El Laboratorio conversa con Ezio Costa Cordella

Ezio Costa Cordella es abogado, Msc. en Regulación por la London School of Economics and Political Science, Phd en Derecho por la Universidad de Chile. Investigador del Centro de Regulación y Competencia, profesor de Derecho Ambiental y Derecho de Aguas en la Universidad de Chile. Director Ejecutivo de la ONG FIMA. Ha dedicado su carrera a la protección del medio ambiente y de las personas y comunidades afectadas por problemas ambientales.
Entre sus últimos trabajos se encuentran los libros Participación ciudadana. Conceptos generales, deliberación y medio ambiente (Ediciones DER, 2020), Derecho Ambiental chileno. Parte especial (coeditor con Eduardo Astorga, Thomson Reuters, 2021) y Hacia una Constitución ecológica (Catalonia Libros, 2021, en prensa).

Profesor Ezio Costa, le agradecemos que haya aceptado esta entrevista con El Laboratorio. En primer lugar, nos gustaría preguntarle sobre la historia de la legislación ambiental, que tiene ya más de cuarenta años. Hasta ahora, parece que los desarrollos legislativos destinados a proteger el medio ambiente han tenido unos efectos muy limitados, porque no han logrado detener la «gran aceleración» del Antropoceno, de la que hablan Will Steffen y su equipo. ¿Cómo valora usted los logros y los fracasos de esa legislación, especialmente en el ámbito de América Latina?

A la legislación ambiental le ha tocado un trabajo muy complejo. Llegar a un mundo en que sus elementos estaban completamente fraccionados y asignados en propiedad, e intentar volver a relacionarlos conceptual y regulatoriamente.

Eso genera altas resistencias desde esferas muy diversas. Privados (individuos y empresas) que no quieren perder autonomía en la determinación de los usos y aprovechamiento de los bienes, Estados que no quieren perder las posibilidades de explotación y principalmente una estructura social-económica y política que se resiste a perder uno de sus supuestos más esenciales, como es la existencia inagotable de recursos naturales. Este último paradigma es tan fuerte, que ni siquiera fue tematizado en las discusiones político-filosóficas, ni jurídicas, antes de la mitad del siglo XX.

Con todo eso en contra, creo que el avance del derecho ambiental ha sido notable para su corta existencia, pero absolutamente insuficiente para el nivel de urgencia en el que nos encontramos. Partió con un paradigma constitucional (el derecho al ambiente sano), para luego incorporarse fuertemente en el derecho administrativo y de ahí empezar a colonizar otras áreas del derecho, en un proceso que no ha sido lento para efectos del Derecho, pero no ha tenido suficiente profundidad.

El gran dilema es que cuando encuentra esa profundidad, con cosas como el reconocimiento de los derechos de la naturaleza, también encuentra resistencias mucho más fuertes. Básicamente el derecho ambiental en esas áreas está desconfigurando al sistema y eso es muy resistido. Pero es su obligación, el derecho ambiental necesita generar esa disrupción si quiere efectivamente proteger a la naturaleza y la vida humana. Por así decirlo, la misión que se le encomendó implica derribar lógicas del sistema, y eso es tan difícil como necesario.

Desde el Acuerdo de París de 2015, han proliferado, en distintos países y continentes, iniciativas destinadas a reconocer los llamados “derechos de la Naturaleza” y a dotar de personalidad jurídica a ciertos ecosistemas como un río, un lago, un bosque, etc. ¿Cree que estas iniciativas suponen un cambio de modelo y de estrategia con respecto a la legislación ambiental precedente? ¿Cuál es, en su opinión, la novedad y las posibilidades de estas iniciativas?

Los derechos de la naturaleza son una institución muy antigua. Entre los pueblos originarios tiene siglos, si no milenios. En la discusión académica occidental, vienen al menos desde los años 70 del siglo XX, con autores como Christopher Stone en USA y Godofredo Stutzin en Chile, entre muchos otros. Cuando Ecuador los incluyó en su Constitución, en 2008, fue la primera vez que se incorporaron efectivamente en el derecho liberal occidental y supuso un avance muy significativo.

Luego, han proliferado soluciones como esa en diversas leyes y fallos judiciales alrededor del mundo y me parece muy interesante el vínculo que hacéis con el Acuerdo de París como un precursor de esa proliferación, porque no lo había pensado. Quizás París ayudó principalmente porque puso un hito importante en la narrativa en la cual todo lo que hemos hecho hasta ahora, no tiene funcionalidad si queremos subvertir la crisis climática y ecológica. En ese contexto, movernos hacia una solución radicalmente distinta parece una buena idea, y en particular la protección de la naturaleza a través de la fórmula de los derechos es una idea no sólo distinta, sino que de alguna manera ya ha sido probada, precisamente en la relación de los pueblos indígenas con la naturaleza, que tiende de mucha mejor manera al equilibrio que la que la civilización occidental ha establecido.

Pero no se trata de reivindicar solo estas antiguas prácticas e ideas, ni de creer que por el solo hecho de ser de los pueblos originarios, entonces son buenas ideas. Creo que más bien se trata de movernos fuera de los límites de lo que actualmente parece posible, entendiendo su insuficiencia.

