Movimientos sociales en tiempos de Covid-19: otro mundo es necesario

Donatella della Porta es profesora de Ciencias Políticas y directora del Instituto de Humanidades y Ciencias Sociales de la Scuola Normale Superiore de Florencia (Italia), donde también dirige el Centro de Estudios de Movimientos Sociales (Cosmos). Ha dirigido el proyecto de ERC Mobilizing for Democracy, sobre la participación de la sociedad civil en los procesos de democratización en Europa, Oriente Medio, Asia y América Latina. En 2011 recibió el Premio Mattei Dogan por sus estudios en el campo de la sociología política. Es doctora honoraria de las universidades de Lausana, Bucarest, Goteborg, Jyvaskyla y la Universidad del Peloponeso. Es autora o editora de 90 libros, 150 artículos de revistas y 150 contribuciones en volúmenes editados. Entre sus publicaciones más recientes: Legacies and Memories in Movements (Oxford University Press, 2018); Sessantotto. Passato e presente dell’anno ribelle (Fertrinelli, 2018); Contentious moves (Palgrave 2017), Global Diffusion of Protest (Amsterdam University Press, 2017), Late Neoliberalism and its Discontents (Palgrave, 2017).

Los tiempos de pandemia traen grandes desafíos para los activistas de los movimientos sociales progresistas.

No son tiempos para el activismo callejero o la política en las plazas. Las libertades están restringidas, el distanciamiento social hace que las formas típicas de protesta sean imposibles de llevar a cabo. No sólo es difícil la movilización en los lugares públicos, sino también en nuestros lugares de trabajo, dada la muy estricta limitación del derecho de reunión y la reducida oportunidad de encuentros cara a cara.

La emergencia continua limita nuestros espacios mentales, desafiando nuestra creatividad. Los recursos individuales y colectivos se centran en la supervivencia diaria. La esperanza, ese estimulante para la acción colectiva, es difícil de sostener, mientras que el miedo, que tanto la desalienta, se extiende.

Las crisis pueden desencadenar decisiones defensivas egoístas, convirtiendo al otro en un enemigo. Dependemos de la eficiencia gubernamental y de las opiniones de los expertos.

No obstante, los movimientos sociales suelen surgir en momentos de grandes emergencias, de calamidades (más o menos naturales) y de fuerte represión sobre las libertades individuales y colectivas. En el pasado, las guerras han desencadenado olas de contestación social.

No sólo es cierto que «los Estados hacen guerras y las guerras hacen Estados», sino que además tremendas contestaciones sociales han acompañado a los conflictos militares, antes, después y a veces incluso durante estos conflictos. Tales revoluciones dan testimonio de la fuerza del compromiso de la gente en momentos de crisis profunda.

Los tiempos de crisis profunda pueden (aunque no automáticamente) generar la invención de formas alternativas de protesta. La amplia difusión de las nuevas tecnologías permite que se produzcan protestas en línea, entre las que se incluyen, entre otras, las peticiones electrónicas que se han multiplicado en este período (que van desde la búsqueda de eurobonos hasta la solicitud de suspensión de alquileres para estudiantes).

En Israel se han convocado marchas de coches. Los trabajadores han reclamado más seguridad mediante flash-mobs, llevados a cabo por los participantes manteniendo una distancia segura entre ellos. En Finlandia, los conductores de transporte público se han negado a controlar los billetes de los pasajeros. En Italia o España, se envían mensajes colectivos de protesta o solidaridad desde balcones y ventanas. A través de estas formas innovadoras, las protestas presionan a los que están en el gobierno y controlan sus acciones.

Frente a la evidente necesidad de una transformación radical y compleja, los movimientos sociales también actúan de varias maneras que difieren de las simples protestas. En primer lugar, los movimientos sociales crean y recrean vínculos: se basan en las redes existentes pero también, en la acción, las conectan y las multiplican.

Frente a las manifiestas insuficiencias del Estado y, más aún, del mercado, las organizaciones de los movimientos sociales se constituyen -como sucede en todos los países afectados por la pandemia- en grupos de apoyo mutuo, promoviendo la acción social directa ayudando a los más necesitados. Así pues, producen resistencia al responder a la necesidad de solidaridad.

