, disciplinas relacionadas con la pluralidad de actividades artísticas…) sería una buena noticia. Y concibo a la Filosofía como una disciplina que dota de contenido a esa interrelación en virtud de su carácter transversal: en la Filosofía siempre se ha reflexionado críticamente y con interés sobre todos esos campos, siempre ha tratado de atravesar reflexivamente las diferentes actividades humanas de carácter más específico. A su vez, esa interrelación ayudaría a equilibrar la situación actual, donde los valores tecno-empresariales son prioritarios. No voy a negar la importancia de esos valores, pero esos valores deben compensarse con otros valores de carácter, si se quiere, humanístico y/o ético. Y la Filosofía siempre ha tenido en su agenda una preocupación por los valores, en general: epistémicos, éticos, estéticos o artísticos, políticos… La Filosofía, por ello, debe ocupar un lugar digno en el sistema educativo. Parece recomendable que ese lugar se extienda hasta la enseñanza primaria y secundaria. No se trata de una cuestión corporativista: la Filosofía, por su historia y carácter, puede hacer una gran contribución al sistema educativo, pues entrelaza las distintas disciplinas, dota al sistema de cierta compacidad, dando una visión general y transversal que alimenta el espíritu crítico.
Por otro lado, veo necesario que en la comunidad filosófica-educativa se debata en profundidad no sólo sobre qué lugar debe ocupar la Filosofía en el sistema educativo, sino también sobre cómo debe ocuparlo. Hay que debatir sobre qué tipo de aportación debe hacer la Filosofía: contenidos, estrategias, métodos… Creo que hay muchas cuestiones de fondo sobre las que tenemos que conversar y debatir. No basta con conseguir más o menos asignaturas. Tenemos que pensar desde la comunidad filosófica-educativa sobre el carácter de la aportación de la Filosofía al sistema educativo.
IZ: La verdad, no tengo mucho más que añadir. Es cierto que no es fácil determinar la utilidad, el sentido y la función de la Filosofía. La Filosofía lleva años intentando justificar cuál debería ser su sitio, autojustificándose. No hay duda de que hay temas relevantes para la vida humana de los que se ocupa la Filosofía, como la cuestión de los valores que ha mencionado Agus. Es muy distinto abordar una cuestión sobre valores morales desde un punto de vista psicológico, religioso o filosófico. Creo que hay razones para justificar el hecho de que hacerlo desde la Filosofía sería adecuado y enriquecedor.
Ahora bien, aunque la utilidad de la Filosofía no sea cuestionada probablemente por su objeto de estudio, quizá sí lo es por su método de trabajo. En el contexto del siglo XXI, puede dar la sensación de que la Filosofía no encaja bien con las características preponderantes de nuestra sociedad. Aquí hay un motivo para la reflexión.
En esto, el sistema educativo juega un papel muy importante. En mi caso, mi primera clase de Filosofía la recibí a los 16 años y ojalá hubiese sido antes. Cuando pienso en las nuevas generaciones, en las que me incluyo (obviamente), creo que muchas veces olvidamos que los jóvenes entran cada vez más temprano en contacto con cuestiones y problemas complicados. También menospreciamos su capacidad de tratarlos. Las nuevas tecnologías no solo han abierto la veda para que niños y niñas de trece años puedan colgar fotos en una red social, probablemente también sean la vía para que estas generaciones entren en contacto con problemas como el racismo, el machismo, la globalización, la crisis migratoria o el cambio climático. Además, también es una característica de nuestra generación la presión constante de tener que opinar de todo. La Filosofía puede ayudar a abordar estas cuestiones, es una herramienta útil. Me alegra pensar que hay cada vez más iniciativas para reforzar e invitar a la reflexión filosófica desde la más temprana edad. Aquí, en Euskal Herria, es destacable y admirable el trabajo que hacen asociaciones como Agora Filosofía Elkartea o Jakinmin Elkartea.
Agustín, Irati, muchas gracias por haber mantenido esta conversación a tres con El Laboratorio.