Antonio Campillo es filósofo, sociólogo y escritor. Es catedrático de Filosofía de la Universidad de Murcia. Ha sido decano de la Facultad de Filosofía de su universidad, promotor y primer presidente de la Red española de Filosofía, promotor de la Red Iberoamericana de Filosofía y director de Daimon. Revista Internacional de Filosofía. En la primavera de 2020, durante el primer estado de alarma por la Covid-19, promovió la creación del Laboratorio Filosófico sobre la Pandemia y el Antropoceno, y desde entonces forma parte de su equipo editorial. Ha publicado una quincena de libros y un centenar de artículos especializados. Su primer libro, Adiós al progreso. Una meditación sobre la historia, fue finalista del Premio Anagrama de Ensayo 1985. Sus últimos libros: Tierra de nadie. Cómo pensar (en) la sociedad global (2015), Mundo, nosotros, yo. Ensayos cosmopoliéticos (2018), Un lugar en el mundo. La justicia espacial y el derecho a la ciudad (2019) y El concepto de amor en Arendt (2019).
La pandemia de covid-19 ha provocado una proliferación de mentiras, teorías conspirativas y campañas negacionistas a las que la OMS ha dado el nombre de «infodemia». Su difusión ha sido tan amplia y tan rápida como la del virus, y ha tenido también consecuencias letales, pues ha hecho que aumente el número de contagiados y de muertos.
Muchas personas niegan la gravedad e incluso la existencia de la enfermedad, cuestionan a los expertos y a las autoridades sanitarias, rechazan las medidas recomendadas para prevenir el contagio y utilizan políticamente el malestar social generado por la pandemia para desestabilizar a los gobiernos.
La infodemia puede ser analizada desde diferentes ángulos. En primer lugar, el ángulo político: hay estrategias geopolíticas de desinformación diseñadas desde la Rusia de Putin, la China de Xi Jinping o el movimiento QAnon apoyado por Trump, para difundir noticias falsas y fomentar la confrontación social.
En segundo lugar, el ángulo tecnológico: estas estrategias no utilizan solo los medios de comunicación clásicos (prensa, radio y televisión), sino sobre todo las redes sociales digitales. Filósofos y politólogos llaman «posverdad» a esta nueva forma de manipulación política.
En tercer lugar, el ángulo ético y psicológico: en los últimos años se han multiplicado los estudios sobre los «sesgos cognitivos», entre ellos el «sesgo de confirmación» que lleva a una persona a filtrar e interpretar la información para que confirme sus prejuicios más ciegos y sus emociones más primarias. Muchos individuos niegan frontalmente una realidad que les desconcierta, sea el cambio climático o la pandemia, o bien aceptan sólo algún detalle marginal con el fin de dar apariencia de realidad a sus propias ilusiones.
Pero también es preciso analizar el contenido semántico de esos mensajes que se difunden y se defienden como si fuesen dogmas de fe. Me centraré en el mensaje político que durante la pandemia se ha extendido por la mayoría de los países occidentales con un éxito extraordinario: la idea de que la «libertad individual» se encuentra amenazada y, por tanto, debe ser defendida frente al «poder totalitario» de los estados que han adoptado las medidas sanitarias y, en general, frente a un «contubernio mundial» que estaría dirigido en la sombra por unos agentes siniestros y todopoderosos.
Este mensaje político es muy significativo por varios motivos. En primer lugar, se presenta como una defensa heroica de la libertad, que es uno de los valores más sagrados de la tradición política de Occidente y, por tanto, no parece susceptible del más mínimo cuestionamiento crítico.
En segundo lugar, cuenta con la bendición de algunos filósofos mediáticos como el negacionista Giorgio Agambem, que desde el primer momento denunció «la invención de la pandemia» como una estratagema de los gobiernos para imponer «un estado de excepción permanente» en todo el mundo.
En tercer lugar, es un mensaje transversal a las más diversas ideologías, desde neofascistas y neoliberales hasta neocomunistas y neolibertarios. Esta transversalidad se ha manifestado en los actos de protesta que han tenido lugar en muchas ciudades del mundo, convocados en nombre de la «libertad» y protagonizados por grupos de muy diverso signo político.
Ante un acontecimiento tan novedoso como la pandemia de Covid-19, no es extraño que se recurra a clichés prefabricados y muy simples que eximen de la responsabilidad de pensar, como la dicotomía libertad/poder. La lógica binaria es el grado cero del pensamiento y permite justificar toda forma de violencia, porque niega la complejidad de lo real, rechaza la novedad de lo que acontece y se opone a la pluralidad de los otros.
Como señalaron Arendt y Foucault, «poder» y «libertad» son dos maneras de nombrar el mismo fenómeno: la capacidad de emprender nuevas acciones e influir voluntaria o involuntariamente en la acción de otros. Todos ejercemos poder, porque todos somos a un tiempo libres e interdependientes. Frente a la «fantasía de la individualidad», la arqueóloga Almudena Hernando nos recuerda que somos seres relacionales.
El problema está en la distribución asimétrica de los poderes, las libertades, las capacidades de acción. Cuando esas asimetrías se institucionalizan, dan origen a diferentes regímenes de dominación. Son diferentes porque no hay una línea divisoria única y estable entre dominantes y dominados, sino muchas formas de dominación que se superponen, contrarrestan y entrecruzan: entre sexos, generaciones, clases sociales, etnias, etc. Esta es la «interseccionalidad» de la que hablan las pensadoras feministas.
Además, no hay poder ni libertad sin responsabilidad. Ninguna sociedad humana podría sustentarse si no respondiéramos de nuestras acciones ante los otros, si no reconociéramos que nuestra libertad está posibilitada, limitada y entretejida con la libertad de los otros. La pandemia de Covid-19 nos ha revelado nuestra interdependencia biológica y social, y, con ella, nuestra mutua e ineludible responsabilidad.
Quienes se erigen en defensores de la libertad y la reclaman como el ejercicio de un poder individual completamente arbitrario e irresponsable, no limitado por los otros ni regulado por ninguna institución pública, en realidad están reclamando el «estado de naturaleza» del que hablaba Hobbes, en el que cada individuo es «soberano» para disponer de su vida y de la de sus semejantes. Es decir, están reclamando la libertad para matar, para ser contagiados y contagiar a otros, aun a riesgo de causarles la muerte.
Esta confusión entre libertad y soberanía es heredera de la vieja moral guerrera, aristocrática y patriarcal, que exalta la lucha violenta contra los otros para imponerles de forma tiránica la propia voluntad, y en cambio menosprecia como femenino, servil y cobarde todo lo que hace posible la vida humana y sustenta las instituciones colectivas: el cuidado, el apoyo mutuo, la responsabilidad, la cooperación, la solidaridad.
Por último, la confusión entre libertad y soberanía, tan frecuente en el pensamiento político moderno, equivale a negar y tratar de trascender nuestra condición terrestre, nuestro vínculo con los demás seres vivos y con el conjunto de la biosfera.
En resumen, este insidioso virus nos ha recordado que no somos dioses soberanos sino criaturas ineludiblemente interdependientes y ecodependientes.
Este artículo se publicó originalmente en The Conversation, el 10/11/2020. Agradecemos a la revista y al autor que nos hayan permitido reproducirlo aquí.