Los movimientos también actúan como canales para la elaboración de propuestas. Hacen uso de conocimientos especializados alternativos, pero también añaden a esto los conocimientos prácticos que surgen de las experiencias directas de los ciudadanos.

Construyendo esferas públicas alternativas, las organizaciones de los movimientos sociales nos ayudan a imaginar escenarios futuros. La multiplicación del espacio público permite el intercambio, contrastando la sobre-especialización del conocimiento académico y facilitando la conexión entre el conocimiento abstracto y las prácticas concretas.

De esta fertilización cruzada de conocimientos surge también la capacidad de conectar las diversas crisis -para sacar a la luz la conexión entre la propagación y la letalidad del coronavirus y el cambio climático, las guerras, la violencia contra la mujer, las expropiaciones de derechos (y en primer lugar, del derecho a la salud).

De este modo, la reflexión en y de los movimientos sociales aumenta nuestra capacidad de comprender las causas económicas, sociales y políticas de la pandemia, que no es ni un fenómeno natural ni un castigo divino.

De esta manera, los movimientos sociales pueden explotar los espacios de innovación que se abren en momentos de incertidumbre. De la manera más dramática, la crisis demuestra que se necesita un cambio, un cambio radical que rompa con el pasado, y un cambio complejo que vaya de la política a la economía, de la sociedad a la cultura.

Si en tiempos normales, los movimientos sociales crecen con las oportunidades de una transformación gradual, en tiempos de crisis profunda, en cambio, los movimientos se propagan por la percepción de una amenaza drástica y profunda, contribuyendo a las aperturas cognitivas.

Si bien la vida cotidiana cambia drásticamente, también se abren espacios de reflexión sobre un futuro que no puede pensarse como en continuidad con el pasado.

La crisis también abre oportunidades de cambio al hacer evidente la necesidad de responsabilidad pública y sentido cívico, de reglas y solidaridad. Si las crisis tienen el efecto inmediato de concentrar el poder, hasta su militarización, demuestran, sin embargo, la incapacidad de los gobiernos para actuar simplemente por la fuerza.

La necesidad de compartir y de un apoyo generalizado para hacer frente a la pandemia podría traer consigo el reconocimiento de la riqueza de la movilización de la sociedad civil. La presencia de los movimientos sociales podría contrastar así con los riesgos que entraña una respuesta autoritaria a la crisis.

Además, las crisis muestran el valor de los bienes públicos fundamentales y su compleja gestión a través de las redes institucionales, pero también a través de la participación de los ciudadanos, los trabajadores, los usuarios. Demuestran que la gestión de los bienes comunes necesita una regulación y una participación desde abajo.

En toda movilización durante una pandemia, el valor de un sistema universal de salud pública emerge no sólo como justo, sino también como vital. Si las reivindicaciones en materia de salud en los lugares de trabajo y la protección universal de la salud como bien público son tradicionalmente las demandas de los sindicatos y de la izquierda, la pandemia demuestra la necesidad de reafirmar esos derechos y ampliarlos para incluir a los menos protegidos.

En su dimensión mundial, la pandemia desencadena una reflexión sobre la necesidad de defender globalmente el derecho a la protección de la salud, como explican a menudo organizaciones de la sociedad civil como Médicos sin Fronteras o Emergency.

Por supuesto, todo esto no ocurre automáticamente. Estas crisis son también la ocasión para la acumulación de beneficios por pillaje, para la experimentación por parte de gobiernos autoritarios, para la anomia social. La emergencia y las conmociones crean suculentas ocasiones para los especuladores.

Pero si las crisis aumentan la competencia por los escasos recursos, también aumentan la percepción de un destino compartido. El aumento de las desigualdades, en lugar de nivelarlas, también inculca un profundo sentido de injusticia. Trae consigo el señalamiento de responsabilidades políticas y sociales específicas.

Como en las guerras, la exigencia de terribles sacrificios a la población alimenta las reivindicaciones de derechos y la participación en la toma de decisiones, A medida que crece la movilización colectiva, también surge la esperanza de un cambio, de otro mundo que todavía es posible y que hoy es aún más necesario que nunca.

Este artículo fue publicado originalmente el 22 de marzo de 2020 en opendemocracy.net Agradecemos a este medio y a la autora que nos hayan permitido recuperarlo aquí.