El Laboratorio conversa con Verónica Montes de Oca y Vanessa de los Santos

Verónica Montes de Oca y Vanessa de los Santos

Verónica Montes de Oca es socióloga, maestra en Demografía y doctora en Ciencias Sociales con especialidad en Población por el Colegio de México. Investigadora titular en el Instituto de Investigaciones Sociales de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM). Miembro del Sistema Nacional de Investigadores Nivel III. Coordinadora del Seminario Universitario Interdisciplinario sobre Envejecimiento y Vejez de la UNAM. Autora y coordinadora de varios libros, entre ellos: Población y envejecimiento. Pasado, presente y futuro en la investigación sociodemográfica (UNAM, 2017), Desafíos de la vejez: salud, empleo y población (UNAM, 2019), When strangers become family (Routledge, 2021), Cuentos cortos intergeneracionales ante la pandemia por COVID-19 (IMJUVE y UNAM, 2021) y Las personas mayores ante COVID-19. Perspectivas interdisciplinarias sobre envejecimiento y vejez (UNAM, en prensa).

Vanessa de los Santos es licenciada en Trabajo Social por la Facultad de Trabajo Social de la Universidad Juárez del Estado de Durango (UJED), México. Maestra en Proyectos Sociales y doctora en Filosofía con Orientación en Trabajo Social y Políticas Comparadas de Bienestar Social por la Facultad de Trabajo Social y Desarrollo Humano de la Universidad Autónoma de Nuevo León. Actualmente es profesora investigadora en la Facultad de Trabajo Social de la UJED. Sus líneas de investigación son los procesos sociales, envejecimiento y bienestar.

Vejeces, finitud y Covid-19

En los últimos 20 meses hemos sido testigos del retorno a las dudas existenciales respecto al sentido de la vida, la muerte y la verdad, pues ante la actual crisis global hemos tenido que reflexionar sobre la finitud que creímos desvanecida a partir de la modernidad y la era científica (Levinas, 2001). Absortos por los discursos mediáticos sobre la incertidumbre, el miedo se ha corporalizado en lo más íntimo de las poblaciones, como en un conflicto bélico de gran escala. Es así que, por un lado, nos han arrebatado la posibilidad de relacionarnos con los próximos en los lugares de intermitencia habituales, creando en este mismo acto fronteras morales mediante el aislamiento y la fragmentación social, mientras que, por el otro, nos han condenado a una alienación en pro de la salud impuesta por las entidades poseedoras del logos.

Consecuentemente, se ha movilizado de forma abrupta toda la estructura científica para dar respuesta a esta crisis para evitar la muerte. Esta ha sido el panóptico desde el cual hemos mirado la fragilidad humana, tanto la muerte física, como la muerte social y psíquica. Con ello no pretendemos señalar que ello es principio de estos escenarios, pues consideramos que la pandemia es un evento vinculado con lo que Adriana Rovira (2021) [véase nota al final], retomando a Laurent Berlant (2011), llamó la “muerte lenta”, es decir, contextos de desigualdad, violencia y exclusión institucionalizadas que se han exacerbado en las últimas décadas, creando la coexistencia de mundos desiguales, que no hacen sino mostrarnos la más cruda cara de la vulnerabilidad humana, y que claramente se articulan con el sistema económico, patriarcal y cultural que moldean los postulados básicos de la vida. En estos sistemas se han desvanecido los privilegios, ya que hombres y mujeres de múltiples identidades genéricas y orientaciones sexuales, etnias y credos, incluso las dominantes, visualizaron las consecuencias producidas por el desgaste de estos, y se ha puesto en jaque su permanencia.

En este sentido, la pandemia ha hecho surgir distintos rostros en los que se localiza el peligro, apoyados claramente en la taxonomía científica y política. Rostros en los que han retornado tendencias esencialistas sobre una supuesta naturaleza de los sujetos, que en última instancia despolitiza la desigualdad, asumiendo la probabilidad de contagio y muerte como asunto individual, particularmente en las personas longevas. Sin embargo, en el trascurso del confinamiento se ha visibilizado la existencia de múltiples vejeces que han hecho patente las condiciones de desprotección social e indefensión que reflejan el curso de vida de estos grupos sociales. Entre tanto, en las voces del discurso etario se han construido complejas metáforas que circulan en el espacio público para aprehender a la vejez, pero que no logran manifestar la desigualdad acumulada, y que como diría Ferraro y Shippee (2009), limitan la capacidad de resistencia de los mayores frente al Covid-19.

Incluso los países más desarrollados han participado en el olvido y negligencia hacia las personas mayores, poniendo de manifiesto que la vida tiene un valor diferencial. Es así que las ventajas de una vida envejecida se convirtieron súbitamente en un peligro, lo que permitió asomar las más grandes violencias hacia ellas, su autonomía y el menosprecio de la valía inherente al hecho de ser persona. Asimismo, la esperanza de vida, que ha sido uno de los indicadores más privilegiados en la estadística y sociodemografía, ahora se tornó negativa y la acumulación de años dejó de ser ventaja para ser un riesgo social, por usar la expresión de Ulrich Beck. Nuestra edad se volvió entonces un elemento de distorsión en la valoración de la vida. Pero esto no es tan nuevo, algunas organizaciones internacionales han promovido que la vejez es una enfermedad, incluso antes de que apareciera el virus y la enfermedad por COVID-19, lo cual exacerba aparatos de disciplinamiento y biopolítica plasmados en instrumentos de atención pública desde los que se impulsan valores morales sobre lo justo y lo bueno.

El derecho a envejecer y a vivir con dignidad no sólo se les robó a las personas viejas sino también a las personas que envejecen. De tal manera que la desigualdad ante la muerte y la enfermedad se ha convertido en un asunto político, con altos costos de los que todavía no somos conscientes y sobre los que necesitamos reflexionar. Este evento no interesa sólo a la filosofía de la ciencia, sino que ha sido un cambio que sin duda traerá grandes repercusiones en la vida social e institucional. Finalmente, releemos a Elías y La soledad de los moribundos (1987), para atestiguar que en lo más profundo de nuestra humanidad aún persiste la infamia de la desechabilidad humana y que se han instituido los procesos de exclusión que producen la desigualdad vital y existencial a los que alude Therborn (2016). Hoy tomamos nota de este aprendizaje y resistimos a este proceso que se ha iniciado con la pandemia y que afecta al valor de la vida humana y planetaria, nuestro envejecimiento y las diversas formas en que tenemos derecho a vivir nuestra vejez.

NOTA: Rovira, Adriana (2021), «El problema del reconocimiento de derechos humanos de las personas mayores en tiempos de la covid-19», en Montes de Oca Zavala, Verónica y Marissa Vivaldo-Martínez (Coords.) (2021), Las personas mayores ante COVID-19. Perspectivas interdisciplinarias sobre envejecimiento y vejez, SUIEV-SDI-UNAM, México, pp. 600 (en prensa).