Detrás de todas las iniciativas para dotar de personalidad jurídica a un determinado ecosistema suelen encontrarse comunidades indígenas, campesinos, pescadores, vecinos, etc., que llevan años luchando para preservar sus ecosistemas y sus formas de vida. Sabemos que usted ha trabajado sobre esta cuestión. Según su experiencia, ¿cuál es y cuál debería ser el papel de la ciudadanía en el desarrollo de las políticas y legislaciones ambientales?

El papel de las personas y comunidades en la protección de la naturaleza es crucial e insustituible. Son las personas las que conocen y valoran los territorios y es la conciencia del valor inherente de la naturaleza y de la continuidad generacional las que les hacen cuidarlo. Las entidades de mayor tamaño y abstracción, como las empresas y los Estados, no tienen la misma cercanía vital con la naturaleza y por lo tanto es muy difícil que logren efectivamente sentirla y valorarla como lo hacen las personas y las comunidades.

Por eso la participación ciudadana es esencial. Tan esencial como es la ciencia o el propio derecho. La autoridad que toma decisiones debería en todos los casos poner en su esquema decisional una deliberación entre esos saberes, dentro del marco jurídico. Observar las características técnicas de una regulación o política, junto con las variables de democracia representativa manifestadas a través de la ley y las de democracia directa o deliberativa manifestadas en los espacios de participación, y tomar decisiones acorde a eso.

Para la autoridad no es fácil, para el Derecho tampoco, pero creo que es el deber de ambos. Este deber no ha quedado suficientemente claro, porque aunque las normas que lo contienen están, existe una evidente falta de estructuras jurídicas que lo lleven a la práctica, y creo que esa falta es producto de las resistencias que comentaba al principio. No es raro ver a personas que creen en lo público diciendo que la participación no es necesaria o es sólo por cumplir y que “la gente sienta que la escuchen”. Eso es un gran error, y ha costado mucho tratar de sacar de él a las personas y a las instituciones.

Uno de sus campos de trabajo ha sido la función ambiental del agua y los derechos de la ciudadanía sobre este bien tan básico para la vida. ¿Cuál es su experiencia al respecto? ¿En qué dirección deberían orientarse las políticas públicas y las legislaciones relativas al agua?

En Chile el desafío es diferente que en otras partes en lo que se relaciona con el agua, puesto que la Constitución de 1980 estableció propiedad sobre ella y el Código de Aguas de 1981 creó un mercado y una gestión de las aguas completamente privada. Cosas que no ayudan en nada cuando nos enfrentamos a una crisis climática y ecológica. como la actual.

El primer desafío entonces es reconocer el agua como un bien común, con acceso libre y prioritario para la satisfacción de necesidades básicas, con una especial atención a la mantención de los ciclos del agua y por lo tanto de los ecosistemas de los que depende y con una gestión comunitaria que no implique solamente a quienes tienen derechos de aguas, sino a toda la comunidad de una cuenca.

Los derechos de aguas, las concesiones a las personas, por supuesto tendrán que seguir existiendo y teniendo ciertos niveles de certeza jurídica, pero no pueden ser consideradas una propiedad privada y por lo tanto tienen que estar mucho más abiertas a los cambios regulatorios, que se impongan a propósito de la necesidad de gestionar un bien natural crecientemente escaso.

Suele decirse que América Latina es el subcontinente con mayores niveles de desigualdad social, de corrupción política y de degradación de los ecosistemas a manos de la industria extractivista. Pero es también una de las regiones del mundo con movimientos sociales más activos, particularmente en la defensa de los derechos de la Naturaleza y los derechos de las comunidades más afectadas por el capitalismo extractivista. ¿Cómo ve usted este vínculo entre derechos humanos y derechos de la Naturaleza, especialmente en Latinoamérica?

Creo que en Latinoamérica se entremezclan varios factores que nos hacen tener un movimiento ambiental vibrante. En primer lugar, nuestra cultura está muy unida a las ideas que tenemos sobre la naturaleza. El imaginario de todos nuestros países es capturado por la naturaleza y eso se refleja en un sinnúmero de manifestaciones culturales.

En segundo lugar, somos muy conscientes de que la explotación de la naturaleza con la excusa del desarrollo es una falacia, pues vemos cómo los territorios que son más intensamente explotados terminan siendo territorios más pobres y con menor bienestar. En esto ayuda mucho la concentración de la riqueza y sobre todo un modelo económico de “capitalismo jerárquico”, que es un concepto del profesor del MIT Ben Ross Schneider donde describe de manera brillante cómo en Latinoamerica tenemos un puñado de personas dueñas de los recursos naturales, que las explotan de forma intensiva, con mano de obra no calificada y donde lo público o el desarrollo queda muy relegado. Esto es claramente una herencia del colonialismo y sus versiones actuales.

En tercer lugar, está la conexión entre movimientos ambientalistas/ecologistas e indigenistas, que permite una polinización cruzada de ideas que creo es muy valiosa, mostrando modos de pensar muy diferentes a los de la civilización occidental.

Luego, la defensa de los derechos humanos, de los territorios y de los derechos de la naturaleza terminan convirtiéndose en una sola y misma cuestión, que aunque pueda tener matices y énfasis diferentes, produce comprensiones más complejas y movimientos más fuertes.